Para un feminismo femenino (5)


4.- Psicología y biología general
Profundicemos, pues, un poco en esta diferencia. En un orden puramente biológico cabe considerar:
En primer lugar, el hecho comprobado de que, por lo general, la mujer vive más que el hombre. En segundo lugar, que la mujer alcanza su punto sexual de desarrollo bastante más pronto que el hombre9.
Esto tiene consecuencias para la modalidad propia de la existencia femenina. Millán-Puelles lo explica así:
Y las consecuencias van a consistir en una mayor impregnación en cada individuo femenino de su propia condición de mujer. Digamos que la mujer va a estar más determinada y se va a vivir más a sí misma como mujer que el hombre como hombre […].
La mujer tiene una biología más potente que la del varón, lo cual supone ventajas e inconvenientes. La longevidad puede ser una de las ventajas. Entre los inconvenientes, las numerosas ocasiones en que los ciclos físicos o las dolencias acaparan toda su atención. Confieso que a mí me ha costado entenderlo en mi propia vida y creo que, en general, a los varones nos cuesta un poco entender la peculiaridad de la fisiología femenina, con lo que a veces se producen tensiones.
El varón debe esforzarse en ser comprensivo. Por otra parte, el diferente ritmo de desarrollo de varones y mujeres debería llevar a adaptaciones, por ejemplo, de los ritmos escolares o de las actividades en las empresas.
En lo que respecta a los rasgos psicológicos femeninos, confieso que me causa mucha desazón la literatura al uso, porque no sólo se conservan en ella a veces tópicos dudosos, sino que también se encuentran a menudo análisis imprecisos y borrosos. Aunque, desde luego, que hay una «psicología femenina» es algo que considero absolutamente indudable, por mucho que el feminismo no igualitarista se empeñe a veces en lo contrario.
Pero en realidad, quizás ciertas aproximaciones, a primera vista imprecisas y borrosas, digan más de lo que se pueda pensar. En la novela y en la poesía hay cientos de ejemplos, de abocetamiento del modo de ser femenino, de intuiciones de algunos de sus aspectos, expresados de manera indirecta, pero verdadera y significativa. Me van a permitir que ponga un ejemplo de ello:



Tú vives siempre en tus actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que tú tocas.
De tus ojos, sólo de ellos,
sale la luz que te guía
los pasos. Andas
por lo que ves. Nada más.
Y si una duda te hace
señas a diez mil kilómetros,
lo dejas todo, te arrojas
sobre proas, sobre alas
estás ya allí; con los besos,
con los dientes la desgarras:
ya no es duda.
Tú nunca puedes dudar.

Porque has vuelto los misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son esas cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu reló
y el tierno cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada día al despertar,
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya.
Y nunca te equivocaste,
Más que una vez, una noche
Que te encaprichó una sombra
–la única que te ha gustado–
Una sombra parecía.
Y la quisiste abrazar.
Y era yo.



En estos versos, que son los primeros del libro La voz a ti debida, del poeta Pedro Salinas, no hace falta decir de quién se habla. Claro que al final de este fragmento, cuando el poeta mismo se menciona como la sombra amada se tiene una confirmación. Pero no hacía falta.
Salinas comienza describiendo a la mujer, y sólo una mujer puede ser lo descrito en esos conocidos y hermosos versos. Hay rasgos existenciales característicos de la mujer, rasgos más o menos acentuados o simplificados a lo largo de la historia, pero tan constantes como, en el fondo, firmes.
Uno de esos rasgos, seguramente, está en la mayor inclinación y sensibilidad de la mujer hacia la belleza, mientras que el varón parece más dispuesto y receptivo hacia lo noble. Lo digo con términos del filósofo I. Kant, y con otros lectores de esos textos del filósofo alemán debo añadir que se trata de un modo impreciso de aludir a algo que late de verdad en el fondo del asunto, si se ponen en sus justos límites las afirmaciones correspondientes y se pulen los conceptos.
Porque desde luego no se trata de decir que la mujer «sólo tiene ojos para el valor de la belleza y el hombre sólo tenga sensibilidad o lo esencial de su sensibilidad esté, en definitiva, para el valor de lo noble en sus diversas manifestaciones»12. Pero si es verdad que «algo de esto hay», en el sentido de una espontánea preferencia en general hacia una de estas cosas.
Podría quizás cambiarse el par «belleza-nobleza» por el de «presencia- distancia», o por el par «posesión-deseo», o por «disfrute-acometimiento». Como que la mujer vive para la paz y el varón se inclina por la guerra, etc. La doctora Ana Sastre quizás se mueve en la misma dirección cuando, en términos algo afilados dice:
… el hombre concede primacía al hacer sobre el contemplar, al derecho sobre la compasión, a la idea sobre la vida. Vive luchando y luchar quiere decir también matar, destruir la vida. El principio femenino, en cambio, es de dar nueva vida, tendencia a centrar el interés en el ser humano concreto, a economizar vidas.
Claro que ello no obsta para que, en casos particulares, las inclinaciones puedan estar alteradas, como que es posible encontrar sin duda mujeres guerreras y hombres tranquilos. La primacía general de uno de los factores antagónicos suele caracterizar el fondo de la feminidad en manifestaciones muy variadas. Y esa polaridad, desde luego, puede ser causa de conflicto con el varón. Como cuando el disfrutar de una puesta de sol se enfrenta con ver un partido de fútbol: supongo que no es preciso decir en qué lado se sitúa el varón y en cuál la mujer.
Suele decirse que los chicos somos «brutos» y que las chicas son «sensibles». Por eso, la armonía en la familia, en el matrimonio, e incluso en el trabajo, requiere que, de verdad, asuman y acepten unos la sensibilidad de los otros, de modo que ambos puedan desarrollarse adecuadamente. Una forma típica de esta mutua comprensión es la que tiene lugar en el piropo, cuando el varón se manifiesta verdadera y cordialmente derrotado por la belleza de su mujer.
También se ha escrito que «la mujer tiene más desarrollado que el hombre el sentido de lo concreto: el hombre, digamos, es más abstracto»14. Por eso ha podido decir H. Bergson que
… la mujer es, respecto al hombre, el órgano de atención a la realidad.
La mujer es para el varón lo que realmente le implanta en la auténtica realidad de la vida. El hombre se perdería en divagaciones si no fuera por la mujer.
Mientras que la esposa es bien consciente de las dificultades económicas para llegar a fin de mes, el varón más fácilmente se extravía en los problemas de la política internacional. Más práctica y directa, es un contrapeso del despiste masculino. Y también aquí es preciso que el varón desarrolle la capacidad de captar las inquietudes realísimas que bullen en el alma femenina y, sobre todo, es preciso que la tome completamente en serio. Como es natural, salvada la necesaria reciprocidad. Porque una tendencia desbocada hacia lo concreto inmediato achica el horizonte vital, a la vez que un sentido ideal y universal descontrolado hace la vida imposible.
En tercer lugar, es característica de la mujer una mayor emotividad.
Lo describe con detalle un psiquiatra, J. Mª Poveda, en los siguientes términos:
Si hay especies afectivas en las que la mujer destaca son, precisamente, junto a la ya aludida de la emotividad, los sentimientos vitales, en tanto estos reflejan los modos de la relación del organismo vivo en su totalidad con el universo físico. La clínica demuestra que la cuantía de las dolencias psicosomáticas es superior en las mujeres. La mujer se siente más a menudo enferma y, correlativamente a lo apuntado, respecto de su mayor subordinación a la naturaleza, tales molestias revelan, mejor que en el hombre, la periodicidad legal de los fenómenos biológicos. La angustia, la ansiedad, la inquietud y el decaimiento, tienen en la mujer un margen de expresión física que contrasta con la prevalente elaboración racionalizadora de las mismas alteraciones en el varón. En contraste con lo dicho para los sentimientos vitales, los anímicos y espirituales ofrecen en la mujer un carácter más puntual y pasajero.
La tristeza desencadenada por una mala noticia coarta menos que en el hombre sus demás posibilidades de acción. La impresión amarga de un acontecimiento o la exaltación espiritual surgida en el trance contemplativo de una realidad valiosa embargan más el ánimo del varón.
Es verdad, reconozcámoslo, a los varones con frecuencia nos resulta dificultoso enfrentarnos con la emotividad femenina. Procuramos quizás ser más fríos, y yo creo que es porque tememos acaso emborracharnos de sentimiento. Sin embargo, el afecto de la madre y de la esposa, según sea el caso, nos son vitales. Al mismo tiempo, la mujer ha de vivir su afectividad con control y sin sensiblerías, en lo posible.
La intensa afectividad no es incompatible con la fortaleza de carácter y la firmeza de la personalidad. En esto, la historia nos ha dejado casos ejemplares y muy elocuentes de, por así decirlo, una feminidad sólidamente asentada.