Las misiones católicas (5)

5.      El modo misionero de Cristo, Esteban, Pablo...

Hace un momento oíamos a San Francisco Javier que declaraba abiertamente al gran daimyo japonés: «Nosotros somos mandados a Japón a predicar la ley de Dios, por cuanto ninguno se puede salvar sin adorar a Dios y creer en Jesucristo, salvador de todas las gentes». Pues bien, algunos cristianos hoy quedan escandalizados por la prepotencia de estas palabras de Javier, que en realidad son las mismas palabras de Cristo al enviar a sus apóstoles (Mc 16,15-16).

La declaración Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el 2000, haciendo referencia a ciertas teologías de la misión, dice que «no pocas veces, algunos proponen que en teología se eviten términos como unicidaduniversalidad,absoluto, cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe» (15).

Seamos claros: si Cristo es Dios –verdad oscurecida hoy en no pocos tratados de cristología–, el Evangelio sólo puede ser proclamado de ese modo. No envía el Padre al mundo su omnipotente Palabra salvadora para que luego sea ésta presentada a los hombres como «una palabra más», entre las muchas que se les proponen, prometiendo salvación.

La doctrina de la Iglesia, a la luz de la fe, afirma la posibilidad de salvación de los paganos. Y así lo hace Pedro ya desde el principio, cuando enseña que «en todo pueblo, quien teme a Dios [cree en Dios] y practica la justicia, le es grato» (Hch 10,35; cf. Heb 11,6). El Concilio Vaticano II asegura que la salvación de Cristo llega «a todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible» (Gaudium et spes 22e), «por los caminos que Él sabe» (Ad gentes 7a). La declaraciónDominus Iesus trata de este tema con cierta amplitud (cf. 8, 12, 14 y 21).

Pero el mismo Pedro afirma que «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo los cielos [sino el nombre de Jesús] en el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12). Esa convicción de fe es el núcleo del Evangelio. No pueden, pues, omitirla los misioneros en su predicación. Y en la historia de la Iglesia, todos los evangelizadores han seguido predicando esa verdad, sin avergonzarse de ella. Sencillamente, si no se predica esta verdad, no se predica el Evangelio. Si se silencia cautelosamente esa fe para no espantar a los infieles, es imposible que ninguno se convierta a la fe. Queda el Evangelio silenciado y negado, y la acción misionera inerte.

En todo esto, por otra parte, conviene tener muy en cuenta que el martirio, en cuanto testimonio supremo, sellado con la entrega de la propia vida, aunque puede darse por la caridad, por la castidad y por cualquiera de las virtudes, prefiriendo siempre la muerte al pecado, en definitiva, tiene siempre por causa la fe, la fe en la verdad de Cristo. Así lo entiende Jesús: «estáis buscando matarme, a mí, que os he dicho la verdad» (Jn 8,40). Y así lo ha entendido siempre la tradición de la Iglesia.

San Agustín: «los que siguen a Cristo más de cerca son aquellos que luchan por la verdad hasta la muerte» (Trat. evang. S. Juan 124,5).

Santo Tomás de Aquino: «mártires significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella... Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio» (STh II-II, 124,5).

Si leemos las Sagradas Escrituras, fácilmente podemos comprobar que tanto en el Antiguo Testamento –los profetas–, como en el Nuevo –Cristo, apóstoles, Apocalipsis–, siempre los mártires mueren ante todo por dar entre los hombres el testimonio de la verdad de Dios.

En efecto, Cristo muere por dar a Israel el testimonio pleno de la verdad de Dios. Si hubiera suavizado mucho su afirmación de la verdad y su negación del error, si hubiera propuesto la verdad muy gradualmente, poquito a poco, si no hubiera predicado la verdad con tanta fuerza a los sacerdotes –que han convertido la Casa de Dios en «una cueva de ladrones»–, a los letrados –«raza de víboras, sepulcros blanqueados»–, a los ricos –«a un camello le es más fácil pasar por el ojo de una aguja que a vosotros entrar en el Reino»–, no habría sido asesinado, porque, como Él bien sabía, el Sanedrín, que habría de juzgarlo y dictar su muerte, estaba integrado justamente por sacerdotes, letrados y ricos.

Sin embargo, tanto ama Cristo a los hombres –a los sacerdotes, letrados y ricos, a todo el pueblo– que les dice la verdad, lo único que puede salvarles: «Padre, santifícalos en la verdad» (Jn 17,17). Y predica la verdad plenamente consciente de que para Él va a ser ignominia y muerte y para los hombres salvación, libertad y vida. Ésa es su misión, y en ningún momento la traiciona: «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37).

Cristo no muere, pues, por curar enfermos, por calmar tempestades, por devolver la vista a los ciegos o la vida a los muertos. Es crucificado por «dar testimonio (martirion) de la verdad», es asesinado por haber sido en este mundo el «testigo (martis) veraz» (Ap 1,5).

Todo esto es así, y no puede ser de otro modo. Si «el mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19), y si el Maligno es «homicida desde el principio y Padre de la Mentira» (Jn 8,44), ya, sabiendo eso, podemos afirmar con toda seguridad que nada hay en el mundo tan peligroso como decir la verdad.

Cuando, por ejemplo, leemos la predicación del Evangelio que hace el diácono Esteban al Sanedrín reunido en pleno, no podemos menos de pensar: «este hombre, hablando así, está buscando su propia muerte y la vida eterna de sus hermanos». Y así fue (Hch 7).

Del mismo modo, los Apóstoles, desde el principio, son perseguidos por evangelizar la verdad de Jesús. El Sanedrín les ordena severamente «no hablar en absoluto ni enseñar en el nombre de Jesús». Pero ellos, sin dudarlo, afirman: «juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,18-20).

Los Apóstoles han recibido de Cristo el mandato de predicar el Evangelio, y ellos, seguros de la asistencia del Señor, lo predican sin miedo alguno, sin temor a las consecuencias que pueda traer sobre ellos ese enorme testimonio de la verdad. El Sanedrín, entonces, los apresa de nuevo, y «después de azotados, les conminaron que no hablasen en el nombre de Jesús y los despidieron. Ellos se fueron alegres de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús; y en el templo y en la casas no cesaban todo el día de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (Hch 5,40-42).

Ya se ve, pues, que los Apóstoles predican no sólo manteniendo las mismas doctrinas de Cristo, sin avergonzarse de ninguna de ellas, sino que también siguen el mismo modo “suicida” –valga la expresión– propio de su Maestro. Ellos, desde el principio, lo mismo que Jesús, dan su vida por perdida, es decir, no tienen nada que defender, nada tienen que perder, pues se saben ciertamente destinados a la persecución y a la muerte; por eso ellos están libres para procurar con todas sus fuerzas persuadir a los hombres de la verdad, sacarlos de las tinieblas en que el Padre de la Mentira los tiene cautivos, procurando así su salvación temporal y eterna.

Los Apóstoles, dice San Pablo, «investidos de este ministerio de la misericordia, no nos acobardamos, y nunca hemos callado nada por vergüenza, ni hemos procedido con astucia o falsificando la Palabra de Dios. Por el contrario, hemos manifestado abiertamente la verdad» (2Cor 4,1-2). Y eso, por supuesto, les lleva a la muerte.

La condición martirial de la predicación de San Pablo, concretamente, se refleja con frecuencia en sus cartas, donde refiere los innumerables sufrimientos que pasa por dar el testimonio fiel de la verdad evangélica, y donde tantas veces alude a la fortalezaextrema que es precisa para atreverse a predicar el Evangelio a los hombres, entre muchas contradicciones, persecuciones y penalidades.

«Yo no me avergüenzo del Evangelio, que es la fuerza de salvación de Dios para todo el que cree» (Rom 1,16). «Después de sufrir mucho y soportar muchas afrentas en Filipos, como sabéis, confiados en nuestro Dios, os predicamos el Evangelio de Dios en medio de mucho combate. Nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la impureza, ni en el engaño. Al contrario, Dios nos encontró dignos de confiarnos el Evangelio, y nosotros lo predicamos procurando agradar no a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Tes 2,2-4; +Gál 1,10). «A mí nadie me asistió, antes me desampararon todos... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todas las naciones la oigan» (2Tim 4,16-17).

Por eso San Pablo una y otra vez exhorta a sus colaboradores para que sirvan con toda fortaleza el ministerio de la Palabra, arriesgando en ello sus vidas cuanto sea preciso: «no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza.No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio, animado con la fortaleza de Dios» (2Tim 1,7-9). (Continuará).

(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)

La mirada de la mujer de Lot


            “Nada de lo tuyo tomaré”, respondió Abraham al rey de Sodoma (Gen 14,23), y al poco obtuvo de Dios como bendición una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo. Tampoco su sobrino Lot consintió a los deseos contrarios a la naturaleza de los sodomitas, que le reclamaban disponer de sus huéspedes para abusar de ellos; y Lot acabó abandonando con su familia aquella ciudad abocada a la perdición. Mas en la huida “su mujer miró hacia atrás y se volvió poste de sal” (Gen 19,26).

            Quizás hubiera en la mirada de la mujer de Lot un resto de añoranza por las riquezas de la fértil Sodoma, que ya no volvería a disfrutar; algo parecido al recuerdo que el Israel peregrino en el desierto tendrá de las ollas de carne que comiera en Egipto. Culpabilizando entonces a Sodoma por haber frustrado su bienestar, es fácil que en su mirada hubiera también una resentida y complaciente satisfacción por el castigo infligido a la ciudad que había tenido que dejar atrás. Mas la consecuencia de esta mirada iba a ser la más completa y definitiva esterilidad, materializada en su transformación en estatua de sal.

            También hoy contemplamos muchas de nuestras sodomas con la misma mirada que la mujer de Lot. Observamos entristecidos, y con razón, una sociedad que se aleja progresivamente de Dios; mas no escudriñamos tanto su posible respuesta a la llamada que Dios le hace a la conversión, cuanto las riquezas que se nos irán de las manos si nos distanciamos de ella, los honores que dejarán de tributarnos al denunciar su inmoralidad, los placeres superfluos a los que deberemos renunciar, la estabilidad que perderemos, las cuotas de poder a las que tendremos que renunciar para vernos en la marginalidad... y, sobre todo, los ídolos forjados con el oro de una historia secular a los que dejaremos de adorar.

Sólo para salvar estas “ollas de carne” tratamos entonces de pactar con la Sodoma actual una presencia tolerada de la religión que, dejando tranquila nuestra conciencia, nos permita disfrutar de algunas de sus vanidades, reconocimientos y riquezas, de algún que otro cargo, de sentimientos de identidad con una historia que sacralizaremos, buscando en ella el descanso de una paz perpetua. Becerros de oro, en definitiva. Mas viendo que su inmoralidad crece y cada vez se torna más difícil ese pacto, nos la miramos con resentimiento y comenzamos a desear no tanto su conversión cuanto su castigo.

Qué alejados estamos entonces de Abraham, que no sólo rechazó toda riqueza de Sodoma, sino que imploró insistentemente a Dios el perdón de la ciudad: ¿Y si hubiera cincuenta justos?, ¿y si fueran cuarenta y cinco?, ¿y cuarenta?... Pero ni diez justos halló Dios. La mirada primero interesada y luego resentida de la mujer de Lot ante nuestra sociedad, pactando con ella para evitar nuestra marginalidad o deseándole inmisericorde su castigo, nos acabará convirtiendo en estériles estatuas de sal. Sólo si nos posicionamos claramente a favor de su conversión, apoyados en la santidad de la Iglesia, obtendremos la bendición de Dios, quizá para la ciudad terrena, pero sin duda alguna para la Ciudad de Dios.


Enrique Martínez

Las misiones católicas (4)

4.      El modo misionero de San Francisco Javier

Ya que no es posible comentar aquí tantos datos admirables de la personalidad de Javier, me fijaré solamente en uno, ciertamente dominante, de su fisonomía misionera: la parresía apostólica, la audaz fortaleza que mostró siempre, arriesgando en ello gravemente su vida, para afirmar la verdad y negar el error.

Conviene que consideremos atentamente este valor, porque hoy andamos de él bastante escasos. Estamos escasos de parresía a veces simplemente por cobardía –«tratando de guardar la propia vida»–, pero otras veces, lo que sin duda es todavía más grave, por error ideológico.

Piensan hoy no pocos que la evangelización que Cristo, Esteban, Pablo, Javier, hacen al mundo (predicar, decir con fuerza), es un medio erróneo, o que al menos actualmente, dentro de la cultura dominante, está superado, y debe ser sustituido por undiálogo que tantas veces se agota en sí mismo, sin llegar nunca a «predicar el Evangelio a toda criatura».

Sin embargo, la gloriosa misión que nos ha encomendado nuestro Señor Jesucristo es precisamente ésta, predicar la Buena Noticia a todas las naciones de la tierra (Mt 28,18-20; Mc 16,15-16).

El padre misionero Javier, como evocaré ahora recordando algunas escenas de su vida, se dedicó con todas las fuerzas de su alma y de su cuerpo a cumplir esa misión: predicar el Evangelio a los paganos. Cito en extracto la carta que Javier escribía al Rey de Portugal (8-IV-1552), medio año antes de morir, cuando preparaba su viaje misional a la China: «Vamos a la China dos padres y un hermano lego... Nosotros, los padres de la Compañía del nombre de Jesús, siervos de V. A., vamos a poner guerra y discordia entre los demonios y las personas que los adoran, con grandes requerimientos de parte de Dios, primeramente al rey, y después a todos los de su reino, que no adoren más al demonio, sino al Criador del cielo y de la tierra que los crió, y a Jesucristo, salvador del mundo, que los redimió.

Grande atrevimiento parece éste, ir a tierra ajena y a un rey tan poderoso a reprender [errores y vicios] y hablar verdad, que son dos cosas muy peligrosas en nuestro tiempo.

Pero sólo una cosa nos da mucho ánimo: que Dios N. S. sabe las intenciones que en nosotros por su misericordia quiso poner, y con esto la mucha confianza y esperanza que quiso por su bondad que tuviésemos en Él: no dudando en su poder ser sin comparación mayor que el del rey de la China. Y pues todas las cosas criadas dependen de Dios, y tanto obran cuanto Dios les permite y no más, no hay de qué temer sino de ofender al Criador y de los castigos que Dios permite que se den a los que le ofenden» (Doc. 109,5).

Javier nos da un ejemplo perfecto de parresía a la hora de «dar en el mundo el testimonio de la verdad», arriesgando así gravemente su propia vida. Su predicación es muy sencilla y sustancial, pues se centra siempre en las grandes verdades del Credo y en las principales oraciones cristianas. Y su afirmación de la verdad es completa, es total, ya que al mismo tiempo niega con fuerza los errores que mantienen cautivos en las tinieblas a sus oyentes.

Recordaré, por ejemplo, algunos episodios de su estancia en el Japón, país para él tan amado. A fines de 1550, estando en Yamaguchi –una de las más bellas ciudades japonesas, en la que había un centenar de templos sintoístas y budistas, y unos cuarenta monasterios de bonzos y bonzas–, acompañado del hermano Juan Fernández, su fiel intérprete, vestidos ambos miserablemente, en la calle, junto a un pozo, donde pueden, predica la ley del único Dios verdadero.

«Javier, de pie, elevaba los ojos al cielo, se santiguaba y bendecía al pueblo, y tras una pausa, Fernández iniciaba la lectura [...] Y mientras el buen hermano predicaba [leyendo en japonés el texto preparado], Javier estaba en pie, orando mentalmente, pidiendo por el buen efecto de la predicación y por sus oyentes» (J. M. Recondo, S. J., San Francisco Javier, BAC, Madrid 1988, 762).

Normalmente la predicación trataba primero de la Creación del mundo, realizada por un Dios único todopoderoso, y de cómo en aquella nación, el Japón, ignorando a Dios, «adoraban palos, piedras y cosas insensibles, en las cuales era adorado el demonio», el enemigo de Dios y del hombre. En segundo lugar, denunciaba «el pecado abominable», la sodomía, que hace a los hombres peores que las bestias. Y el tercer punto trataba del gran crimen del aborto, también frecuente en aquella tierra (762).

Algunos oyen con admiración, otros se ríen, mostrando compasión o más bien desprecio. Los nobles no escuchan estas predicaciones callejeras, pues ellos no se mezclan con el pueblo, sino que reciben la predicación de Javier en sus casas. Pero sus reacciones son semejantes a las del pueblo. Más aún, en ocasiones se producen momentos extremadamente peligrosos.

Había «mucha atención en casi todos los nobles, pero no faltaban quienes, recalcitrantes contra el aguijón, lo insultaban. Perdida la cortesía y las buenas maneras proverbiales, los nobles les tuteaban; entonces Javier mandaba a Fernández que no les diera tratamiento; “tutéales –decía– como ellos me tutean”.

Juan Fernández temblaba, y la emoción se acrecentaba cuando, tras los insultos, el noble samurai acariciaba tal vez la empuñadura de la espada. Horrorizado [el hermano Fernández], confesaba que era tal la libertad, el atrevimiento del lenguaje con que el Maestro Francisco les reprochaba sus desórdenes vergonzosos, que se decía a sí mismo: “Quiere a toda costa morir por la fe de Jesucristo”» (763).

«Cada vez que, para obedecer al Padre, Juan Fernández traducía a sus nobles interlocutores lo que Javier le dictaba, se echaba a temblar esperando por respuesta el tajo de la espada que había de separar su cabeza de los hombros. Pero el P. Francisco no cesaba de replicarle: “en nada debéis mortificaros más que en vencer este miedo a la muerte. Por el desprecio de la muerte nos mostramos superiores a esta gente soberbia; pierden otro tanto los bonzos a sus ojos, y por este desprecio de la vida que nos inspira nuestra doctrina podrán juzgar que es de Dios”» (763-764).

Poco más tarde, Javier y el hermano Fernández son llamados a palacio por el daimyo Ouchi Yoshitaka, uno de los más poderosos señores del Japón, hombre muy religioso, adicto a la secta de Shingon, aunque moralmente depravado. Ya Javier por entonces conoce bien los grandes errores y las perversiones morales que aquejan al pueblo, y muy especialmente a los bonzos y principales. En ellos «a la poligamia se unía el pecado nefando, mal endémico, propagado por los bonzos como práctica celestial, introducida desde China y compartida hasta en la alta sociedad públicamente y sin respetos... Los bonzos traían consigo sus afeminados muchachos... Los nobles principales tenían alguno o algunos pajes para lo mismo... Otros, menos afortunados, se contentaban con sus criados, particularmente con los soldados» (765).

El daimyo Yoshitaka recibe a Javier y a su intérprete con gran atención y cortesía, acompañado sólo de uno de los bonzos principales, y les pregunta sobre la finalidad de su viaje.

«Nosotros le respondimos que éramos mandados a Japón a predicar la ley de Dios, por cuanto ninguno se puede salvar sin adorar a Dios y creer en Jesucristo, salvador de todas las gentes» (765).

El daymo manifiesta entonces su deseo de escucharles, y Javier manda al hermano Fernández que lea del cuaderno que llevan preparado, y éste lo hace durante más de una hora. Yoshikata permanece sumamente atento. Pero cuando se llegó «al pecado de idolatría y errores en que estaban metidos los japoneses y vinieron a los pecados de Sodoma, diciendo que el hombre que cometía tal abominación era más sucio que los puercos y más bajo que los perros y otros brutos animales», el secretario les hizo seña clara de que salieran inmediatamente de la sala. Juan Fernández entonces «temió que los mandasen matar». No así Javier, que se mantuvo sereno y confiado. Consiguieron, sin embargo, reanudar la lectura ante el daimyo, «que estuvo muy atento todo el tiempo que leímos, que sería más de una hora, y así nos despidió» (765-766).

Al poco tiempo, en abril de 1551, el mismo Yoshitaka concede a Javier una audiencia más solemne, a la que el Santo, como nuncio del Papa y embajador del Rey de Portugal, acude vestido con elegancia y llevando preciosos regalos. Como resultado del encuentro, el daimyo autoriza la predicación del cristianismo en sus tierras, da licencia a sus súbditos para recibirlo si así lo quieren, y manda a todos que no hagan agravio alguno a los misioneros de Cristo (780-782).

Estas escenas de Yamaguchi son de finales de 1550 y comienzos de 1551. Entre tanto, las discusiones de Javier con los bonzos fueron largas y frecuentes, principalmente con los monjes del Zen. Pues bien, a mediados de 1551, «apuntaba Javier, comenzaron a hacerse cristianos [...] Sería por el mes de julio, cuando Javier contabilizaba quinientas conversiones más o menos. Los nuevos cristianos, los quinientos, extremaban su amor a los padres y eran sobre todo cristianos de verdad» (784).

Cuando a fines de ese año parte Javier del Japón para la India, el número de japoneses cristianos ascendía a 2.000, entre ellos dos de los príncipes más poderosos del país. La obra evangelizadora fue en crecimiento continuo. Veinte años después de la breve estancia del Santo en el Japón, toda la isla de Amakusa, con su rey Miguel, había recibido la fe cristiana, como también poco después los reyes de Bungo, Arima y Goto. Fueron construidos templos cristianos en varias provincias, así como escuelas y colegios católicos. En Kyushu, en sólo dos años más, fueron bautizados más de 70.000 japoneses, entre los que figuraban altos jefes civiles y militares. En 1579, el Imperio del Sol Naciente contaba con 150.000 cristianos y 54 jesuitas, 22 de los cuales eran sacerdotes.

Pocos años más tarde, con otros hombres al frente del Imperio japonés, cambió la tolerancia del emperador en persecución a muerte de «la religión extranjera». Y los mártires japoneses de Nagasaki, en 1597, admirablemente alegres y valerosos, dieron testimonio de que la obra misionera de Javier y de sus compañeros había producido con la gracia de Dios «cristianos de verdad».

(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)

De Hipatía al aborto

¿DÓNDE ESTÁ LA AUTÉNTICA CULTURA DE MUERTE?

Recientemente se ha desempolvado la antigua acusación de oscurantismo dirigida al Cristianismo. Dicen que los subtítulos manifiestan la verdadera intención de una obra, y el subtítulo de la película Ágora es: "Cuando el mundo cambió para siempre"… ¿Qué cambió, según Amenábar, el asesinato en Alejandría de la filósofa Hipatia el año 415? La época de la luz fue sustituida por la de las tinieblas, la de la filosofía pagana por el Cristianismo. Es la tesis de Voltaire, la del iluminismo ilustrado: “Desde la muerte de Hipatia hasta la Ilustración, Europa está sumida en la oscuridad…”.

En nuestros días, por otra parte, hay millones de asesinatos bajo la denominación eufemística de “interrupción voluntaria del embarazo”. Estos abortos son provocados al amparo de la ley, de las instituciones hospitalarias, de los institutos de bioética… Y no se trata de un crimen aislado cometido por una turba incontrolada, como sucediera con Hipatia, sino un incontrolable crimen cometido por una turba institucionalizada. Podemos preguntarnos, entonces, ¿dónde está la verdadera cultura de muerte?

Hipatia fue una filósofa y matemática neoplatónica. Mucho hay que valorar en aquella escuela de pensamiento nacida en Alejandría y que alimentó la reflexión teológica cristiana de Clemente, Orígenes, Ambrosio, Agustín de Hipona, Dionisio y un largo etcétera. Pero en aquel neoplatonismo seguía viéndose la materia como principio del mal. Y ésta es la piedra angular de toda cultura de muerte. Partiendo de ahí, los maniqueos sacaban por aquel entonces esta consecuencia: si la vida corpórea es mala, hay que despreciar la generación humana, que debe ser evitada en la unión sexual. Quizá sea esto lo que gusta hoy del paganismo.

Pero no es lo que le gusta al Cristianismo, para el que la materia es un bien creado por Dios. Por eso el matrimonio, que se define por su apertura a la vida, se convirtió en sacramento. Por otra parte, la constante actitud del Cristianismo hacia la filosofía pagana bastaría para refutar la acusación iluminista: Clemente de Alejandría, por ejemplo, decía que el Logos divino se había manifestado también a los griegos por medio de la filosofía; y Eudocia, filósofa convertida a la fe cristiana en tiempos de Hipatia, promovió en Constantinopla una academia imperial nutrida del saber clásico, germen de las universidades medievales nacidas ex corde Ecclesiae.

La tesis volteriana se apoyaba en la presunta implicación de San Cirilo, patriarca de Alejandría, en el asesinato de Hipatia. Si bien la acusación carece de fundamento histórico –fue esgrimida un siglo más tarde por Damascio, un despechado filósofo neoplatónico-, nos permite recordar la aportación fundamental del santo doctor de la Iglesia: la defensa frente a Nestorio de la maternidad divina de María. ¡El mismo Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros! Y por ello María es, verdaderamente, Madre de Dios. Esto no podía aceptarlo el nestorianismo, en donde lo humano quedaba inasumible para lo divino.

Pero lo más inasumible de Nestorio era, para Cirilo, su ambigüedad. Cuántos nos recuerdan hoy a Nestorio, y qué pocos a Cirilo. Cineastas abanderando la luz de la razón desde la manipulación de la verdad. Políticos incapaces de eliminar leyes abortistas manifestándose en contra del aborto. Institutos Borja de Bioética presentándose como fieles servidores de la vida en documentos que justifican lo injustificable: el abominable crimen del aborto.

"El dragón que ha aparecido recientemente es el hombre ambiguo", decía el obispo San Cirilo. Que vuelva a oírse su voz denunciando la auténtica cultura de muerte. Que vuelva a oírse su voz anunciando la verdadera cultura de vida, aquella que se da donde la misma Vida se hace cultura, al hacerse carne en una mujer. ¡El sí de María, cuando el mundo cambió para siempre!


Enrique Martínez