“Nada de
lo tuyo tomaré”, respondió Abraham al rey de Sodoma (Gen 14,23), y al poco
obtuvo de Dios como bendición una descendencia más numerosa que las estrellas
del cielo. Tampoco su sobrino Lot consintió a los deseos contrarios a la
naturaleza de los sodomitas, que le reclamaban disponer de sus huéspedes para
abusar de ellos; y Lot acabó abandonando con su familia aquella ciudad abocada
a la perdición. Mas en la huida “su mujer miró hacia atrás y se volvió poste de
sal” (Gen 19,26).
Quizás hubiera en la mirada de la
mujer de Lot un resto de añoranza por las riquezas de la fértil Sodoma, que ya
no volvería a disfrutar; algo parecido al recuerdo que el Israel peregrino en
el desierto tendrá de las ollas de carne que comiera en Egipto. Culpabilizando
entonces a Sodoma por haber frustrado su bienestar, es fácil que en su mirada
hubiera también una resentida y complaciente satisfacción por el castigo
infligido a la ciudad que había tenido que dejar atrás. Mas la consecuencia de
esta mirada iba a ser la más completa y definitiva esterilidad, materializada
en su transformación en estatua de sal.
También hoy contemplamos muchas de
nuestras sodomas con la misma mirada que la mujer de Lot. Observamos
entristecidos, y con razón, una sociedad que se aleja progresivamente de Dios;
mas no escudriñamos tanto su posible respuesta a la llamada que Dios le hace a
la conversión, cuanto las riquezas que se nos irán de las manos si nos
distanciamos de ella, los honores que dejarán de tributarnos al denunciar su
inmoralidad, los placeres superfluos a los que deberemos renunciar, la
estabilidad que perderemos, las cuotas de poder a las que tendremos que
renunciar para vernos en la marginalidad... y, sobre todo, los ídolos forjados
con el oro de una historia secular a los que dejaremos de adorar.
Sólo para salvar estas “ollas
de carne” tratamos entonces de pactar con la Sodoma actual una presencia
tolerada de la religión que, dejando tranquila nuestra conciencia, nos permita
disfrutar de algunas de sus vanidades, reconocimientos y riquezas, de algún que
otro cargo, de sentimientos de identidad con una historia que sacralizaremos,
buscando en ella el descanso de una paz perpetua. Becerros de oro, en
definitiva. Mas viendo que su inmoralidad crece y cada vez se torna más difícil
ese pacto, nos la miramos con resentimiento y comenzamos a desear no tanto su
conversión cuanto su castigo.
Qué alejados estamos entonces
de Abraham, que no sólo rechazó toda riqueza de Sodoma, sino que imploró
insistentemente a Dios el perdón de la ciudad: ¿Y si hubiera cincuenta justos?,
¿y si fueran cuarenta y cinco?, ¿y cuarenta?... Pero ni diez justos halló Dios.
La mirada primero interesada y luego resentida de la mujer de Lot ante nuestra
sociedad, pactando con ella para evitar nuestra marginalidad o deseándole
inmisericorde su castigo, nos acabará convirtiendo en estériles estatuas de
sal. Sólo si nos posicionamos claramente a favor de su conversión, apoyados en
la santidad de la Iglesia, obtendremos la bendición de Dios, quizá para la
ciudad terrena, pero sin duda alguna para la Ciudad de Dios.
Enrique Martínez