Revestíos de las armas de Dios (1)


El Escapulario del Carmen, memorial de las virtudes marianas

La Santísima Virgen María ha querido revestir a sus hijos con su propio hábito, el Escapulario del Carmen, para así proteger la vida de gracia que nos fue infundida en el bautismo. Más aún, por este hábito María promueve en sus hijos el fortalecimiento de la vida sobrenatural por medio de las virtudes, que tan admirablemente brillaron en ella. Por eso al cubrir nuestra desnudez con su vestido nos exhorta a que imitemos sus mismas virtudes, diciéndonos: revestíos de las armas de Dios (Ef 10, 11).

1. La intercesión de María en orden a la salvación y la santificación

Hay una nube como la palma de un hombre, que sube del mar (I Re 18, 44). Había encargado el profeta Elías a su criado que oteara en el horizonte, desde la cima del monte Carmelo. Poco después anunciaba éste al profeta la presencia de una pequeña nube; en breve el cielo se cubría por completo y una copiosa lluvia terminaba con la persistente sequía que había asolado Israel durante tres años. En esta nube contemplada desde el Carmelo han reconocido muchos autores sagrados un signo de la Santísima Virgen María, pues si la nube trajo la lluvia que libró a Israel de la sequía, María nos trajo al Salvador, cuya lluvia de gracias puso fin al seco desierto del pecado. “En la cumbre del Carmelo –escribe Torras i Bages-, Elías, el heroico propagador de la unidad de Dios, ya vio en María la fuente y el principio de todas las gracias que el linaje humano necesita; vio que Ella sería la que fertilizaría y haría fructificar toda la tierra; vio la pequeña nubecilla que salía del mar y llevaba en su seno la lluvia generosa que apagaría la sed de la tierra seca y estéril; y la nube era María, destinada por el Eterno a enviar al mundo el agua de la gracia celestial, sin la cual se agota la vida espiritual de los hombres”.[1]

Fue una mujer la que ofreció con sus propias manos a Adán la manzana que cerró las puertas del paraíso. Y quiso Dios asimismo poner el fruto de la redención en manos de una mujer, nueva Eva, como estaba anunciado ya desde antiguo: Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3, 15). Profecía que se cumplió cuando una virgen de Nazaret respondió con un sí al anuncio del ángel: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Por esta mujer se abrían de nuevo para los hombres las puertas a la vida divina, a la vida de gracia, que nos hace hijos de Dios: al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Ga 4, 4-5). Y esta mujer que dio a luz al que nos hizo hijos de Dios es María, la madre de Dios.

Por esta maternidad divina, María entra a formar parte del mismo orden hipostático, alcanzando “cierta dignidad infinita”.[2] Su desposorio con el Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra (Lc 1, 35) para formar en su seno al Verbo encarnado, es indisoluble, de manera que hoy sigue colaborando con su divino esposo para engendrar espiritualmente por la gracia nuevos hijos de Dios y para fortalecer esta vida divina hasta conducirnos hasta el “monte de la salvación, Jesucristo nuestro Señor”.[3] La maternidad divina asocia, pues, a la Santísima Virgen a toda la misión redentora y santificadora de Jesucristo, convirtiéndola en “medianera de todas las gracias ante Dios”;[4] mediación que realiza por medio de la intercesión, de la oración suplicante por sus hijos, a los que su amor de madre no permite olvidar: Asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna (LG 62).

Aquella nube que trajera la lluvia a Israel desde la montaña del Carmelo sigue, pues, en nuestros días regando las almas de los pecadores con la gracia que desborda de su corazón “y con la lluvia de sus oraciones fertiliza la tierra de la Iglesia”.[5]


[1] José Torras i Bages, L’etern rosari.
[2] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.25, a.6 ad 4.
[3] Misal romano, Oración colecta de la misa en honor de la Virgen del Carmen, 16 de julio.
[4] Pío XI, Inter sodalicia.
[5] Hugo de san Caro, Opera omnia, T.I., Venecia, 1703, p.170.