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Procreación
Finalmente, según lo
previsto, quiero reflexionar aquí acerca de lo femenino en relación con la
procreación, con la sexualidad procreativa.
He dejado este asunto
para el final, y no lo he antepuesto, porque entiendo que la dimensión
procreativa del ser humano y, en particular de la mujer, ha de considerarse
siempre no tanto como el punto de partida en el estudio del hombre (varón y
mujer), sino más bien y mejor como lugar de llegada.
Al fin y al cabo, aunque
la condición sexual (genética, hormonal, gonadal o genotípica) impregna todas
las dimensiones de la persona, no contiene, a mi juicio, y como ya he señalado,
el sentido último de la persona humana. Dicho brevemente: el hombre no está
hecho para el sexo. Es cierto, como subraya Millán-Puelles, que:
Las diferencias de sexo no son puras y
simples diferencias somáticas o fisiológicas. El sexo es una realidad
psicosomática e incluso espiritual.
Espiritual por repercusión, porque
permite inflexiones, versiones o adiciones distintas de esa integridad que es
la persona humana, como realidad espiritual, y corporal también, por supuesto.
De acuerdo con que el
sexo tiene repercusiones en todos los órdenes de la persona humana. Aunque
también es verdad que como dice
M. A. Monge,
El hombre es ser sexuado, pero eso no
significa que apenas sea otra cosa que sexo. Esta absolutización de lo parcial,
en frase de R. Allers, fue el error que cometió Freud con su doctrina del
psicoanálisis.
Hay más cosas en el
hombre, y cosas superiores a ella, que su sexualidad: precisamente sus prendas
específicamente humanas como son la inteligencia, la voluntad, y la libertad.
Dada esta estructura humana superior, la finalidad de la vida humana no reside,
como en animales y plantas, en la reproducción, la manera que la especie se mantenga
en la Tierra a través de una cadena sucesiva de individuos.
Sino que, capaz por su
racionalidad de abarcar toda la realidad y trascender el mundo, es cada hombre,
cada individuo, un fin en sí mismo, con independencia de su posible
descendencia.
Esto implica, entonces,
que la sexualidad está al servicio de la persona, y ello en el muy específico y
concreto sentido que se debe integrar en los fines superiores de la razón.
Precisamente, eso es lo que se conoce exactamente con el nombre, hoy por lo
común ridiculizado, de castidad. Lo que tradicionalmente se designa con esta
palabra significa, con toda precisión, que la sexualidad está al servicio de la
persona.
Conviene recordar esto
porque, en materia de sexualidad, fácilmente se produce un enfrentamiento o
colisión entre lo que la razón debe y quiere desear y lo que desean las
pasiones, inducidas además por la influencia externa y el clima creado por las
costumbres. No interesa lo que en este campo se puede desear. Que es cosa, por
lo demás, simple e inmediato, a saber, placer y satisfacción. La cuestión realmente
interesante es qué desea, en este orden de cosas, un hombre (varón o mujer)
auténtico.
Así resulta de inmediato
una idea que el profesor Melendo gusta subrayar, con todo acierto. Y es que la
sexualidad tiene sentido humano sólo cuando constituye una entrega personal. El
fugaz acto sexual es, por sí sólo, incapaz de tener un sentido humano total.
Por el contrario, entendido como acto fecundo y personal, ha de ser
ineludiblemente, un gesto fugaz, ciertamente, integrado en una entrega personal,
es decir, de dos singularidades en un marco indefinido de duración. Lo diré en
términos tradicionales. La sexualidad humana tiene valor positivo cuando se
enmarca en el matrimonio, esto es, la entrega mutua indefinida de un varón y
una mujer. Es entonces cuando los gestos corporales y la sensibilidad más
material son lenguaje libre de espíritus personales. Su resultado natural
ordinario son los hijos. Los cuales, como personas, y no simples ejemplares de
antropoides, son engendrados tanto en el cuerpo como en su vida. La sexualidad
está en el origen de la educación y del hogar. Ni la maternidad ni la
paternidad terminan con el parto.
Esta solidaridad
permanente entre varón y mujer en el matrimonio, junto a los hijos en el caso
de haberlos, funda un hogar. Este es uno de los conceptos más importantes
relativos a la existencia humana. El hogar viene a ser el lugar en el que se
funda la existencia de cada hombre, la raíz de su vida. Una vida sin hogar es
una vida desarraigada.
Pero tengamos cuidado con
esta idea, porque ciertamente hay hogares y puede haber simulacro de hogares.
El feminismo
emancipatorio ha procurado alejar a la mujer del hogar y la ha lanzado al mundo
económico y profesional, pero en tal modo que el hogar era cárcel y la vida
profesional liberación. Ciertamente el hogar puede ser el lugar de la
alienación, el resultado del encerramiento en el que se anula la personalidad
de la mujer, o en el que ella misma se ha metido porque hace de su vida algo
subordinado y sometido al varón. También es cierto que las modernas condiciones
de vida, según las cuales cada casa viene a ser un mundo pequeño y aislado,
hacen fácilmente oprimente la dedicación femenina a la vida doméstica. Lo cual
se combina, por otro lado, con que los varones poco o nada colaboran en las
tareas domésticas y, en general, muestran desinterés por lo relativo al hogar.
Para ellos, en ocasiones la casa es un hotel.
Sin embargo, se organice
luego como se organice la vida familiar, según las múltiples y variadas
circunstancias de cada caso, permanece en pie la verdad incuestionable de que
el papel de la mujer en el hogar es insustituible. Esto merece reconocimiento y
apoyo. Al fin y al cabo, el hogar propio es el lugar originario de la libertad
de cada hombre, un núcleo de resistencia al dominio de unos hombres sobre otros,
escuela de humanidad y fundamento sólido de la sociedad. Que Dios pague a las mujeres
sus desvelos en el hogar.
* * *
Termino aquí mi
intervención. Comencé con una anécdota personal.
Pienso que el varón es
hoy un hombre enfermo. Lo está también la mujer a pesar del movimiento de
emancipación femenina. Se cumple la ley de que la humanidad se compone de
varones y mujeres.
Ninguno puede vivir de
espaldas al otro, ninguno puede alcanzar sus metas contra el otro. Un buen
feminismo requiere un correcto masculinismo.