En
nuestros días, como todos sabemos, se produce de vez en cuando un conflicto
entre aquellos novios que desean casarse y no consiguen ponerse de acuerdo en
si hacerlo “por la Iglesia” o “por lo civil”. Cuando dicho conflicto surge por
motivos de simple capricho personal o estética, la discusión no sólo carece de
fundamento sino que pone de manifiesto la escasa preparación de los
contrayentes para realizar un paso tan importante en sus vidas. Sin embargo,
¿qué sucede cuando el desacuerdo viene motivado por convicciones profundas en
torno a la religión y a la Iglesia?
Me refiero a aquellas
parejas de novios en las que cada uno de ellos ha recibido una formación
diametralmente opuesta en materia religiosa. El contrayente que ha vivido
siempre en un ambiente anti-eclesial se opone radicalmente a casarse por la
Iglesia ya que va en contra de su educación y sus costumbres. Por el mismo
motivo, la otra parte se niega a contraer matrimonio civilmente queriendo
mantenerse fiel a sus principios y a su vida de fe.
¿Qué sucede entonces? A
primera vista, tan sólo descubrimos dos posibilidades: 1) que uno de los dos
ceda y doblegue su voluntad a la del otro; 2) que se rompa definitivamente la
relación de ese noviazgo. No obstante, existe una tercera posibilidad que muy
pocas veces viene considerada: 3) solicitar la dispensa de la forma canónica.
He aquí la cuestión que deseo tratar ahora con más detenimiento.
En primer lugar, hemos
de preguntarnos qué es eso de la “forma canónica”.
Tal y como afirma el
actual Código de Derecho Canónico (CIC 1983) en el canon (c.) 1108, para que el
consentimiento matrimonial sea válido ha de ser manifestado por los
contrayentes según la forma canónica, es decir, ante el Obispo o el párroco (o
un delegado de ellos) y al menos ante dos testigos. La forma canónica ha de ser
observada siempre que al menos uno de los contrayentes haya sido bautizado o
recibido en la Iglesia católica (cfr. CIC 83, c. 1117). Como es sabido, desde
la promulgación del M.P. Omnium in mentem
(26-10-2009), se ha introducido una importante reforma normativa en el Código,
pues ya no reviste relevancia jurídica la separación de la Iglesia mediante
acto formal de cara a la obligación de casarse según la forma canónica.
La exigencia de la forma
canónica para la validez del matrimonio nació en el 1563 con la publicación del
capítulo Tametsi del Concilio de Trento (sess. XXIV, Decr. De
reformatione matrmonii, cap. 1). Esta disposición establece, por primera
vez en la Iglesia, una forma jurídica sustancial y exigible para la válida
celebración del matrimonio. Muchos años más tarde, sufrió algunas
modificaciones en el Decr. Ne temere (2-VIII-1907) y así fue
sustancialmente asumida por el Código de Derecho Canónico anterior (CIC 1917)
en el c. 1094 y por el Código actual en el c. 1108.
Pero, ¿qué era lo que
pretendía el Concilio de Trento con aquella disposición de 1563? ¿Por qué
exigir una forma jurídica determinada para poder casarse válidamente? El
problema que se pretendía solucionar con ello era el de los llamados
“matrimonios clandestinos”. Se trataba
de matrimonios contraídos privadamente, con la sola presencia de los
contrayentes, mediante el intercambio del consentimiento matrimonial y la posterior
consumación a través de la unión carnal de los esposos. Para entender mejor
esta cuestión hemos de remontarnos algunos siglos atrás en la historia.
Hasta los siglos XI-XII
la unión matrimonial legítima no se realizaba en un único acto jurídico, como
ocurre en cambio en nuestros días. El matrimonio era una institución gradual, a
la que se accedía a través de dos etapas:
a) La fase esponsal: son los llamados
“desposorios” o promesa de matrimonio entre el hombre y la mujer. Normalmente,
esta promesa no venía realizada por los contrayentes sino por sus padres o
tutores legales. El matrimonio era considerado como un pacto familiar y,
a veces, se llevaba a cabo cuando los que se iban a casar estaban todavía en la
cuna de los recién nacidos. A partir de ese momento, nacía un vínculo jurídico
que sellaba el compromiso de ambas familias. Aquellos niños ya se pertenecían
el uno al otro porque estaban prometidos en matrimonio y toda relación sexual
que pudieran tener en el futuro con otra persona que no fuera su prometido/a se
consideraba un adulterio.
b) La fase nupcial: es la “boda”
propiamente dicha. Llegado el tiempo establecido, se da plena ejecución al
acuerdo matrimonial estipulado precedentemente por las partes. Es el momento de
las ceremonias y los festejos nupciales: la despedida de la esposa de la casa
paterna, acompañada por la bendición del padre; la conducción de la esposa a la
casa del esposo y el inicio de la cohabitación marital. A través de la
consumación del matrimonio, los esposos manifestaban su mutuo consentimiento y
comenzaban a ser, de manera irrevocable, marido y mujer.
Ésta era la práctica
habitual y comúnmente aceptada para contraer matrimonio. Pero ¿qué pasaba
cuando, antes de la fase nupcial, alguno de los esposos no deseaba unirse con
el otro en matrimonio? ¿Y qué sucedía si, en ese período de tiempo esponsal,
realizaban una nueva promesa de amor matrimonial con otra persona –a quien
querían realmente– y consumaban el matrimonio con ella? Como he dicho
anteriormente, cuando los contrayentes no eran fieles al pacto esponsalicio
establecido por ambas familias, el único nombre para llamar a esa situación era
“adulterio”. No obstante, se reconocía que el primer pacto (entre las familias)
venía cancelado mediante la realización y consumación del segundo (entre los
esposos). De este modo, se ponía cada vez más de relieve la trascendencia y
centralidad del consentimiento de los cónyuges como causa eficiente del
matrimonio. Pero, por otra parte, se estaba olvidando otra dimensión esencial
del mismo: la dimensión festiva o comunitaria. El Concilio de Trento ayudó a
recuperar esta dimensión tan importante del matrimonio.
El matrimonio no es una
fiesta privada entre dos personas. No basta que dos personas se declaren su
amor para considerar que ya son matrimonio. Es necesario que ese compromiso se
asuma no sólo ante la otra persona y ante Dios sino también ante la Iglesia y
ante la sociedad. Como dice el c. 1057 §1: “El consentimiento lo produce el
consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas
jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir”. No
basta, por tanto, manifestar el consentimiento de cualquier forma. Es necesario
hacerlo según la forma legitimada por el Derecho Canónico, con las excepciones
previstas al caso.
En cuanto sagrada
institución creada por Dios, el matrimonio será siempre un bien público, es
decir, un bien para toda la Iglesia y para toda la humanidad. Por este motivo,
es necesario que para casarse haya de realizarse alguna ceremonia de carácter
público. Además, en todas las culturas de todos los tiempos ha existido esa
fiesta (“la boda”) celebrada con motivo de la unión entre el hombre y la mujer
para constituir una nueva familia. La Iglesia, en los primeros tiempos de su
historia, no introdujo cambios en cuanto al modo de celebrar el matrimonio.
Prácticamente, había asumido la forma de casarse que existía en cada lugar,
modificando obviamente aquellas costumbres que se oponen a la verdad revelada
sobre el matrimonio (p. ej: la poligamia). Sin embargo, el Concilio Tridentino
–por las razones expuestas– consideró necesario establecer la llamada “forma
canónica” como único modo de contraer matrimonio válido para todos los miembros
de la Iglesia católica. De este modo se responde a una doble necesidad: la de
dar al matrimonio la conveniente publicidad en el seno de la comunidad eclesial
y la de constatar la existencia de un consentimiento válido, con todos los
requisitos necesarios para ello.
Por otra parte, no hemos
de olvidar cuál es la esencia de todo matrimonio: un compromiso de amor mutuo,
exclusivo, para toda la vida y abierto a los hijos. Eso significa “casarse”,
independientemente de cuál sea la forma, el ritual o el protocolo que debe
seguirse para ello. El objetivo es, como nos dice el Concilio, crear esa “íntima comunidad conyugal de vida y amor”
(GS 48) entre el hombre y la mujer, fundada sobre el consentimiento personal e
irrevocable de los cónyuges. Se trata de un compromiso muy importante que
influye decisivamente en la vida de cada persona. Dada la trascendencia de este
compromiso, es necesario un testigo cualificado que verifique si se dan las
circunstancias necesarias para la celebración de la boda: libertad de los
contrayentes, responsabilidad, madurez, adecuada comprensión de lo que es el
matrimonio con sus características y sus fines... El clérigo que oficia la boda
tiene la misión de asistir a ella como testigo cualificado ya que los
ministros del sacramento del matrimonio son los mismos cónyuges. Esto permite
que, en casos excepcionales ya previstos por el Código, pueda asistir al
matrimonio un testigo cualificado que no esté investido del sacramento del
orden.
En definitiva, podemos
afirmar que, con la exigencia “ad validitatem” de la forma canónica, no sólo se
evitan los matrimonios clandestinos y se sabe con certeza quién está casado y
con quién, sino que se ofrecen mayores garantías para que el compromiso de los
esposos reúna los requisitos necesarios. Básicamente, los requisitos que deben
verificarse en los esposos son: la libertad, la responsabilidad o madurez, la
capacidad y la sinceridad, o lo que es lo mismo, la disposición a vivir el
matrimonio según el plan de Dios (cfr. CIC 83, cc. 1055-1058).
Ahora bien, cuando esos
requisitos se dan con claridad en aquéllos que desean casarse y existen serias
dificultades para observar la forma canónica, los contrayentes pueden solicitar
la dispensa de este requisito (c. 1127 §2) para poder contraer matrimonio
válidamente ante la autoridad civil competente. La posibilidad de conceder
dicha dispensa está reservada a la Santa Sede y tan sólo se contempla a partir
del CIC 83. Una vez concedida la dispensa, si los dos cónyuges están
bautizados, ese matrimonio celebrado en el ayuntamiento ante la autoridad civil
no sólo será válido sino que también será sacramento. Así viene respetada la
conciencia de ambos y la parte católica podrá seguir recibiendo los demás
sacramentos sin ningún problema.
Incluso es posible
solicitar ante el propio Obispo la “sanación en raíz” (c. 1161 §1) para
aquellos matrimonios celebrados sólo civilmente y que realmente desean estar
casados, no sólo ante el Estado, sino también ante Dios y ante la Iglesia.
Consiste en conceder a estos cónyuges la dispensa de la forma canónica con
efecto retroactivo, es decir, remontándose en el tiempo hasta el momento de su
“boda” en el juzgado o ayuntamiento. El resultado es que, gracias a esta
medida, el matrimonio viene sanado como si se hubiese celebrado en la iglesia
desde el primer momento, con la consecuente legitimación de la prole, y no es
necesario llevar a cabo ninguna otra ceremonia litúrgica.
Valga
este artículo como sugerencia para poner en práctica estas soluciones, cuando
se presente el caso, y así seguir abriendo el camino –a todos los que realmente
lo deseen– para el encuentro personal con Cristo mediante la participación
plena en la vida de la Iglesia.
Mons. Pedro Antonio Moreno García
Juez del Tribunal de la Rota de la
Nunciatura Apostólica en España