Las misiones católicas (1)


1.      El Espíritu Santo y los misioneros

En la difusión del Reino de Cristo por el mundo ocupan un lugar preferente los misioneros y los contemplativos. No es, pues, casualidad que los Patronos de las misiones católicas sean San Francisco de Javier y Santa Teresa del Niño Jesús. Los contemplativos en la oración y en la vida penitente de sus monasterios, y los misioneros al extremo de las fronteras visibles de la Iglesia, unidos a toda la comunión eclesial, cumplen bajo la acción del Espíritu Santo una misión grandiosa. Acrecientan de día en día el Cuerpo místico de Jesús.

No es raro, pues, que unos y otros, contemplativos y misioneros, sean muy especialmente amados por todo el pueblo cristiano. Hacia los misioneros, concretamente, sentimos todos gratitud, admiración, amor profundo, y llevándolos siempre en el corazón, siempre hemos de orar por ellos, ayudándoles también con nuestros sacrificios y donativos.

En las preces litúrgicas de Laudes, Misa y Vísperas, recordemos con frecuencia a quienes están entregando sus vidas para la gloria de Dios y la salvación presente y eterna de los hombres. Dios bendiga y guarde a nuestros misioneros, y el Espíritu Santo haga fructificar todos sus trabajos, que a veces están tan poco ayudados, tan dificultados, y que con frecuencia son duros y fatigosos. El Señor, que les ha enviado, esté siempre con ellos, y sea su fuerza, su paz y su alegría.

Los misioneros son hombres católicos, es decir, universales, y son hombres del Espíritu Santo. Por eso Juan Pablo II, en su encíclica misional Redemptoris missio, de 1990, hace notar que en los Evangelios «las diversas formas del “mandato misionero” tienen puntos comunes y también acentuaciones características. Dos elementos, sin embargo, se hallan en todas las versiones. Ante todo, la dimensión universal de la tarea confiada a los Apóstoles: “a todas las gentes” (Mt 28,19); “por todo el mundo... a toda la creación” (Mc 16,15); “a todas las naciones” (Hch 1,8). En segundo lugar, la certeza dada por el Señor de que en esa tarea ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar su misión. En esto está la presencia y el poder del Espíritu, y la asistencia de Jesús: “ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos” (Mc 16,20)» (23).

(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)

Revestíos de las armas de Dios (2)

2. La consagración a María

Desde el principio Dios Padre ya pensó en María como Madre de su Hijo y Madre de la Iglesia,[1] la eligió y la consagró: antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado (Jr 1, 5). La Santísima Virgen respondió a esta elección divina con el sí de la Anunciación, aceptando ser toda de Dios, su esclava, en obediencia plena a la ley fundamental dada por Dios a Israel: Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy (Dt 6, 4-6). Podríamos decir que ese “sí” fue el acto de consagración de la Virgen María a Dios, entendiéndolo como la aceptación de la consagración que Dios había hecho de ella: María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente (LG 56).

Este servicio de María no es otro que el ya mencionado de mediar con su intercesión para la obtención y fortalecimiento de la gracia. Por eso, debemos afirmar con rotundidad que la gracia regeneradora del bautismo, por la que quedamos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm 6, 11), antes de ser derramada sobre nuestra alma, es engendrada en el corazón de la Virgen María, nube de la que proviene la lluvia bautismal; ella, que concibió a Cristo en sus purísimas entrañas, sigue ejerciendo su maternidad dando vida a una infinidad de hijos. Así, éstos no sólo quedamos por el bautismo consagrados para Dios en Cristo Jesús -como se significa en la unción del neófito con el sagrado crisma-, sino consagrados también a la Madre que ha intercedido en favor nuestro diciéndole a su Hijo: No tienen vino (Jn 2, 3).

La consagración bautismal debe ser expresada en su plenitud con la entrada en la edad madura espiritual, que es lo que se significa en la confirmación, “pues en este sacramento se da la plenitud del Espíritu Santo para el robustecimiento espiritual, que es el propio de la edad madura”.[2] ¿No podríamos decir otro tanto de la consagración a María? Son muchos los maestros espirituales que la recomiendan, entre los que destaca san Luis María Grignion de Montfort, quien explica que la naturaleza de esta consagración “consiste en darse todo por entero, como esclavo, a María y a Jesús por ella; y, además, en hacer todas las cosas por María, con María, en María y para María”.[3] Es lo que han realizado a lo largo de la historia de la Iglesia incontables cristianos, comenzando por el evangelista san Juan, quien desde aquella hora –esto es, desde que Cristo crucificado dijera a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, y luego a él: “Ahí tienes a tu madre”- ... la acogió en su casa (Jn 19, 26-27).

Y conviene citar ahora también a aquellos cruzados que en siglo XII deciden vivir como ermitaños en el monte Carmelo consagrándose a María, como en aquella época los vasallos a su señor: “En la misma parte occidental de la montaña –se escribe en una guía de peregrinos de principios del siglo XIII-, hay un lugar muy bello y delicioso, en donde habitan los ermitaños latinos que se llaman Hermanos del Carmelo. En él han construido una pequeña iglesia a nuestra Señora”.[4] Y por esta elección la nueva Orden quedaba consagrada del todo a la Santísima Virgen, como lo confirman, entre otros muchos documentos, las constituciones del Capítulo General de Barcelona en 1324: “En el Monte Carmelo construyeron nuestros padres una iglesia en honor de la Bienaventurada Virgen María, de la que eligieron el título; y es por lo que después, siempre fueron denominados Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”.[5]



[1] Pablo VI, Discurso María, Madre de la Iglesia (21 de noviembre de 1964, sesión de clausura de la tercera etapa conciliar).
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.72, a.2 in c.
[3] San Luis María Grignion de Montfort, El secreto de María p.2ª n.28.
[4] Cfr. C. Kopp, Elías und Christentum auf dem Karmel, Padeborn, 1929, p.108.
[5] Cfr. B. Zimmerman, Monumenta historica carmelitana, Lerins, 1907, p.20.

Revestíos de las armas de Dios (1)


El Escapulario del Carmen, memorial de las virtudes marianas

La Santísima Virgen María ha querido revestir a sus hijos con su propio hábito, el Escapulario del Carmen, para así proteger la vida de gracia que nos fue infundida en el bautismo. Más aún, por este hábito María promueve en sus hijos el fortalecimiento de la vida sobrenatural por medio de las virtudes, que tan admirablemente brillaron en ella. Por eso al cubrir nuestra desnudez con su vestido nos exhorta a que imitemos sus mismas virtudes, diciéndonos: revestíos de las armas de Dios (Ef 10, 11).

1. La intercesión de María en orden a la salvación y la santificación

Hay una nube como la palma de un hombre, que sube del mar (I Re 18, 44). Había encargado el profeta Elías a su criado que oteara en el horizonte, desde la cima del monte Carmelo. Poco después anunciaba éste al profeta la presencia de una pequeña nube; en breve el cielo se cubría por completo y una copiosa lluvia terminaba con la persistente sequía que había asolado Israel durante tres años. En esta nube contemplada desde el Carmelo han reconocido muchos autores sagrados un signo de la Santísima Virgen María, pues si la nube trajo la lluvia que libró a Israel de la sequía, María nos trajo al Salvador, cuya lluvia de gracias puso fin al seco desierto del pecado. “En la cumbre del Carmelo –escribe Torras i Bages-, Elías, el heroico propagador de la unidad de Dios, ya vio en María la fuente y el principio de todas las gracias que el linaje humano necesita; vio que Ella sería la que fertilizaría y haría fructificar toda la tierra; vio la pequeña nubecilla que salía del mar y llevaba en su seno la lluvia generosa que apagaría la sed de la tierra seca y estéril; y la nube era María, destinada por el Eterno a enviar al mundo el agua de la gracia celestial, sin la cual se agota la vida espiritual de los hombres”.[1]

Fue una mujer la que ofreció con sus propias manos a Adán la manzana que cerró las puertas del paraíso. Y quiso Dios asimismo poner el fruto de la redención en manos de una mujer, nueva Eva, como estaba anunciado ya desde antiguo: Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3, 15). Profecía que se cumplió cuando una virgen de Nazaret respondió con un sí al anuncio del ángel: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Por esta mujer se abrían de nuevo para los hombres las puertas a la vida divina, a la vida de gracia, que nos hace hijos de Dios: al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Ga 4, 4-5). Y esta mujer que dio a luz al que nos hizo hijos de Dios es María, la madre de Dios.

Por esta maternidad divina, María entra a formar parte del mismo orden hipostático, alcanzando “cierta dignidad infinita”.[2] Su desposorio con el Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra (Lc 1, 35) para formar en su seno al Verbo encarnado, es indisoluble, de manera que hoy sigue colaborando con su divino esposo para engendrar espiritualmente por la gracia nuevos hijos de Dios y para fortalecer esta vida divina hasta conducirnos hasta el “monte de la salvación, Jesucristo nuestro Señor”.[3] La maternidad divina asocia, pues, a la Santísima Virgen a toda la misión redentora y santificadora de Jesucristo, convirtiéndola en “medianera de todas las gracias ante Dios”;[4] mediación que realiza por medio de la intercesión, de la oración suplicante por sus hijos, a los que su amor de madre no permite olvidar: Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna (LG 62).

Aquella nube que trajera la lluvia a Israel desde la montaña del Carmelo sigue, pues, en nuestros días regando las almas de los pecadores con la gracia que desborda de su corazón “y con la lluvia de sus oraciones fertiliza la tierra de la Iglesia”.[5]


[1] José Torras i Bages, L’etern rosari.
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.25, a.6 ad 4.
[3] Misal romano, Oración colecta de la misa en honor de la Virgen del Carmen, 16 de julio.
[4] Pío XI, Inter sodalicia.
[5] Hugo de san Caro, Opera omnia, T.I., Venecia, 1703, p.170.

Rosario por España


De momento Murcia, Sevilla y Madrid, el día 12 de cada mes


Levanto los ojos a los montes:
¿de dónde me vendrá el auxilio? (Sal 120, 1)


España vive una situación extremadamente difícil. O Dios le ayuda, o termina muy mal. Hay que hacer muchas cosas buenas y constructivas, esmerarse en lo bueno y no desesperar, pero lo más importante para los cristianos es implorar la ayuda al único que puede darla.

En este año de la fe, en el cual se concederán indulgencias plenarias por asistir en los actos de testimonio público de la fe organizados por las distintas diócesis, me parece elogiable que un grupo de católicos decida haga sencillamente esto: implorar al Señor en una plaza pública.

Me llegó el aviso por correo el mes pasado y pensé: iré aunque fuéramos dos o tres. Para mi sorpresa una cien personas más o menos asistieron al acto. Sin exageraciones, breve, conciso y claro. Todo se desarrollo con normalidad y serenidad, entrañable y acogedor, en 25 minutos. Con mucho gusto repetiré cada vez que pueda.
 
La iniciativa empezó en Murcia, pero ya veo que lo mismo se anuncia en Sevilla y Madrid.

No ha sido coser y cantar para organizarlo, ha costado su trabajo, pero lo más importante es que la gente a respondido. Muchos preguntaron: “¿esto se va a repetir?” Pues va a ser que sí. Y si va tener lugar en su localidad, tal vez dependa de usted.

Copio del Rosario por España:

CINCO MISTERIOS POR CINCO CAUSAS.

 
Cada misterio del Rosario se ofrecerá por una necesidad específica de nuestro país:

 
1º Misterio: Por la conversión de España, de sus gobernantes y jueces, para que las leyes defiendan los Derechos de Dios en nuestra Patria, como mejor garantía de los verdaderos derechos del hombre.
2º Misterio:º- Por el fin del aborto y de toda la legislación que atenta contra la Familia, y contra la Vida desde su concepción hasta el fin natural de la misma. 
3º Misterio:- Por la unidad y la paz de España, y por la conversión de los que quieren romper esta “Tierra de María”; por la Juventud Española para que, libre de prejuicios, descubra la grandeza histórica de nuestra Patria.
4º Misterio:- Para que el aumento de la Fe Católica en España traiga consigo el fin de la crisis económica, y a nadie le falte el sustento y una vivienda digna.
5º Misterio:- Por el Clero Español, en sus sacerdotes y obispos, y por las almas consagradas para que, fieles a su vocación, sean testigos del Evangelio y pilares de la Tradición Católica de nuestro Pueblo; y para que promuevan la Consagración  a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. 


“EN EL ROSARIO ESTÁ CIFRADA LA SALVACIÓN DE ESPAÑA“. San Antonio Mª Claret

Milenko Bernardic

El milagro de los monos literatos



Quisiera plantear brevemente una idea que encontré en un libro del filósofo católico Claude Tresmontant, cuyo objetivo es refutar estadísticamente la teoría de que la causa de la evolución biológica es el azar. Dice Tresmontant que sostener esa teoría es creer en "el milagro de los monos literatos".
Supongamos que un mono inmortal ha sido adiestrado para escribir a máquina. Como no es inteligente, la mayor parte del tiempo escribirá cosas sin ningún sentido. Sin embargo, según el cálculo de probabilidades, después de un período de tiempo suficientemente largo, el mono acabará por escribir, por puro azar, una novela, por ejemplo "El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha".
Pero hay dos graves dificultades:
  • En primer lugar, la bajísima frecuencia de aciertos. Por cada éxito (o palabra inteligible) habría una multitud innumerable de fracasos ("palabras" ininteligibles).
  • En segundo lugar, el larguísimo tiempo requerido. Sólo para escribir la primera frase del Quijote nuestro buen mono necesitaría muchos siglos de intentos fallidos; y para escribir toda la obra precisaría un tiempo inconcebiblemente prolongado.
Una evolución biológica guiada sólo por el azar se parece mucho a la tarea de este mono literato. Cada mutación genética aleatoria se asemeja a la escritura de una letra elegida al azar. La transformación de una especie viable en otra especie viable diferente se asemeja a la escritura completa de una formidable obra literaria. Implica una sucesión enorme de mutaciones y un lapso de tiempo suficientemente largo entre cada par de mutaciones, para permitir el funcionamiento del mecanismo de selección natural.
Ahora bien, si la evolución biológica funcionara de este modo, debería producir una inmensa cantidad de "basura biológica" (con este término nos referimos a plantas o animales defectuosos, no a personas) equivalente a la "basura literaria" que produciría el mono en cuestión. Por cada ser vivo normal debería haber trillones de monstruos: aves sin cabeza, mamíferos de tres o cinco patas, peces con plumas, etc. Pero en realidad no es así. Tanto en el origen de cada especie como en el de cada individuo, la evolución avanza de acierto en acierto, de invención genial en invención genial, como dirigida por la mano maestra de un artista supremo. Cada especie es una maravilla en sí misma, y cada órgano de cada especie, y cada función de cada órgano de cada especie, etc.
Además, si la evolución biológica estuviera dirigida sólo por el azar, habría llevado trillones de años alcanzar un solo resultado coherente (una nueva especie viable), puesto que habría que "escribir" aleatoriamente una sucesión de millones de mutaciones aleatorias magníficamente coordinadas entre sí.
Multiplicar los monos literatos no resuelve el problema. En efecto, cuanto mayor sea la cantidad de monos, menor será el tiempo requerido para escribir por azar una gran obra literaria; pero, a igual tiempo, una mayor cantidad de monos producirá una mayor cantidad de "basura literaria". La multiplicación de los monos resuelve una de las dos objeciones, pero al precio de hacer insoluble la restante.
En esta teoría los números simplemente "no cierran".
Conclusión: La evolución biológica no es guiada sólo por el azar, sino que es la ejecución de un diseño inteligente. Es la creación misma, desarrollándose ante nuestros ojos. No es tanto "la evolución creadora", como decía el filósofo Henri Bergson (convertido al catolicismo al final de sus días), cuanto "la creación evolutiva".
Negar esto implica acumular milagro de mono literato sobre milagro de mono literato en una sucesión vertiginosa de improbabilidades cada vez más inadmisibles.
Aceptarlo significa entrever la sabiduría de la obra creadora de Dios.
                                                 

                                                        Daniel Iglesias Grèzes

                            
  (Artículo extraído con licencia de la página 
http://www.feyrazon.org)

Probar la existencia de Dios


Resulta chocante cierta crítica a las pruebas de la existencia de Dios (en particular, a las Cinco Vías de Santo Tomás) que las descalifica, no por falta de rigor de los argumentos o por error en las premisas, sino por su incapacidad de convencimiento. Tan escuetas y tan frías, se piensa que no tienen fuerza, aunque sean verdaderas, para conseguir la conversión de los corazones. Se alega que, de hecho, no han conseguido nunca convencer a ningún ateo.- Lo chocante de esa crítica es que se desentiende de si esas pruebas son verdaderas o falsas.

Se interesa por la eficacia dialéctica de las pruebas, por su eficacia «emocional», y prescinde, por irrelevante, del valor «intelectual» de las Vías o de cualesquiera «demostraciones». Como si el valor de un bolígrafo dependiera de su elegancia al margen de sin escribe o no escribe. Se dirá: al fin y el cabo, ¿qué hay que pedir a una prueba, sino que pruebe, es decir, que convenza? Como si una demostración tuviera que ser necesaria e inevitable, hasta el extremo de no dejar escapatoria ninguna. Como el piano que cae de la azotea y aplasta al paseante. Una prueba sólo lo es si es tumbativa.

La crítica en cuestión no duda de la verdad de las pruebas. Ni se lo plantea. Pero distingue entre esa verdad y su eficacia. Piensa que una cosa es que algo sea verdadero, y otra muy distinta es que la gente se convenza inequívocamente de ello. Además, por lo general esa distinción se toma como correlativa de la que hay entre razón y fe, o entre razón y sentimiento o vivencia. Una vez abierta la brecha, todo vale. Así, uno es el «dios de la razón» (por ejemplo, el «mecánico» Motor Inmóvil o el «pesado» Ser Necesario) y otro el «dios del corazón»: éste, el verdadero, el auténtico, el próximo y vital, el de la fe, el de la emoción y la intimidad.

Quizás pueda alguien por este camino encontrar la verdad acerca de Dios. Pero no porque al cabo de este camino se encuentre el verdadero Dios, sino más bien por casualidad y de una manera imperfecta y débil. Porque hay un vicio de origen que condiciona lo que al final se pueda encontrar. Es que, desde el principio, se ha dejado de lado la verdad. No se busca lo verdadero, sino lo satisfactorio. Lo que consuela, lo que alegra, lo que «llena». Las únicas pruebas de la existencia de Dios que prueban de verdad y auténticamente, son esas tan complicadas que aparecen en los libros de filosofía y teología. Como esas Cinco Vías de Santo Tomás. Son pruebas rigurosas y científicas. Y si algo es una prueba, prueba.

El caso es que las pruebas no son el camino ordinario de acceso a Dios para la inmensa mayoría de los hombres. Y es en esto en lo que acierta la aludida crítica. Una cosa es el acceso a Dios de la mayoría de los hombres y otra la ciencia que sobre Dios pueda alcanzarse. No se deben pedir peras al olmo. Quien busque en la metafísica el arranque de la religión confunde el tocino con la velocidad.

Ahora bien, no es cierto que la ciencia es lo racional y la no ciencia es lo irracional. La ciencia es una modalidad de las diversas de que dispone la razón humana para alcanzar la verdad. No es la ciencia la única forma como la razón humana pueda encontrarse con la verdad. La mayor parte de las ocasiones los hombres vivimos apoyándonos, no en la exigentísima evidencia científica, sino en otras evidencias. Una es, por ejemplo, la de la fiabilidad del testimonio de otros hombres. Lo importante es encontrar la verdad, acertar en lo correcto, sea cual sea el camino. No es verdad que sólo lo científicamente probado es lo verdadero y lo racional. Todo lo contrario, es una reivindicación de la razón la de que no se debe ser en todo y siempre científico.

La mayoría de los hombres aceptamos la existencia de Dios por testimonio de otros hombres. Se habla, en esto, de «presión social». Estas inercias sociales no son irracionales, porque no son ciegas y no son meramente afectivas. Se apoyan en certezas razonables. Quizás pueda llegarse a creer en absurdos, porque no se ha creído absurdo creer a quienes los transmiten. Así  que, en resumidas cuentas, el problema del secularismo ateo no es un problema únicamente metafísico, sino que es primeramente un problema de confianza entre los hombres.