Las misiones católicas (3)

3.      En el quinto centenario del nacimiento de San Francisco Javier

Para ser capaces, con el poder del Espíritu Santo, de llevar adelante la misión de evangelizar a los pueblos, necesitamos hoy, pues, reafirmarnos en las grandes verdades de la fe católica. Con ese fin, acabamos de publicar, al mismo tiempo que el presente cuaderno, San Francisco de Javier. Cartas selectas (Pamplona, Fundación Gratis Date 2006).

Ciertamente las cartas de Javier, y su fascinante figura de misionero, en su quinto centenario (1506-2006), han de acrecentar en nosotros la llama del espíritu misionero. San Francisco Javier, no obstante la breve duración de su acción evangelizadora, once años y medio, ha sido, sin duda, uno de los más grandes misioneros de la historia de la Iglesia. Volvamos, pues, nuestra atención y nuestra devoción hacia este gran patrono de las misiones católicas.

No es posible comentar brevemente la vida y la fisonomía espiritual de un Santo tan admirable. En su corazón arde poderosa la llama del amor a Dios (el celo misional por extender su gloria) y del amor a los hombres (el celo misionero por su salvación). El Señor ha concedido a Javier una oración contemplativa muy alta, una vida absolutamente abnegada y penitente, una pobreza extrema, una castidad perfecta, una alegría y confianza inalterables, una conmovedora solicitud por los enfermos, una capacidad sorprendente para «hacerse todo a todos» –niños, capitanes, comerciantes, frailes, Obispos, clérigos, gobernadores, bonzos, reyes–, «para ganarlos a todos» (1Cor 9,19.22), una prudente firmeza como fiel superior religioso, una gran facilidad personal para profundas amistades, una desconcertante unidad entre la fortaleza más severa y la ternura afectiva más tierna...

(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)

Revestíos de las armas de Dios (4)

4. El Escapulario del Carmen como memorial de las virtudes marianas

La misión de la Santísima Virgen no se limita, sin embargo, a proteger la vida de gracia de los hijos que tiene consagrados, sino a fortalecerlos por medio de las virtudes. En efecto, la gracia es el principio de la vida sobrenatural, cuyas obras deben ser perfeccionadas por unos hábitos operativos que son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo: “la misma luz de la gracia –explica santo Tomás-, por la que participamos de la naturaleza divina, es cosa distinta de las virtudes infusas, que se derivan de esa luz y a ella se ordenan”.[1] Ambos son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma, la diferencia radica en que las virtudes infusas pueden mover al acto cuando el hombre lo desee, presupuesta siempre una gracia actual cooperante que lo permita, mientras que los dones sólo mueven las potencias al acto cuando así lo quiere el Espíritu Santo –por medio de una gracia actual operante-.

Estos hábitos son auténticas vestiduras del alma, de gala cuando disponen al trato con Dios, no vaya a ser que nos diga: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda? (Mt 22, 12); y recia armadura cuando disponen a la lucha contra el demonio: Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo ... ¡En pie!, pues; ceñida vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados los pies con el Celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno. Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (Ef 6, 11.14-17)

María, la llena de gracia (Lc 1, 28), poseyó todas las virtudes en grado eminente, como nos enseña el Angélico: “La Santísima Virgen María gozó de la suprema proximidad a Cristo según la humanidad, puesto que de ella recibió la naturaleza humana. Y, por tanto, debió obtener de Cristo una plenitud de gracia superior a la de los demás”.[2] De ahí que el Apóstol la viera toda resplandeciente, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce  estrellas sobre su cabeza (Ap 12, 1). Es por ello que nuestra Santísima Madre no sólo intercede para alcanzarnos de Dios el crecimiento en la virtud –que es lo principal, sobre todo en lo que se refiere a los dones del Espíritu Santo-, sino que además es modelo de virtudes que conviene mirar con frecuencia para poder imitar, como exhortaba santa Teresa: "Imitad a María y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla por Patrona”.[3]

Al revestirnos con su propio hábito la Virgen María busca hacer fructificar en nosotros toda suerte de virtudes, como explica el carmelita P. Bartolomé Mª Xiberta: “No comprenderá el sentido pleno de la devoción y de las promesas del santo Escapulario, quien no perciba sus estímulos al ejercicio de las virtudes. Ya que asociándonos por la consagración a la vida de la Santísima Virgen María, nos amonesta continuamente a imitarla”.[4]

¿Cuáles son las virtudes marianas que se dejan ver en el Escapulario? El Papa Pío XII hace una preciosa síntesis: “Reconozcan en este memorial de la Virgen un espejo de humildad y castidad; vean en la forma sencilla de su hechura un compendio de modestia y candor; vean, sobre todo, en esa librea que visten día y noche, significada con simbolismo elocuente la oración con la cual invocan el auxilio divino”.[5] Así, quien se cubre con el Escapulario del Carmen, con el hábito de María, se reviste de fortaleza y de gracia y sonríe ante el porvenir (Prov 31, 25).



[1] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.110, a.3 in c.
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.27, a.5 in c.
[3] Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, III, 1, 3.
[4] Bartolomé Mª Xiberta, Atti del Congresso Mariologico Internazionale, Roma 23-28 ottobre 1950, p.60.
[5] Pío XII, carta Neminem profecto latet (11 febrero 1950).

Las misiones católicas (2)

2.      Las misiones disminuyen

La Iglesia, para poder evangelizar el mundo, necesita estar fuerte en el Espíritu Santo. Sin Él, los apóstoles permanecen acobardados en el Cenáculo. Pero con Él, aun siendo pocos e ignorantes, muestran una fuerza espiritual capaz de evangelizar a todos los pueblos. Lo había anunciado Cristo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y Samaría, y hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). En efecto, «la Iglesia se edificaba y caminaba en la fidelidad al Señor, e iba en crecimiento por la asistencia del Espíritu Santo» (9,31).

Por el contrario, aquellas Iglesias locales que fallan en su fidelidad al Señor y en su docilidad al Espíritu Santo, aquellas en las que abundan los errores teológicos, así como los abusos morales, litúrgicos y disciplinares, quedan débiles y enfermas, sin vocaciones, sin fuerza para el apostolado y para las misiones.

Juan Pablo II, en su citada encíclica, señalaba con preocupación, como una «tendencia negativa» posterior al Vaticano II, que «la misión específica ad gentes parece que se va parando, no ciertamente en sintonía con las indicaciones del Concilio y del Magisterio posterior... En la historia de la Iglesia, el impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad, así como su disminución es signo de una crisis de fe» (Redemptoris missio 2).

Esta crisis de fe, que trae consigo la debilitación de las misiones, es hoy real en no pocas Iglesias, y como siempre, está causada principalmente por la difusión de errores contrarios a la fe. En otros escritos he estudiado ya esta situación (Causas de la escasez de vocaciones, Pamplona, Fundación Gratis Date 20042Infidelidades en la Iglesiaib. 2005).

(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)

Revestíos de las armas de Dios (3)

3. El Escapulario del Carmen como signo de protección y de consagración

El vasallaje feudal implicaba el servicio al señor, por un lado, y la protección de éste, por otro. De forma análoga, por la consagración realizada por los carmelitas la Santísima Virgen quedaba obligada a protegerlos, misión que ya le fue encomendada por su propio Hijo al darle a Juan como nuevo hijo.

La invasión sarracena obligó a los carmelitas a abandonar a principios del s.XIII el monte Carmelo y emigrar a Europa; una venerable tradición narra que antes de la partida Nuestra Señora se les apareció mientras entonaban la Salve Regina, prometiéndoles ser su Stella maris (Estrella del mar). Encontraron generosos benefactores, como Lord de Grey en Inglaterra, quien les donó Aylesford; pero también tuvieron que sufrir una fuerte oposición. En el Capítulo celebrado en Aylesford en 1247 fue elegido como general Simón Stock, quien reclamó de su Señora la protección prometida o privilegium por medio de esta oración:

Flos Carmeli,
vitis florigera,
splendor caeli,
virgo puerpera
singularis.
Mater mitis,
sed viri nescia,
carmelitis
da privilegia,
stella maris.
Flor del Carmelo,
viña florida,
esplendor del cielo,
virgen fecunda
de modo singular.
Madre tierna,
intacta de hombre,
a los carmelitas
da privilegios,
estrella del mar.

El 16 de julio de 1251 el fervoroso fraile obtuvo una respuesta que superaba con creces su petición; así se describe en un antiguo Catálogo de santos de la Orden del siglo XIV: “Se le apareció la Bienaventurada Virgen, acompañada de una multitud de ángeles, llevando en sus benditas manos el Escapulario de la Orden y diciendo estas palabras: Éste será el privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriere con él, no padecerá el fuego del infierno”.[1]

La Virgen María confirmaba de este modo aquella consagración que hicieran los primeros ermitaños en el monte Carmelo, manifestando su mediación para protegerles del enemigo más peligroso, aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el infierno (Mt 10, 28). De nuevo la saludable nube derramaba su fecunda lluvia sobre el Carmelo, lluvia de gracia divina, que quien la beba no tendrá sed jamás, sino que ... se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna (Jn 4, 14).

El Escapulario del hábito carmelita se convertía desde ese momento en signo de la consagración a María y de su protección maternal. ¿Y por qué una vestidura? En la cultura feudal el acto de homenaje o fidelidad del vasallo se veía correspondido por la investidura que le concedía el soberano, por la que con la entrega de un objeto de vestir –guante, anillo, bastón...- se le atribuía un territorio (feudum) u otro privilegio. Así, al acto de consagración de los carmelitas, la Santísima Virgen correspondía con una investidura, en este caso el humilde escapulario de tela, que les concedía el derecho a poseer en herencia la tierra (Mt 5, 4), la tierra del Carmelo, para comer su fruto y su bien (Jr 2, 7), y esta tierra del Carmelo no es otra que “monte de la salvación, Jesucristo nuestro Señor”.[2] Aquella que dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre (Lc 2, 7), le preparó más tarde una túnica sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo (Jn 19, 23), y probablemente ayudó a los que lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar (Jn 19, 40), aquella Madre diligente por vestir a su divino Hijo, no podía dejar de sentir deseos de seguir cubriendo con su manto a sus nuevos hijos.

La relación entre la vestidura y la vinculación entre el señor y el siervo también la encontramos en el Antiguo Testamento, cuando Dios explica al profeta Ezequiel la alianza que hizo con Jerusalén, y cómo la vistió: Extendí sobre ti el borde de manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo –oráculo del señor Yahveh- y tú fuiste mía. Te bañé con agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo. Te puse vestidos recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino fino y un manto de seda. Te adorné con joyas, puse brazaletes en tus muñecas y un collar a tu cuello. Puse un anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas, y una espléndida diadema en tu cabeza. Brillabas así de oro y plata, vestida de lino fino, de seda y recamados. Flor de harina, miel y aceite era tu alimento. Te hiciste cada día más hermosa, y llegaste al esplendor de una reina. Tu nombre se difundió entre las naciones, debido a tu belleza, que era perfecta, gracias al esplendor de que yo te había revestido - oráculo del Señor Yahveh (Ez 16, 8-14). La consagración bautismal por medio del óleo también es significada como vestidura en la liturgia siríaca de Antioquia: “[Padre... envía tu Espíritu Santo] sobre nosotros y sobre este aceite que está delante de nosotros y conságralo, de modo que sea para todos los que sean ungidos y marcados con él, myrón [crisma] santo, myrón sacerdotal, myrón real, unción de alegría, vestidura de la luz, manto de salvación, don espiritual, santificación de las almas y de los cuerpos, dicha imperecedera, sello indeleble, escudo de la fe y casco terrible contra todas las obras del Adversario”.[3]

Además, una prenda que se viste de forma habitual –de ahí el nombre hábito religioso-, ayuda a recordar el momento de la investidura, de la consagración. De nuevo volvemos la mirada al Antiguo Testamento: Habla a los israelitas y diles que ellos y sus descendientes se hagan flecos en los bordes de sus vestidos, y pongan en el fleco de sus vestidos un hilo de púrpura violeta. Tendréis, pues flecos para que, cuando los veáis, os acordéis de todos los preceptos de Yahveh. Así los cumpliréis y no seguiréis los caprichos de vuestros corazones y de vuestros ojos, que os han arrastrado a prostituiros. Así os acordaréis de todos mis mandamientos y los cumpliréis, y seréis hombres consagrados a vuestro Dios. Yo, Yahveh, vuestro Dios, que os saqué de Egipto para ser Dios vuestro. Yo, Yahveh, vuestro Dios (Num 15, 38-39). Quien viste el Escapulario puede sentir en todo momento, de día y de noche, solo o en compañía, en la oración o en el trabajo, que es todo de María y que Ella es su Madre. Con ese recuerdo, ¿quién se atreverá a ofenderla, a romper su alianza?

Que el Escapulario es signo de la consagración a María se ve plenamente confirmado en la carta Neminem profecto latet del Papa Pío XII, cuando exhorta a todos los carmelitas a que reconozcan en el Escapulario “su consagración al Corazón Sacratísimo de la Virgen Inmaculada, por Nos recientemente recomendada”;[4] palabras que recuerda la reciente carta del Papa Juan Pablo II con ocasión de 750 aniversario de la entrega del Escapulario a san Simón Stock: “la forma más auténtica de devoción a la Virgen santísima, expresada mediante el humilde signo del escapulario, es la consagración a su Corazón Inmaculado”.[5]




[1] Cfr. Rafael Mª López-Melús, El Escapulario del Carmen, Castellón, AMACAR, 1988, p.53.
[2] Misal romano, Oración colecta de la misa en honor de la Virgen del Carmen, 16 de julio.
[3] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica n.1297
[4] Pío XII, carta Neminem profecto latet (11 febrero 1950).
[5] Juan Pablo II, carta Il provvidenziale evento di grazia (25 marzo 2001).