4. El Escapulario del Carmen como memorial de las
virtudes marianas
La
misión de la Santísima Virgen no se limita, sin embargo, a proteger la vida de
gracia de los hijos que tiene consagrados, sino a fortalecerlos por medio de
las virtudes. En efecto, la gracia es el principio de la vida sobrenatural,
cuyas obras deben ser perfeccionadas por unos hábitos operativos que son las
virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo: “la misma luz de la gracia
–explica santo Tomás-, por la que participamos de la naturaleza divina, es cosa
distinta de las virtudes infusas, que se derivan de esa luz y a ella se
ordenan”.[1]
Ambos son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma, la
diferencia radica en que las virtudes infusas pueden mover al acto cuando el hombre
lo desee, presupuesta siempre una gracia actual cooperante que lo
permita, mientras que los dones sólo mueven las potencias al acto cuando así lo
quiere el Espíritu Santo –por medio de una gracia actual operante-.
Estos hábitos son auténticas vestiduras del alma, de gala
cuando disponen al trato con Dios, no vaya a ser que nos diga: Amigo, ¿cómo
has entrado aquí sin traje de boda? (Mt 22, 12); y recia armadura
cuando disponen a la lucha contra el demonio: Revestíos de las armas de Dios
para poder resistir a las acechanzas del Diablo ... ¡En pie!, pues; ceñida
vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados
los pies con el Celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo
de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del
Maligno. Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que
es la Palabra de Dios (Ef 6, 11.14-17)
María, la llena de gracia (Lc 1, 28), poseyó
todas las virtudes en grado eminente, como nos enseña el Angélico: “La
Santísima Virgen María gozó de la suprema proximidad a Cristo según la
humanidad, puesto que de ella recibió la naturaleza humana. Y, por tanto, debió
obtener de Cristo una plenitud de gracia superior a la de los demás”.[2]
De ahí que el Apóstol la viera toda resplandeciente, vestida del sol, con la
luna bajo sus pies, y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza (Ap 12, 1). Es por ello que nuestra
Santísima Madre no sólo intercede para alcanzarnos de Dios el crecimiento en la
virtud –que es lo principal, sobre todo en lo que se refiere a los dones del
Espíritu Santo-, sino que además es modelo de virtudes que conviene mirar con
frecuencia para poder imitar, como exhortaba santa Teresa: "Imitad a María
y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla
por Patrona”.[3]
Al revestirnos con su propio hábito la Virgen María busca
hacer fructificar en nosotros toda suerte de virtudes, como explica el
carmelita P. Bartolomé Mª Xiberta: “No comprenderá el sentido pleno de la devoción
y de las promesas del santo Escapulario, quien no perciba sus estímulos al
ejercicio de las virtudes. Ya que asociándonos por la consagración a la vida de
la Santísima Virgen María, nos amonesta continuamente a imitarla”.[4]
¿Cuáles
son las virtudes marianas que se dejan ver en el Escapulario? El Papa Pío XII
hace una preciosa síntesis: “Reconozcan en este memorial de la Virgen un espejo
de humildad y castidad; vean en la forma sencilla de su hechura un compendio de
modestia y candor; vean, sobre todo, en esa librea que visten día y noche,
significada con simbolismo elocuente la oración con la cual invocan el auxilio
divino”.[5]
Así, quien se cubre con el Escapulario del Carmen, con el hábito de María, se
reviste de fortaleza y de gracia y sonríe ante el porvenir (Prov 31,
25).
[1]
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.110, a.3 in c.
[2]
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.27, a.5 in c.
[3]
Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, III, 1, 3.
[4]
Bartolomé Mª Xiberta, Atti del Congresso Mariologico Internazionale, Roma
23-28 ottobre 1950, p.60.
[5]
Pío XII, carta Neminem profecto latet (11 febrero 1950).