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La mirada de la mujer de Lot


            “Nada de lo tuyo tomaré”, respondió Abraham al rey de Sodoma (Gen 14,23), y al poco obtuvo de Dios como bendición una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo. Tampoco su sobrino Lot consintió a los deseos contrarios a la naturaleza de los sodomitas, que le reclamaban disponer de sus huéspedes para abusar de ellos; y Lot acabó abandonando con su familia aquella ciudad abocada a la perdición. Mas en la huida “su mujer miró hacia atrás y se volvió poste de sal” (Gen 19,26).

            Quizás hubiera en la mirada de la mujer de Lot un resto de añoranza por las riquezas de la fértil Sodoma, que ya no volvería a disfrutar; algo parecido al recuerdo que el Israel peregrino en el desierto tendrá de las ollas de carne que comiera en Egipto. Culpabilizando entonces a Sodoma por haber frustrado su bienestar, es fácil que en su mirada hubiera también una resentida y complaciente satisfacción por el castigo infligido a la ciudad que había tenido que dejar atrás. Mas la consecuencia de esta mirada iba a ser la más completa y definitiva esterilidad, materializada en su transformación en estatua de sal.

            También hoy contemplamos muchas de nuestras sodomas con la misma mirada que la mujer de Lot. Observamos entristecidos, y con razón, una sociedad que se aleja progresivamente de Dios; mas no escudriñamos tanto su posible respuesta a la llamada que Dios le hace a la conversión, cuanto las riquezas que se nos irán de las manos si nos distanciamos de ella, los honores que dejarán de tributarnos al denunciar su inmoralidad, los placeres superfluos a los que deberemos renunciar, la estabilidad que perderemos, las cuotas de poder a las que tendremos que renunciar para vernos en la marginalidad... y, sobre todo, los ídolos forjados con el oro de una historia secular a los que dejaremos de adorar.

Sólo para salvar estas “ollas de carne” tratamos entonces de pactar con la Sodoma actual una presencia tolerada de la religión que, dejando tranquila nuestra conciencia, nos permita disfrutar de algunas de sus vanidades, reconocimientos y riquezas, de algún que otro cargo, de sentimientos de identidad con una historia que sacralizaremos, buscando en ella el descanso de una paz perpetua. Becerros de oro, en definitiva. Mas viendo que su inmoralidad crece y cada vez se torna más difícil ese pacto, nos la miramos con resentimiento y comenzamos a desear no tanto su conversión cuanto su castigo.

Qué alejados estamos entonces de Abraham, que no sólo rechazó toda riqueza de Sodoma, sino que imploró insistentemente a Dios el perdón de la ciudad: ¿Y si hubiera cincuenta justos?, ¿y si fueran cuarenta y cinco?, ¿y cuarenta?... Pero ni diez justos halló Dios. La mirada primero interesada y luego resentida de la mujer de Lot ante nuestra sociedad, pactando con ella para evitar nuestra marginalidad o deseándole inmisericorde su castigo, nos acabará convirtiendo en estériles estatuas de sal. Sólo si nos posicionamos claramente a favor de su conversión, apoyados en la santidad de la Iglesia, obtendremos la bendición de Dios, quizá para la ciudad terrena, pero sin duda alguna para la Ciudad de Dios.


Enrique Martínez

De Hipatía al aborto

¿DÓNDE ESTÁ LA AUTÉNTICA CULTURA DE MUERTE?

Recientemente se ha desempolvado la antigua acusación de oscurantismo dirigida al Cristianismo. Dicen que los subtítulos manifiestan la verdadera intención de una obra, y el subtítulo de la película Ágora es: "Cuando el mundo cambió para siempre"… ¿Qué cambió, según Amenábar, el asesinato en Alejandría de la filósofa Hipatia el año 415? La época de la luz fue sustituida por la de las tinieblas, la de la filosofía pagana por el Cristianismo. Es la tesis de Voltaire, la del iluminismo ilustrado: “Desde la muerte de Hipatia hasta la Ilustración, Europa está sumida en la oscuridad…”.

En nuestros días, por otra parte, hay millones de asesinatos bajo la denominación eufemística de “interrupción voluntaria del embarazo”. Estos abortos son provocados al amparo de la ley, de las instituciones hospitalarias, de los institutos de bioética… Y no se trata de un crimen aislado cometido por una turba incontrolada, como sucediera con Hipatia, sino un incontrolable crimen cometido por una turba institucionalizada. Podemos preguntarnos, entonces, ¿dónde está la verdadera cultura de muerte?

Hipatia fue una filósofa y matemática neoplatónica. Mucho hay que valorar en aquella escuela de pensamiento nacida en Alejandría y que alimentó la reflexión teológica cristiana de Clemente, Orígenes, Ambrosio, Agustín de Hipona, Dionisio y un largo etcétera. Pero en aquel neoplatonismo seguía viéndose la materia como principio del mal. Y ésta es la piedra angular de toda cultura de muerte. Partiendo de ahí, los maniqueos sacaban por aquel entonces esta consecuencia: si la vida corpórea es mala, hay que despreciar la generación humana, que debe ser evitada en la unión sexual. Quizá sea esto lo que gusta hoy del paganismo.

Pero no es lo que le gusta al Cristianismo, para el que la materia es un bien creado por Dios. Por eso el matrimonio, que se define por su apertura a la vida, se convirtió en sacramento. Por otra parte, la constante actitud del Cristianismo hacia la filosofía pagana bastaría para refutar la acusación iluminista: Clemente de Alejandría, por ejemplo, decía que el Logos divino se había manifestado también a los griegos por medio de la filosofía; y Eudocia, filósofa convertida a la fe cristiana en tiempos de Hipatia, promovió en Constantinopla una academia imperial nutrida del saber clásico, germen de las universidades medievales nacidas ex corde Ecclesiae.

La tesis volteriana se apoyaba en la presunta implicación de San Cirilo, patriarca de Alejandría, en el asesinato de Hipatia. Si bien la acusación carece de fundamento histórico –fue esgrimida un siglo más tarde por Damascio, un despechado filósofo neoplatónico-, nos permite recordar la aportación fundamental del santo doctor de la Iglesia: la defensa frente a Nestorio de la maternidad divina de María. ¡El mismo Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros! Y por ello María es, verdaderamente, Madre de Dios. Esto no podía aceptarlo el nestorianismo, en donde lo humano quedaba inasumible para lo divino.

Pero lo más inasumible de Nestorio era, para Cirilo, su ambigüedad. Cuántos nos recuerdan hoy a Nestorio, y qué pocos a Cirilo. Cineastas abanderando la luz de la razón desde la manipulación de la verdad. Políticos incapaces de eliminar leyes abortistas manifestándose en contra del aborto. Institutos Borja de Bioética presentándose como fieles servidores de la vida en documentos que justifican lo injustificable: el abominable crimen del aborto.

"El dragón que ha aparecido recientemente es el hombre ambiguo", decía el obispo San Cirilo. Que vuelva a oírse su voz denunciando la auténtica cultura de muerte. Que vuelva a oírse su voz anunciando la verdadera cultura de vida, aquella que se da donde la misma Vida se hace cultura, al hacerse carne en una mujer. ¡El sí de María, cuando el mundo cambió para siempre!


Enrique Martínez 

Revestíos de las armas de Dios (4)

4. El Escapulario del Carmen como memorial de las virtudes marianas

La misión de la Santísima Virgen no se limita, sin embargo, a proteger la vida de gracia de los hijos que tiene consagrados, sino a fortalecerlos por medio de las virtudes. En efecto, la gracia es el principio de la vida sobrenatural, cuyas obras deben ser perfeccionadas por unos hábitos operativos que son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo: “la misma luz de la gracia –explica santo Tomás-, por la que participamos de la naturaleza divina, es cosa distinta de las virtudes infusas, que se derivan de esa luz y a ella se ordenan”.[1] Ambos son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma, la diferencia radica en que las virtudes infusas pueden mover al acto cuando el hombre lo desee, presupuesta siempre una gracia actual cooperante que lo permita, mientras que los dones sólo mueven las potencias al acto cuando así lo quiere el Espíritu Santo –por medio de una gracia actual operante-.

Estos hábitos son auténticas vestiduras del alma, de gala cuando disponen al trato con Dios, no vaya a ser que nos diga: Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda? (Mt 22, 12); y recia armadura cuando disponen a la lucha contra el demonio: Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo ... ¡En pie!, pues; ceñida vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados los pies con el Celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno. Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios (Ef 6, 11.14-17)

María, la llena de gracia (Lc 1, 28), poseyó todas las virtudes en grado eminente, como nos enseña el Angélico: “La Santísima Virgen María gozó de la suprema proximidad a Cristo según la humanidad, puesto que de ella recibió la naturaleza humana. Y, por tanto, debió obtener de Cristo una plenitud de gracia superior a la de los demás”.[2] De ahí que el Apóstol la viera toda resplandeciente, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce  estrellas sobre su cabeza (Ap 12, 1). Es por ello que nuestra Santísima Madre no sólo intercede para alcanzarnos de Dios el crecimiento en la virtud –que es lo principal, sobre todo en lo que se refiere a los dones del Espíritu Santo-, sino que además es modelo de virtudes que conviene mirar con frecuencia para poder imitar, como exhortaba santa Teresa: "Imitad a María y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla por Patrona”.[3]

Al revestirnos con su propio hábito la Virgen María busca hacer fructificar en nosotros toda suerte de virtudes, como explica el carmelita P. Bartolomé Mª Xiberta: “No comprenderá el sentido pleno de la devoción y de las promesas del santo Escapulario, quien no perciba sus estímulos al ejercicio de las virtudes. Ya que asociándonos por la consagración a la vida de la Santísima Virgen María, nos amonesta continuamente a imitarla”.[4]

¿Cuáles son las virtudes marianas que se dejan ver en el Escapulario? El Papa Pío XII hace una preciosa síntesis: “Reconozcan en este memorial de la Virgen un espejo de humildad y castidad; vean en la forma sencilla de su hechura un compendio de modestia y candor; vean, sobre todo, en esa librea que visten día y noche, significada con simbolismo elocuente la oración con la cual invocan el auxilio divino”.[5] Así, quien se cubre con el Escapulario del Carmen, con el hábito de María, se reviste de fortaleza y de gracia y sonríe ante el porvenir (Prov 31, 25).



[1] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.110, a.3 in c.
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.27, a.5 in c.
[3] Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, III, 1, 3.
[4] Bartolomé Mª Xiberta, Atti del Congresso Mariologico Internazionale, Roma 23-28 ottobre 1950, p.60.
[5] Pío XII, carta Neminem profecto latet (11 febrero 1950).

Revestíos de las armas de Dios (3)

3. El Escapulario del Carmen como signo de protección y de consagración

El vasallaje feudal implicaba el servicio al señor, por un lado, y la protección de éste, por otro. De forma análoga, por la consagración realizada por los carmelitas la Santísima Virgen quedaba obligada a protegerlos, misión que ya le fue encomendada por su propio Hijo al darle a Juan como nuevo hijo.

La invasión sarracena obligó a los carmelitas a abandonar a principios del s.XIII el monte Carmelo y emigrar a Europa; una venerable tradición narra que antes de la partida Nuestra Señora se les apareció mientras entonaban la Salve Regina, prometiéndoles ser su Stella maris (Estrella del mar). Encontraron generosos benefactores, como Lord de Grey en Inglaterra, quien les donó Aylesford; pero también tuvieron que sufrir una fuerte oposición. En el Capítulo celebrado en Aylesford en 1247 fue elegido como general Simón Stock, quien reclamó de su Señora la protección prometida o privilegium por medio de esta oración:

Flos Carmeli,
vitis florigera,
splendor caeli,
virgo puerpera
singularis.
Mater mitis,
sed viri nescia,
carmelitis
da privilegia,
stella maris.
Flor del Carmelo,
viña florida,
esplendor del cielo,
virgen fecunda
de modo singular.
Madre tierna,
intacta de hombre,
a los carmelitas
da privilegios,
estrella del mar.

El 16 de julio de 1251 el fervoroso fraile obtuvo una respuesta que superaba con creces su petición; así se describe en un antiguo Catálogo de santos de la Orden del siglo XIV: “Se le apareció la Bienaventurada Virgen, acompañada de una multitud de ángeles, llevando en sus benditas manos el Escapulario de la Orden y diciendo estas palabras: Éste será el privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriere con él, no padecerá el fuego del infierno”.[1]

La Virgen María confirmaba de este modo aquella consagración que hicieran los primeros ermitaños en el monte Carmelo, manifestando su mediación para protegerles del enemigo más peligroso, aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el infierno (Mt 10, 28). De nuevo la saludable nube derramaba su fecunda lluvia sobre el Carmelo, lluvia de gracia divina, que quien la beba no tendrá sed jamás, sino que ... se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna (Jn 4, 14).

El Escapulario del hábito carmelita se convertía desde ese momento en signo de la consagración a María y de su protección maternal. ¿Y por qué una vestidura? En la cultura feudal el acto de homenaje o fidelidad del vasallo se veía correspondido por la investidura que le concedía el soberano, por la que con la entrega de un objeto de vestir –guante, anillo, bastón...- se le atribuía un territorio (feudum) u otro privilegio. Así, al acto de consagración de los carmelitas, la Santísima Virgen correspondía con una investidura, en este caso el humilde escapulario de tela, que les concedía el derecho a poseer en herencia la tierra (Mt 5, 4), la tierra del Carmelo, para comer su fruto y su bien (Jr 2, 7), y esta tierra del Carmelo no es otra que “monte de la salvación, Jesucristo nuestro Señor”.[2] Aquella que dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre (Lc 2, 7), le preparó más tarde una túnica sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo (Jn 19, 23), y probablemente ayudó a los que lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar (Jn 19, 40), aquella Madre diligente por vestir a su divino Hijo, no podía dejar de sentir deseos de seguir cubriendo con su manto a sus nuevos hijos.

La relación entre la vestidura y la vinculación entre el señor y el siervo también la encontramos en el Antiguo Testamento, cuando Dios explica al profeta Ezequiel la alianza que hizo con Jerusalén, y cómo la vistió: Extendí sobre ti el borde de manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo –oráculo del señor Yahveh- y tú fuiste mía. Te bañé con agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo. Te puse vestidos recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino fino y un manto de seda. Te adorné con joyas, puse brazaletes en tus muñecas y un collar a tu cuello. Puse un anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas, y una espléndida diadema en tu cabeza. Brillabas así de oro y plata, vestida de lino fino, de seda y recamados. Flor de harina, miel y aceite era tu alimento. Te hiciste cada día más hermosa, y llegaste al esplendor de una reina. Tu nombre se difundió entre las naciones, debido a tu belleza, que era perfecta, gracias al esplendor de que yo te había revestido - oráculo del Señor Yahveh (Ez 16, 8-14). La consagración bautismal por medio del óleo también es significada como vestidura en la liturgia siríaca de Antioquia: “[Padre... envía tu Espíritu Santo] sobre nosotros y sobre este aceite que está delante de nosotros y conságralo, de modo que sea para todos los que sean ungidos y marcados con él, myrón [crisma] santo, myrón sacerdotal, myrón real, unción de alegría, vestidura de la luz, manto de salvación, don espiritual, santificación de las almas y de los cuerpos, dicha imperecedera, sello indeleble, escudo de la fe y casco terrible contra todas las obras del Adversario”.[3]

Además, una prenda que se viste de forma habitual –de ahí el nombre hábito religioso-, ayuda a recordar el momento de la investidura, de la consagración. De nuevo volvemos la mirada al Antiguo Testamento: Habla a los israelitas y diles que ellos y sus descendientes se hagan flecos en los bordes de sus vestidos, y pongan en el fleco de sus vestidos un hilo de púrpura violeta. Tendréis, pues flecos para que, cuando los veáis, os acordéis de todos los preceptos de Yahveh. Así los cumpliréis y no seguiréis los caprichos de vuestros corazones y de vuestros ojos, que os han arrastrado a prostituiros. Así os acordaréis de todos mis mandamientos y los cumpliréis, y seréis hombres consagrados a vuestro Dios. Yo, Yahveh, vuestro Dios, que os saqué de Egipto para ser Dios vuestro. Yo, Yahveh, vuestro Dios (Num 15, 38-39). Quien viste el Escapulario puede sentir en todo momento, de día y de noche, solo o en compañía, en la oración o en el trabajo, que es todo de María y que Ella es su Madre. Con ese recuerdo, ¿quién se atreverá a ofenderla, a romper su alianza?

Que el Escapulario es signo de la consagración a María se ve plenamente confirmado en la carta Neminem profecto latet del Papa Pío XII, cuando exhorta a todos los carmelitas a que reconozcan en el Escapulario “su consagración al Corazón Sacratísimo de la Virgen Inmaculada, por Nos recientemente recomendada”;[4] palabras que recuerda la reciente carta del Papa Juan Pablo II con ocasión de 750 aniversario de la entrega del Escapulario a san Simón Stock: “la forma más auténtica de devoción a la Virgen santísima, expresada mediante el humilde signo del escapulario, es la consagración a su Corazón Inmaculado”.[5]




[1] Cfr. Rafael Mª López-Melús, El Escapulario del Carmen, Castellón, AMACAR, 1988, p.53.
[2] Misal romano, Oración colecta de la misa en honor de la Virgen del Carmen, 16 de julio.
[3] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica n.1297
[4] Pío XII, carta Neminem profecto latet (11 febrero 1950).
[5] Juan Pablo II, carta Il provvidenziale evento di grazia (25 marzo 2001).

Revestíos de las armas de Dios (2)

2. La consagración a María

Desde el principio Dios Padre ya pensó en María como Madre de su Hijo y Madre de la Iglesia,[1] la eligió y la consagró: antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado (Jr 1, 5). La Santísima Virgen respondió a esta elección divina con el sí de la Anunciación, aceptando ser toda de Dios, su esclava, en obediencia plena a la ley fundamental dada por Dios a Israel: Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy (Dt 6, 4-6). Podríamos decir que ese “sí” fue el acto de consagración de la Virgen María a Dios, entendiéndolo como la aceptación de la consagración que Dios había hecho de ella: María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente (LG 56).

Este servicio de María no es otro que el ya mencionado de mediar con su intercesión para la obtención y fortalecimiento de la gracia. Por eso, debemos afirmar con rotundidad que la gracia regeneradora del bautismo, por la que quedamos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm 6, 11), antes de ser derramada sobre nuestra alma, es engendrada en el corazón de la Virgen María, nube de la que proviene la lluvia bautismal; ella, que concibió a Cristo en sus purísimas entrañas, sigue ejerciendo su maternidad dando vida a una infinidad de hijos. Así, éstos no sólo quedamos por el bautismo consagrados para Dios en Cristo Jesús -como se significa en la unción del neófito con el sagrado crisma-, sino consagrados también a la Madre que ha intercedido en favor nuestro diciéndole a su Hijo: No tienen vino (Jn 2, 3).

La consagración bautismal debe ser expresada en su plenitud con la entrada en la edad madura espiritual, que es lo que se significa en la confirmación, “pues en este sacramento se da la plenitud del Espíritu Santo para el robustecimiento espiritual, que es el propio de la edad madura”.[2] ¿No podríamos decir otro tanto de la consagración a María? Son muchos los maestros espirituales que la recomiendan, entre los que destaca san Luis María Grignion de Montfort, quien explica que la naturaleza de esta consagración “consiste en darse todo por entero, como esclavo, a María y a Jesús por ella; y, además, en hacer todas las cosas por María, con María, en María y para María”.[3] Es lo que han realizado a lo largo de la historia de la Iglesia incontables cristianos, comenzando por el evangelista san Juan, quien desde aquella hora –esto es, desde que Cristo crucificado dijera a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y luego a él: “Ahí tienes a tu madre”- ... la acogió en su casa (Jn 19, 26-27).

Y conviene citar ahora también a aquellos cruzados que en siglo XII deciden vivir como ermitaños en el monte Carmelo consagrándose a María, como en aquella época los vasallos a su señor: “En la misma parte occidental de la montaña –se escribe en una guía de peregrinos de principios del siglo XIII-, hay un lugar muy bello y delicioso, en donde habitan los ermitaños latinos que se llaman Hermanos del Carmelo. En él han construido una pequeña iglesia a nuestra Señora”.[4] Y por esta elección la nueva Orden quedaba consagrada del todo a la Santísima Virgen, como lo confirman, entre otros muchos documentos, las constituciones del Capítulo General de Barcelona en 1324: “En el Monte Carmelo construyeron nuestros padres una iglesia en honor de la Bienaventurada Virgen María, de la que eligieron el título; y es por lo que después, siempre fueron denominados Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”.[5]



[1] Pablo VI, Discurso María, Madre de la Iglesia (21 de noviembre de 1964, sesión de clausura de la tercera etapa conciliar).
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.72, a.2 in c.
[3] San Luis María Grignion de Montfort, El secreto de María p.2ª n.28.
[4] Cfr. C. Kopp, Elías und Christentum auf dem Karmel, Padeborn, 1929, p.108.
[5] Cfr. B. Zimmerman, Monumenta historica carmelitana, Lerins, 1907, p.20.

Revestíos de las armas de Dios (1)


El Escapulario del Carmen, memorial de las virtudes marianas

La Santísima Virgen María ha querido revestir a sus hijos con su propio hábito, el Escapulario del Carmen, para así proteger la vida de gracia que nos fue infundida en el bautismo. Más aún, por este hábito María promueve en sus hijos el fortalecimiento de la vida sobrenatural por medio de las virtudes, que tan admirablemente brillaron en ella. Por eso al cubrir nuestra desnudez con su vestido nos exhorta a que imitemos sus mismas virtudes, diciéndonos: revestíos de las armas de Dios (Ef 10, 11).

1. La intercesión de María en orden a la salvación y la santificación

Hay una nube como la palma de un hombre, que sube del mar (I Re 18, 44). Había encargado el profeta Elías a su criado que oteara en el horizonte, desde la cima del monte Carmelo. Poco después anunciaba éste al profeta la presencia de una pequeña nube; en breve el cielo se cubría por completo y una copiosa lluvia terminaba con la persistente sequía que había asolado Israel durante tres años. En esta nube contemplada desde el Carmelo han reconocido muchos autores sagrados un signo de la Santísima Virgen María, pues si la nube trajo la lluvia que libró a Israel de la sequía, María nos trajo al Salvador, cuya lluvia de gracias puso fin al seco desierto del pecado. “En la cumbre del Carmelo –escribe Torras i Bages-, Elías, el heroico propagador de la unidad de Dios, ya vio en María la fuente y el principio de todas las gracias que el linaje humano necesita; vio que Ella sería la que fertilizaría y haría fructificar toda la tierra; vio la pequeña nubecilla que salía del mar y llevaba en su seno la lluvia generosa que apagaría la sed de la tierra seca y estéril; y la nube era María, destinada por el Eterno a enviar al mundo el agua de la gracia celestial, sin la cual se agota la vida espiritual de los hombres”.[1]

Fue una mujer la que ofreció con sus propias manos a Adán la manzana que cerró las puertas del paraíso. Y quiso Dios asimismo poner el fruto de la redención en manos de una mujer, nueva Eva, como estaba anunciado ya desde antiguo: Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3, 15). Profecía que se cumplió cuando una virgen de Nazaret respondió con un sí al anuncio del ángel: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Por esta mujer se abrían de nuevo para los hombres las puertas a la vida divina, a la vida de gracia, que nos hace hijos de Dios: al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Ga 4, 4-5). Y esta mujer que dio a luz al que nos hizo hijos de Dios es María, la madre de Dios.

Por esta maternidad divina, María entra a formar parte del mismo orden hipostático, alcanzando “cierta dignidad infinita”.[2] Su desposorio con el Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra (Lc 1, 35) para formar en su seno al Verbo encarnado, es indisoluble, de manera que hoy sigue colaborando con su divino esposo para engendrar espiritualmente por la gracia nuevos hijos de Dios y para fortalecer esta vida divina hasta conducirnos hasta el “monte de la salvación, Jesucristo nuestro Señor”.[3] La maternidad divina asocia, pues, a la Santísima Virgen a toda la misión redentora y santificadora de Jesucristo, convirtiéndola en “medianera de todas las gracias ante Dios”;[4] mediación que realiza por medio de la intercesión, de la oración suplicante por sus hijos, a los que su amor de madre no permite olvidar: Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna (LG 62).

Aquella nube que trajera la lluvia a Israel desde la montaña del Carmelo sigue, pues, en nuestros días regando las almas de los pecadores con la gracia que desborda de su corazón “y con la lluvia de sus oraciones fertiliza la tierra de la Iglesia”.[5]


[1] José Torras i Bages, L’etern rosari.
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.25, a.6 ad 4.
[3] Misal romano, Oración colecta de la misa en honor de la Virgen del Carmen, 16 de julio.
[4] Pío XI, Inter sodalicia.
[5] Hugo de san Caro, Opera omnia, T.I., Venecia, 1703, p.170.

El Hombre Ambiguo


 Mi padre me previno hacia aquellos que te hablan sin mirarte a los ojos, o te dan la mano sin darla. Son hombres ambiguos, de los que no hay que fiarse. Quizás eso explique tanta desconfianza en nuestra vida social: “Ni socios ni oposición se fían de la nueva promesa de Zapatero” (El Periódico 7/11/08), “La desconfianza impide que la bajada de tipos llegue a las hipotecas” (El País 10/10/08), “Los universitarios no se fían del proceso de Bolonia” (La Vanguardia 11/06/2008)... ¿Serán de fiar los titulares de la prensa? En cualquier caso, no se trata de una desconfianza ante alguien indeciso, sumido en la duda; no, el hombre ambiguo sabe bien lo que quiere, pero usa la ambigüedad para confundir. “Hay que ser tolerante”, te dirá zalamero; “no hay que exagerar”, añadirá. Y de este modo preparará el terreno para imponerse, fiel a su consigna “¡Ablanda, y vencerás!”. Es la dictadura del relativismo.

Me explicaba el otro día una carmelita descalza que el libro más regalado entre monjas las pasadas Navidades fue Jesús. Aproximación histórica, de José Antonio Pagola. Leí con paciencia la reciente versión catalana. Me encontré con un prólogo respetuoso con el Magisterio de la Iglesia, pero pronto pude constatar que era un mero brindis protocolario. El libro de Pagola es un demoledor ataque a la historicidad de los Evangelios, que relativiza en cada página; a la constitución de la Iglesia católica, que es un invento posterior; a la naturaleza de los sacramentos; a la necesidad de redención de los pecados; a la resurrección de Jesucristo como acontecimiento histórico, y a su misma divinidad. Eso sí, se apoya insistentemente en “la mayoría de los investigadores...”, en “bastantes autores...”, “en estudios recientes”, para mostrar lo improbable de que aquellas palabras las dijera Jesús, o que aquel pasaje sucediera realmente.

¿Es Pagola otro hombre ambiguo? Sin duda. Pero no ha sido ambigua la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, cuando en junio pasado hizo pública una nota de clarificación sobre este libro. Siete páginas precisas, que concluyen con esta cita: “No os dejéis seducir por doctrinas varias y extrañas. Mejor es fortalecer el corazón con la gracia que con alimentos que nada aprovecharon a los que siguieron ese camino” (Hb 13, 9). Es muy de agradecer esta claridad de nuestros Obispos, en los tiempos que corren. ¿Van acaso reñidas la verdad y la caridad? ¿Quién enseñó que basta decir un “sí” o un “no”, y que lo que pase de ahí viene del Maligno? Aunque tal vez “bastantes investigadores recientes” consideren este pasaje de Mateo como una elaboración posterior, pues por la actitud de no sé qué comunidad cristiana primitiva ante no sé qué injusticia social, acabaron algunos atribuyendo dichas palabras al Jesús histórico.

Lo que no puedo evitar es que esta dialéctica entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe me recuerde a la afirmación nestoriana de dos personas en Cristo, la humana y la divina... No puedo evitar que Pagola me recuerde a Nestorio. Los cristianos no necesitamos hombres ambiguos que hablen etsi Deus non daretur, como si Dios no se diera... en Cristo. Necesitamos palabras veraces, “palabras de vida eterna”; sobre todo en boca de nuestros Obispos, como en la nota mencionada. Hablando precisamente de Nestorio, que inducía a error con sus palabras, afirmaba Cirilo, el santo patriarca de Alejandría: “¿Sabéis quién es el dragón que ha aparecido recientemente? El hombre ambiguo”.

Enrique Martínez
Miembro ordinario de la Pontificia Academia de Santo Tomás
Profesor de la Universitat Abat Oliba CEU

La fe supone y perfecciona la razón (3)


III.      La fe perfecciona la razón

Que la razón tenga necesidad de la fe para su perfeccionamiento conlleva afirmar lógicamente su condición perfectible. Ello se enuncia con toda claridad en el texto del Aquinate al que remite Fides et Ratio: “La fe presupone el conocimiento natural como la gracia presupone la naturaleza y como la perfección presupone lo perfectible”.[1] La naturaleza humana y la razón son, por consiguiente, perfectibles, es decir, tienden a un fin en el que encontrar su acabamiento, su perfección. No obstante, hay que diferenciar nuevamente entre el fin natural y el sobrenatural. Para el primero no se requiere de suyo la gracia ni la fe, pues basta la misma naturaleza para alcanzar el fin; tal era la situación del hombre en estado íntegro, antes del pecado original, que no necesitaba de la gracia para su perfeccionamiento natural. Para el segundo fin sí se requiere la gracia y la fe, pues el hombre no puede alcanzar por sus solas fuerzas naturales aquello que excede a su naturaleza; así, el hombre en estado íntegro sí requería de la gracia para su perfeccionamiento sobrenatural. Mas en el estado actual de pecado, el hombre requiere de la gracia tanto para alcanzar el fin sobrenatural, como también el natural, pues su naturaleza quedó dañada –que no del todo corrompida- por el pecado original. ¿Está entonces la razón necesitada de la fe? Sí. Pero no porque lo exija la naturaleza, sino por la elevación del hombre por la gracia a un orden superior, sobrenatural, y por el pecado de Adán que debilitó la misma naturaleza respecto de la consecución de sus fines propios.[2]
De ahí aquella explicación, profundamente realista, de Santo Tomás al argumentar en favor de la necesidad de la Revelación divina, no sólo en lo referente a las verdades que exceden las capacidades de la razón humana, sino incluso en aquellas que puede adquirir por sí misma; pues de no darse la Revelación “la verdad acerca Dios, investigada por la razón, se mostraría a pocos hombres, después de mucho tiempo, y con mezcla de muchos errores”.[3]
Esta necesidad que la razón tiene de la fe para su perfeccionamiento tanto natural como sobrenatural, debe extenderse a la que tiene la filosofía de la teología, como sigue diciendo el texto citado: “Luego fue necesario que más allá de las disciplinas filosóficas, que se estudian por la razón, hubiera una doctrina sagrada dada por revelación”. [4] Pero no se trata de establecer un saber independiente de la filosofía; sino que en su distinción la teología se ayuda de la filosofía, como ya hemos visto, y renueva por otra parte la misma filosofía.
En ocasiones se comparó el saber fundado en la fe con el vino, y el derivado del ejercicio de la razón con el agua, advirtiéndose del peligro de que la virtud del vino se corrompa al mezclarse con el agua. A esto respondió Santo Tomás usando la misma imagen, pero desde otra perspectiva: “Aquellos que usan fuentes filosóficas en la sagrada doctrina como obsequio de la fe, no mezclan agua con vino, sino que convierten el agua en vino.”[5]
Partiendo de esta premisa es posible afirmar que muchos conceptos del pensamiento griego asumieron en su encuentro con la fe cristiana señalado por Benedicto XVI un significado nuevo; no perdiendo, ciertamente, su anterior significación, mas ampliando notablemente su horizonte. Así sucedió, por ejemplo, cuando el evangelista San Juan usó el término “logos” para designar al Hijo de Dios que se hace carne. Algunas otras verdades de razón renovadas a la luz de la Escritura son las que enumera Francisco Canals: “Dios, Ser subsistente; Dios viviente; la perfección y bondad en las criaturas, participación del bien divino; el hombre, imagen de Dios; la revelación del Señor como el Dios Uno; la persona, único ente amado por sí mismo en el universo”.[6]
Fijémonos en el último mencionado por Canals: el concepto de persona, del que ya hemos hablado. Los griegos habían alcanzado una cierta comprensión del ser personal, designado con el término “prósopon”, que significaba el rostro por el que se distingue cada hombre en particular. Mas la revelación bíblica ayudó a desvelar cuanto se escondía tras el término “prósopon” del griego profano; este hombre de rostro distinto era amado singularmente por Dios en su Hijo -“me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20)-, e introducido en presencia del rostro de Dios manifestado en Cristo (cf. 2 Co 4, 6). De este modo, el concepto griego de rostro se transformaba de agua en el vino del concepto cristiano de persona.[7]
Por eso, en Fides et Ratio explica el Papa Juan Pablo II el camino del hombre que busca la verdad con su razón, concluyendo que sólo puede quedar saciado ante la Revelación de Dios en el rostro del Verbo encarnado:

El hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.[8]


[1] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.2, a.2 ad 1.
[2] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.109, a.1-2. En la última sesión plenaria de la Pontificia Academia de Santo Tomás el cardenal Georges Cottier calificó de “absurda” la afirmación de una exigencia natural de lo sobrenatural, propia de ciertas posiciones teológicas contemporáneas.
[3] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.1 in c.
[4] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.1 in c.
[5] Tomás de Aquino, Super Boetium de Trinitate q.2, a. 3, ad 5.
[6] F. Canals, Tomás de Aquino, un pensamiento siempre actual, Barcelona, Scire, 2004, p. 103.
[7] Cf. E. Martínez, “El término 'prosopon' en el encuentro entre fe y razón”, Espíritu LIX (2010), pp.173-193.
[8] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.55.

La fe supone y perfecciona la razón (2)


II.      La fe presupone la razón

Podemos reconocer en primer lugar la necesidad intrínseca que la fe tiene de la razón en tanto que ésta se presupone a aquélla. Se trata de una necesidad análoga a la que tiene la forma respecto de la materia en las sustancias compuestas; así, hay formas que “no pueden subsistir perfectamente por sí y requieren el fundamento de la materia”,[1] enseña el Aquinate. Pues de modo semejante puede decirse que “para el acto de fe se requiere el acto de la voluntad y el acto del entendimiento”[2] –esto es, la razón-.
Mas hay que salvar la distancia en la comparación realizada, pues la fe presupone una razón ya previamente constituida y con un orden propio, que es el de la naturaleza, mientras que la fe pertenece al orden de la gracia y tiene una finalidad sobrenatural, que es la comunicación de la vida divina. Ello corresponde a una decisión libérrima de Dios, que por amor y no por necesidad ha querido elevar al hombre e introducirlo en su intimidad,[3] lo que se realiza mediante la gracia.[4] De este modo, si decimos que la gracia necesita de la naturaleza humana es sólo en el sentido de que, supuesta dicha decisión por parte de Dios, la naturaleza humana -y la razón que la caracteriza específicamente- pasan a ser presupuestos necesarios para la ejecución de la misma, pues sin ellas la gracia y la fe no tendrían sujeto alguno al que elevar: “como la gracia supone la naturaleza, así la fe supone la razón”, leíamos al principio-.
Mas la razón propia de la naturaleza humana no es requerida pasivamente en la elevación sobrenatural, sino que debe predisponerse a la gracia,[5] y asentir con el acto de la voluntad y el acto del entendimiento, como decíamos antes. Son muy significativas al respecto estas palabras de Juan Pablo II en Fides et Ratio:

El acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.[6]

Un claro ejemplo de esta necesidad de la razón como presupuesto que predispone al don gratuito de la fe es lo que se conoce como preambula fidei, esto es, aquellas verdades cognoscibles naturalmente cuyo “conocimiento constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios”,[7] como enseña Fides et Ratio remitiendo al Concilio Vaticano I. Así, ¿cómo podría aceptarse una Revelación divina sin antes conocer que Dios existe y es capaz de revelarse? Recuerdo al respecto una conversación con Francisco Canals en la que protestaba por un titular de un semanario de información católica en el que se leía: “El Dios personal, elemento fundamental de la revelación”. Que Dios es personal –me decía Canals- es algo que conoce la razón antes de asentir en un acto de fe a las palabras reveladas, ¿cómo, si no, podríamos aceptar o rechazar que tales palabras pertenezcan a la Revelación de Dios?
Mas esta necesidad que la fe tiene de la razón no se reduce a un presupuesto previo, sino que sigue acompañando en todo momento el dinamismo de la gracia en la vida del hombre. De ahí la necesidad del intellectus fidei, de una inteligencia de la fe dado que “la razón busca la comprensión del misterio”.[8] Es el “creo para entender” de San Anselmo, que recuerda Benedicto XVI:

No intento, Señor, penetrar en tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi intelecto; pero deseo comprender, aunque sea imperfectamente, tu verdad, que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para comprender –Non quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam-.[9]

En Fides et Ratio se dice en varias ocasiones que este intellectus fidei se realiza por medio de la teología, la cual está necesitada de la filosofía, principalmente de la metafísica del ser: “la teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la aportación filosófica”,[10] “el intellectus fidei necesita la aportación de una filosofía del ser”,[11] etc. Un ejemplo de esta metafísica o filosofía del ser al servicio de la teología es la profundización en el concepto de persona; éste, que pertenece a los preambula fidei al referirlo a Dios, como vimos antes, pasó después al intellectus fidei en aquel fecundo proceso de definición del dogma trinitario y cristológico de los primeros concilios, y de aproximación a la comprensión racional del mismo en las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia; la culminación de esta inteligencia de la fe en el Dios trino, cuya Palabra se encarnó para nuestra salvación, la encontramos en la teología de Santo Tomás de Aquino, sustentada en la metafísica del ser como acto, que permite dar razón del subsistir propio del ser personal. No es de extrañar, entonces, que el Magisterio de la Iglesia reclame insistentemente seguir esta “filosofía del ser, y no del simple parecer”[12]de Santo Tomás: “El apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas - leemos en la encíclica Pascendi de San Pío X-, nunca dejará de ser de gran perjuicio”.[13]
Mas este desarrollo histórico del intellectus fidei no se hizo con una filosofía elaborada ex novo, sino en concreto con la filosofía griega, en aquel encuentro mencionado al inicio de este escrito. Así, fueron sus mismos términos los que pasaron a nutrir las formulaciones dogmáticas: “ousía”, “physis”, “hypóstasis”, “prósopon”, etc. Vayamos nuevamente a Fides et Ratio para ver de qué modo apela Juan Pablo II a no alejarse de la filosofía clásica, ni siquiera de los términos acuñados en esta tradición:

Otras formas latentes de fideísmo se pueden reconocer en la escasa consideración que se da a la teología especulativa, como también al desprecio de la filosofía clásica, de cuyas nociones han extraído sus términos tanto la inteligencia de la fe como las mismas formulaciones dogmáticas. El Papa Pío XII, de venerada memoria, llamó la atención sobre este olvido de la tradición filosófica y sobre el abandono de las terminologías tradicionales.[14]

            Podemos ahora entender mejor qué significa aquella necesidad intrínseca que la fe tiene de la razón, expresada por Benedicto XVI en Ratisbona. Se trata de la necesidad de la razón natural como presupuesto para el acto de fe, y de la filosofía griega como presupuesto para la inteligencia de la fe; todo ello congruente con el principio expuesto al inicio: “la fe presupone la razón”. Mas éste iba completado de este modo: “la fe perfecciona la razón”. Pasemos ahora a analizar este segundo principio, que nos lleva a reconocer el otro sentido de la necesidad intrínseca entre fe y razón; en este caso, la necesidad que la razón tiene de la fe para su perfeccionamiento.



[1] Tomás de Aquino, Summa contra gentiles III, c.97, n.6.
[2] Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q.4, a.5 in c.
[3] Y conviene recordar que la misma creación de la naturaleza humana –así como de toda otra naturaleza finita- es efecto de una decisión libre de Dios, y no de una necesidad (Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles II, c.23).
[4] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.109, a.5; q.110.
[5] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.112, a.2.
[6] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.13.
[7] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.67.
[8] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.13.
[9] Anselmo de Canterbury, Proslogion 1; Benedicto XVI, Carta con ocasión del IX Centenario de la muerte de San Anselmo.
[10] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.77.
[11] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.97.
[12] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.44.
[13] Pío X, Pascendi n.46.
[14] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.55.