Para un feminismo femenino (6)


5.- Procreación
Finalmente, según lo previsto, quiero reflexionar aquí acerca de lo femenino en relación con la procreación, con la sexualidad procreativa.
He dejado este asunto para el final, y no lo he antepuesto, porque entiendo que la dimensión procreativa del ser humano y, en particular de la mujer, ha de considerarse siempre no tanto como el punto de partida en el estudio del hombre (varón y mujer), sino más bien y mejor como lugar de llegada.
Al fin y al cabo, aunque la condición sexual (genética, hormonal, gonadal o genotípica) impregna todas las dimensiones de la persona, no contiene, a mi juicio, y como ya he señalado, el sentido último de la persona humana. Dicho brevemente: el hombre no está hecho para el sexo. Es cierto, como subraya Millán-Puelles, que:
Las diferencias de sexo no son puras y simples diferencias somáticas o fisiológicas. El sexo es una realidad psicosomática e incluso espiritual.
Espiritual por repercusión, porque permite inflexiones, versiones o adiciones distintas de esa integridad que es la persona humana, como realidad espiritual, y corporal también, por supuesto.
De acuerdo con que el sexo tiene repercusiones en todos los órdenes de la persona humana. Aunque también es verdad que como dice
M. A. Monge,
El hombre es ser sexuado, pero eso no significa que apenas sea otra cosa que sexo. Esta absolutización de lo parcial, en frase de R. Allers, fue el error que cometió Freud con su doctrina del psicoanálisis.
Hay más cosas en el hombre, y cosas superiores a ella, que su sexualidad: precisamente sus prendas específicamente humanas como son la inteligencia, la voluntad, y la libertad. Dada esta estructura humana superior, la finalidad de la vida humana no reside, como en animales y plantas, en la reproducción, la manera que la especie se mantenga en la Tierra a través de una cadena sucesiva de individuos.
Sino que, capaz por su racionalidad de abarcar toda la realidad y trascender el mundo, es cada hombre, cada individuo, un fin en sí mismo, con independencia de su posible descendencia.
Esto implica, entonces, que la sexualidad está al servicio de la persona, y ello en el muy específico y concreto sentido que se debe integrar en los fines superiores de la razón. Precisamente, eso es lo que se conoce exactamente con el nombre, hoy por lo común ridiculizado, de castidad. Lo que tradicionalmente se designa con esta palabra significa, con toda precisión, que la sexualidad está al servicio de la persona.
Conviene recordar esto porque, en materia de sexualidad, fácilmente se produce un enfrentamiento o colisión entre lo que la razón debe y quiere desear y lo que desean las pasiones, inducidas además por la influencia externa y el clima creado por las costumbres. No interesa lo que en este campo se puede desear. Que es cosa, por lo demás, simple e inmediato, a saber, placer y satisfacción. La cuestión realmente interesante es qué desea, en este orden de cosas, un hombre (varón o mujer) auténtico.
Así resulta de inmediato una idea que el profesor Melendo gusta subrayar, con todo acierto. Y es que la sexualidad tiene sentido humano sólo cuando constituye una entrega personal. El fugaz acto sexual es, por sí sólo, incapaz de tener un sentido humano total. Por el contrario, entendido como acto fecundo y personal, ha de ser ineludiblemente, un gesto fugaz, ciertamente, integrado en una entrega personal, es decir, de dos singularidades en un marco indefinido de duración. Lo diré en términos tradicionales. La sexualidad humana tiene valor positivo cuando se enmarca en el matrimonio, esto es, la entrega mutua indefinida de un varón y una mujer. Es entonces cuando los gestos corporales y la sensibilidad más material son lenguaje libre de espíritus personales. Su resultado natural ordinario son los hijos. Los cuales, como personas, y no simples ejemplares de antropoides, son engendrados tanto en el cuerpo como en su vida. La sexualidad está en el origen de la educación y del hogar. Ni la maternidad ni la paternidad terminan con el parto.
Esta solidaridad permanente entre varón y mujer en el matrimonio, junto a los hijos en el caso de haberlos, funda un hogar. Este es uno de los conceptos más importantes relativos a la existencia humana. El hogar viene a ser el lugar en el que se funda la existencia de cada hombre, la raíz de su vida. Una vida sin hogar es una vida desarraigada.
Pero tengamos cuidado con esta idea, porque ciertamente hay hogares y puede haber simulacro de hogares.
El feminismo emancipatorio ha procurado alejar a la mujer del hogar y la ha lanzado al mundo económico y profesional, pero en tal modo que el hogar era cárcel y la vida profesional liberación. Ciertamente el hogar puede ser el lugar de la alienación, el resultado del encerramiento en el que se anula la personalidad de la mujer, o en el que ella misma se ha metido porque hace de su vida algo subordinado y sometido al varón. También es cierto que las modernas condiciones de vida, según las cuales cada casa viene a ser un mundo pequeño y aislado, hacen fácilmente oprimente la dedicación femenina a la vida doméstica. Lo cual se combina, por otro lado, con que los varones poco o nada colaboran en las tareas domésticas y, en general, muestran desinterés por lo relativo al hogar. Para ellos, en ocasiones la casa es un hotel.
Sin embargo, se organice luego como se organice la vida familiar, según las múltiples y variadas circunstancias de cada caso, permanece en pie la verdad incuestionable de que el papel de la mujer en el hogar es insustituible. Esto merece reconocimiento y apoyo. Al fin y al cabo, el hogar propio es el lugar originario de la libertad de cada hombre, un núcleo de resistencia al dominio de unos hombres sobre otros, escuela de humanidad y fundamento sólido de la sociedad. Que Dios pague a las mujeres sus desvelos en el hogar.
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Termino aquí mi intervención. Comencé con una anécdota personal.
Pienso que el varón es hoy un hombre enfermo. Lo está también la mujer a pesar del movimiento de emancipación femenina. Se cumple la ley de que la humanidad se compone de varones y mujeres.
Ninguno puede vivir de espaldas al otro, ninguno puede alcanzar sus metas contra el otro. Un buen feminismo requiere un correcto masculinismo.