5. El modo misionero de Cristo, Esteban, Pablo...
Hace un momento oíamos a San Francisco Javier que declaraba abiertamente al gran daimyo japonés: «Nosotros somos mandados a Japón a predicar la ley de Dios, por cuanto ninguno se puede salvar sin adorar a Dios y creer en Jesucristo, salvador de todas las gentes». Pues bien, algunos cristianos hoy quedan escandalizados por la prepotencia de estas palabras de Javier, que en realidad son las mismas palabras de Cristo al enviar a sus apóstoles (Mc 16,15-16).
La declaración Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el 2000, haciendo referencia a ciertas teologías de la misión, dice que «no pocas veces, algunos proponen que en teología se eviten términos como unicidad, universalidad,absoluto, cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe» (15).
Seamos claros: si Cristo es Dios –verdad oscurecida hoy en no pocos tratados de cristología–, el Evangelio sólo puede ser proclamado de ese modo. No envía el Padre al mundo su omnipotente Palabra salvadora para que luego sea ésta presentada a los hombres como «una palabra más», entre las muchas que se les proponen, prometiendo salvación.
La doctrina de la Iglesia, a la luz de la fe, afirma la posibilidad de salvación de los paganos. Y así lo hace Pedro ya desde el principio, cuando enseña que «en todo pueblo, quien teme a Dios [cree en Dios] y practica la justicia, le es grato» (Hch 10,35; cf. Heb 11,6). El Concilio Vaticano II asegura que la salvación de Cristo llega «a todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible» (Gaudium et spes 22e), «por los caminos que Él sabe» (Ad gentes 7a). La declaraciónDominus Iesus trata de este tema con cierta amplitud (cf. 8, 12, 14 y 21).
Pero el mismo Pedro afirma que «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo los cielos [sino el nombre de Jesús] en el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12). Esa convicción de fe es el núcleo del Evangelio. No pueden, pues, omitirla los misioneros en su predicación. Y en la historia de la Iglesia, todos los evangelizadores han seguido predicando esa verdad, sin avergonzarse de ella. Sencillamente, si no se predica esta verdad, no se predica el Evangelio. Si se silencia cautelosamente esa fe para no espantar a los infieles, es imposible que ninguno se convierta a la fe. Queda el Evangelio silenciado y negado, y la acción misionera inerte.
En todo esto, por otra parte, conviene tener muy en cuenta que el martirio, en cuanto testimonio supremo, sellado con la entrega de la propia vida, aunque puede darse por la caridad, por la castidad y por cualquiera de las virtudes, prefiriendo siempre la muerte al pecado, en definitiva, tiene siempre por causa la fe, la fe en la verdad de Cristo. Así lo entiende Jesús: «estáis buscando matarme, a mí, que os he dicho la verdad» (Jn 8,40). Y así lo ha entendido siempre la tradición de la Iglesia.
San Agustín: «los que siguen a Cristo más de cerca son aquellos que luchan por la verdad hasta la muerte» (Trat. evang. S. Juan 124,5).
Santo Tomás de Aquino: «mártires significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella... Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio» (STh II-II, 124,5).
Si leemos las Sagradas Escrituras, fácilmente podemos comprobar que tanto en el Antiguo Testamento –los profetas–, como en el Nuevo –Cristo, apóstoles, Apocalipsis–, siempre los mártires mueren ante todo por dar entre los hombres el testimonio de la verdad de Dios.
En efecto, Cristo muere por dar a Israel el testimonio pleno de la verdad de Dios. Si hubiera suavizado mucho su afirmación de la verdad y su negación del error, si hubiera propuesto la verdad muy gradualmente, poquito a poco, si no hubiera predicado la verdad con tanta fuerza a los sacerdotes –que han convertido la Casa de Dios en «una cueva de ladrones»–, a los letrados –«raza de víboras, sepulcros blanqueados»–, a los ricos –«a un camello le es más fácil pasar por el ojo de una aguja que a vosotros entrar en el Reino»–, no habría sido asesinado, porque, como Él bien sabía, el Sanedrín, que habría de juzgarlo y dictar su muerte, estaba integrado justamente por sacerdotes, letrados y ricos.
Sin embargo, tanto ama Cristo a los hombres –a los sacerdotes, letrados y ricos, a todo el pueblo– que les dice la verdad, lo único que puede salvarles: «Padre, santifícalos en la verdad» (Jn 17,17). Y predica la verdad plenamente consciente de que para Él va a ser ignominia y muerte y para los hombres salvación, libertad y vida. Ésa es su misión, y en ningún momento la traiciona: «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37).
Cristo no muere, pues, por curar enfermos, por calmar tempestades, por devolver la vista a los ciegos o la vida a los muertos. Es crucificado por «dar testimonio (martirion) de la verdad», es asesinado por haber sido en este mundo el «testigo (martis) veraz» (Ap 1,5).
Todo esto es así, y no puede ser de otro modo. Si «el mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19), y si el Maligno es «homicida desde el principio y Padre de la Mentira» (Jn 8,44), ya, sabiendo eso, podemos afirmar con toda seguridad que nada hay en el mundo tan peligroso como decir la verdad.
Cuando, por ejemplo, leemos la predicación del Evangelio que hace el diácono Esteban al Sanedrín reunido en pleno, no podemos menos de pensar: «este hombre, hablando así, está buscando su propia muerte y la vida eterna de sus hermanos». Y así fue (Hch 7).
Del mismo modo, los Apóstoles, desde el principio, son perseguidos por evangelizar la verdad de Jesús. El Sanedrín les ordena severamente «no hablar en absoluto ni enseñar en el nombre de Jesús». Pero ellos, sin dudarlo, afirman: «juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,18-20).
Los Apóstoles han recibido de Cristo el mandato de predicar el Evangelio, y ellos, seguros de la asistencia del Señor, lo predican sin miedo alguno, sin temor a las consecuencias que pueda traer sobre ellos ese enorme testimonio de la verdad. El Sanedrín, entonces, los apresa de nuevo, y «después de azotados, les conminaron que no hablasen en el nombre de Jesús y los despidieron. Ellos se fueron alegres de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús; y en el templo y en la casas no cesaban todo el día de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (Hch 5,40-42).
Ya se ve, pues, que los Apóstoles predican no sólo manteniendo las mismas doctrinas de Cristo, sin avergonzarse de ninguna de ellas, sino que también siguen el mismo modo “suicida” –valga la expresión– propio de su Maestro. Ellos, desde el principio, lo mismo que Jesús, dan su vida por perdida, es decir, no tienen nada que defender, nada tienen que perder, pues se saben ciertamente destinados a la persecución y a la muerte; por eso ellos están libres para procurar con todas sus fuerzas persuadir a los hombres de la verdad, sacarlos de las tinieblas en que el Padre de la Mentira los tiene cautivos, procurando así su salvación temporal y eterna.
Los Apóstoles, dice San Pablo, «investidos de este ministerio de la misericordia, no nos acobardamos, y nunca hemos callado nada por vergüenza, ni hemos procedido con astucia o falsificando la Palabra de Dios. Por el contrario, hemos manifestado abiertamente la verdad» (2Cor 4,1-2). Y eso, por supuesto, les lleva a la muerte.
La condición martirial de la predicación de San Pablo, concretamente, se refleja con frecuencia en sus cartas, donde refiere los innumerables sufrimientos que pasa por dar el testimonio fiel de la verdad evangélica, y donde tantas veces alude a la fortalezaextrema que es precisa para atreverse a predicar el Evangelio a los hombres, entre muchas contradicciones, persecuciones y penalidades.
«Yo no me avergüenzo del Evangelio, que es la fuerza de salvación de Dios para todo el que cree» (Rom 1,16). «Después de sufrir mucho y soportar muchas afrentas en Filipos, como sabéis, confiados en nuestro Dios, os predicamos el Evangelio de Dios en medio de mucho combate. Nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la impureza, ni en el engaño. Al contrario, Dios nos encontró dignos de confiarnos el Evangelio, y nosotros lo predicamos procurando agradar no a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Tes 2,2-4; +Gál 1,10). «A mí nadie me asistió, antes me desampararon todos... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todas las naciones la oigan» (2Tim 4,16-17).
Por eso San Pablo una y otra vez exhorta a sus colaboradores para que sirvan con toda fortaleza el ministerio de la Palabra, arriesgando en ello sus vidas cuanto sea preciso: «no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza.No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio, animado con la fortaleza de Dios» (2Tim 1,7-9). (Continuará).
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
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