2. La consagración a María
Desde el principio Dios Padre ya pensó en María como Madre
de su Hijo y Madre de la Iglesia,[1]
la eligió y la consagró: antes de haberte formado yo en el seno materno, te
conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado (Jr 1, 5). La
Santísima Virgen respondió a esta elección divina con el sí de la Anunciación,
aceptando ser toda de Dios, su esclava, en obediencia plena a la ley
fundamental dada por Dios a Israel: Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas
palabras que yo te dicto hoy (Dt 6, 4-6). Podríamos decir que ese
“sí” fue el acto de consagración de la Virgen María a Dios, entendiéndolo como
la aceptación de la consagración que Dios había hecho de ella: María, hija
de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al
abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad
salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y
a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con
Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente (LG 56).
Este servicio de María no es otro que el ya mencionado de
mediar con su intercesión para la obtención y fortalecimiento de la gracia. Por
eso, debemos afirmar con rotundidad que la gracia regeneradora del bautismo,
por la que quedamos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm
6, 11), antes de ser derramada sobre nuestra alma, es engendrada en el
corazón de la Virgen María, nube de la que proviene la lluvia bautismal; ella,
que concibió a Cristo en sus purísimas entrañas, sigue ejerciendo su maternidad
dando vida a una infinidad de hijos. Así, éstos no sólo quedamos por el
bautismo consagrados para Dios en Cristo Jesús -como se significa en la
unción del neófito con el sagrado crisma-, sino consagrados también a la Madre
que ha intercedido en favor nuestro diciéndole a su Hijo: No tienen vino (Jn
2, 3).
La consagración bautismal debe ser expresada en su
plenitud con la entrada en la edad madura espiritual, que es lo que se
significa en la confirmación, “pues en este sacramento se da la plenitud del
Espíritu Santo para el robustecimiento espiritual, que es el propio de la edad
madura”.[2]
¿No podríamos decir otro tanto de la consagración a María? Son muchos los
maestros espirituales que la recomiendan, entre los que destaca san Luis María
Grignion de Montfort, quien explica que la naturaleza de esta consagración
“consiste en darse todo por entero, como esclavo, a María y a Jesús por ella;
y, además, en hacer todas las cosas por María, con María, en María y para
María”.[3]
Es lo que han realizado a lo largo de la historia de la Iglesia incontables
cristianos, comenzando por el evangelista san Juan, quien desde aquella hora
–esto es, desde que Cristo crucificado dijera a su madre: “Mujer, ahí
tienes a tu hijo”, y luego a él: “Ahí tienes a tu madre”- ... la
acogió en su casa (Jn 19, 26-27).
Y conviene citar ahora también a aquellos cruzados que en
siglo XII deciden vivir como ermitaños en el monte Carmelo consagrándose a
María, como en aquella época los vasallos a su señor: “En la misma parte
occidental de la montaña –se escribe en una guía de peregrinos de principios
del siglo XIII-, hay un lugar muy bello y delicioso, en donde habitan los
ermitaños latinos que se llaman Hermanos del Carmelo. En él han construido una
pequeña iglesia a nuestra Señora”.[4]
Y por esta elección la nueva Orden quedaba consagrada del todo a la Santísima
Virgen, como lo confirman, entre otros muchos documentos, las constituciones
del Capítulo General de Barcelona en 1324: “En el Monte Carmelo construyeron
nuestros padres una iglesia en honor de la Bienaventurada Virgen María, de la
que eligieron el título; y es por lo que después, siempre fueron denominados
Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”.[5]
[1]
Pablo VI, Discurso María, Madre de la Iglesia (21 de noviembre de 1964,
sesión de clausura de la tercera etapa conciliar).
[2]
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.72, a.2 in c.
[3]
San Luis María Grignion de Montfort, El secreto de María p.2ª n.28.
[4] Cfr. C. Kopp, Elías und
Christentum auf dem Karmel, Padeborn, 1929, p.108.
[5]
Cfr. B. Zimmerman, Monumenta historica carmelitana, Lerins, 1907, p.20.