Resulta chocante cierta crítica a las pruebas de la
existencia de Dios (en particular, a las Cinco Vías de Santo Tomás) que las
descalifica, no por falta de rigor de los argumentos o por error en las
premisas, sino por su incapacidad de convencimiento. Tan escuetas y tan frías,
se piensa que no tienen fuerza, aunque sean verdaderas, para conseguir la
conversión de los corazones. Se alega que, de hecho, no han conseguido nunca convencer
a ningún ateo.- Lo chocante de esa crítica es que se desentiende de si esas
pruebas son verdaderas o falsas.
Se interesa por la eficacia dialéctica de las pruebas, por
su eficacia «emocional», y prescinde, por irrelevante, del valor «intelectual»
de las Vías o de cualesquiera «demostraciones». Como si el valor de un
bolígrafo dependiera de su elegancia al margen de sin escribe o no escribe. Se
dirá: al fin y el cabo, ¿qué hay que pedir a una prueba, sino que pruebe, es
decir, que convenza? Como si una demostración tuviera que ser necesaria e
inevitable, hasta el extremo de no dejar escapatoria ninguna. Como el piano que
cae de la azotea y aplasta al paseante. Una prueba sólo lo es si es tumbativa.
La crítica en cuestión no duda de la verdad de las pruebas.
Ni se lo plantea. Pero distingue entre esa verdad y su eficacia. Piensa que una
cosa es que algo sea verdadero, y otra muy distinta es que la gente se convenza
inequívocamente de ello. Además, por lo general esa distinción se toma como correlativa
de la que hay entre razón y fe, o entre razón y sentimiento o vivencia. Una vez
abierta la brecha, todo vale. Así, uno es el «dios de la razón» (por ejemplo,
el «mecánico» Motor Inmóvil o el «pesado» Ser Necesario) y otro el «dios del
corazón»: éste, el verdadero, el auténtico, el próximo y vital, el de la fe, el
de la emoción y la intimidad.
Quizás pueda alguien por este camino encontrar la verdad
acerca de Dios. Pero no porque al cabo de este camino se encuentre el verdadero
Dios, sino más bien por casualidad y de una manera imperfecta y débil. Porque
hay un vicio de origen que condiciona lo que al final se pueda encontrar. Es
que, desde el principio, se ha dejado de lado la verdad. No se busca lo
verdadero, sino lo satisfactorio. Lo que consuela, lo que alegra, lo que
«llena». Las únicas pruebas de la existencia de Dios que prueban de verdad y
auténticamente, son esas tan complicadas que aparecen en los libros de
filosofía y teología. Como esas Cinco Vías de Santo Tomás. Son pruebas
rigurosas y científicas. Y si algo es una prueba, prueba.
El caso es que las pruebas no son el camino ordinario de
acceso a Dios para la inmensa mayoría de los hombres. Y es en esto en lo que
acierta la aludida crítica. Una cosa es el acceso a Dios de la mayoría de los
hombres y otra la ciencia que sobre Dios pueda alcanzarse. No se deben pedir
peras al olmo. Quien busque en la metafísica el arranque de la religión
confunde el tocino con la velocidad.
Ahora bien, no es cierto que la ciencia es lo racional y la
no ciencia es lo irracional. La ciencia es una modalidad de las diversas de que
dispone la razón humana para alcanzar la verdad. No es la ciencia la única
forma como la razón humana pueda encontrarse con la verdad. La mayor parte de
las ocasiones los hombres vivimos apoyándonos, no en la exigentísima evidencia
científica, sino en otras evidencias. Una es, por ejemplo, la de la fiabilidad
del testimonio de otros hombres. Lo importante es encontrar la verdad, acertar
en lo correcto, sea cual sea el camino. No es verdad que sólo lo
científicamente probado es lo verdadero y lo racional. Todo lo contrario, es
una reivindicación de la razón la de que no se debe ser en todo y siempre
científico.
La mayoría de los hombres aceptamos la existencia de Dios
por testimonio de otros hombres. Se habla, en esto, de «presión social». Estas
inercias sociales no son irracionales, porque no son ciegas y no son meramente
afectivas. Se apoyan en certezas razonables. Quizás pueda llegarse a creer en
absurdos, porque no se ha creído absurdo creer a quienes los transmiten. Así que, en resumidas cuentas, el problema del
secularismo ateo no es un problema únicamente metafísico, sino que es
primeramente un problema de confianza entre los hombres.