Antiguo Testamento:
http://ia700602.us.archive.org/30/items/SantaBibliaStraubingerAntiguoTestamento/Santa-Biblia-Straubinger-Antiguo-Testamento.pdf
Nuevo Testamento:
http://ia600503.us.archive.org/24/items/SantaBibliaStraubingerNuevoTestamento/Santa-Biblia-Straubinger-Nuevo-Testamento.pdf
Esta Biblia esta traducida directamente de los textos originales por Monseñor Straubinger, con una gran cantidad de comentarios hechos por él mismo, a la luz de la Tradición, de los Santos Padres y de los Doctores de la Iglesia. No tiene ningún desperdicio, y ya que se va a leer la Biblia, que se lea bien.
Sagrado Corazón de Jesús
DEVOCIÓN AL SAGRADO
CORAZÓN DE JESÚS
“CUIDA
TÚ DE MI HONRA Y DE MIS COSAS QUE MI CORAZÓN CUIDARÁ DE TI Y DE LAS TUYAS”
1º. Ofréceme todas tus cosas, no con el fin de que Yo
las arregle a tu gusto, sino para que las arregle según me parezca a Mí. Debes ofrecer:
· Alma:
El pecado te hace enemigo formal mío. Confiésate y comulga con mucha
frecuencia. Todas las amarguras de las personas que no pecan gravemente nacen
de que buscan más su gloria que la mía. Debo buscar el bien y la virtud, no por
mí, sino por amor a Dios.
·
Cuerpo:
La enfermedad y el remedio vendrán principalmente de Mí. Cuida tu salud y tu
vida, pero ponlas en mis manos,
·
Familia: A
veces dicen que no quieren ver sufrir a la persona que más aman, piensan que
ofreciéndola a Mí sufrirán mucho; cuán equivocados están.
·
Bienes
de fortuna: Debes cuidar de ellos, es tu obligación,
haz lo posible para que tengan un feliz éxito, pero el resultado resérvamelo a
Mí.
·
Bienes
espirituales: Las acciones buenas que hagas y los
sufragios que después de tu muerte se ofrezcan por ti, ofrécemelos enteramente
a Mí.
“Cuanto
más pienses tú en Mí, más pensaré Yo en ti.”
2º. Mis intereses no son otros que las almas. Quiero
establecer el imperio de mi amor en
todos los corazones. Necesito apóstoles, sé tú uno de ellos. Maneras de
apostolado:
·
La
oración: Pide al Padre, a Mí, a mi Madre, a los Santos, pide en
todo momento que Yo reine. [1]
·
El
sacrificio: Hay dos tipos, el pasivo, soportando las
molestias disgustos, malos ratos… en silencio, con paciencia y alegría. También
está el sufrimiento activo, si tienes deseo o gusto por algo, no lo hagas, si
te inculpan una cosa que no has hecho y no sigue gran perjuicio de callar,
cállate. Puedes pasar a penitencias mayores. Ofrécelo todo para que Yo reine.
·
Ocupaciones
diarias: Mientras te ocupas de tus deberes, procura pensar en
Mí y hacerlo todo bien por Mí. Debes ser más santo así me servirás mejor.
·
La
propaganda: Recomendar tal o cual práctica a las
personas de tu alrededor. Si tienes dificultad en hablar, un folleto no la
tiene.
Si
no luchas no será por falta de armas. Toma el ejemplo del girasol que mira
siempre al Sol, haz tú lo mismo Conmigo.
Dos cosas hace el amor: procurar todo el bien de que
carezca a quien se ama y librarle del mal que sobre él pesare. La primera la
haces con lo que te he pedido antes, la segunda te pido que la hagas por
librarme del mal y lavar mi honor. Simplemente has de ofrecer las mismas
oraciones, sacrificios, acciones de cada día y propaganda en reparación por
todos los pecados. [2], [3]
Escoge un día de fiesta, el primero que ahora llegue;
te vas preparando con lectura reposada de las ideas anteriores; llegado el día
te confiesas y comulgas con fervor y entonces haz la Consagración personal al
Corazón de Jesús. Recuerda renovarla cada día así no la abandonarás.
Por último dos consejos te doy: el primero es que
procures no olvidarme en el Sagrario, me agrada el culto a mi imagen, pero vale
más mi persona que mi imagen. El segundo es que procures tener un rato al día
para leer y meditar cosas de mi Corazón; de este modo irás poco a poco abriendo
la concha en que se guarda la perla de esta Devoción divina.
Jaculatorias útiles:
·
[1] ¡Que reines!, Corazón Divino.
· [2] ¡Que reines, perdónanos nuestras
deudas!
· [3] Porque reines, y por los que te ofendemos.
CONSAGRACIÓN PARA
TODOS LOS DÍAS
¡Sacratísima Reina
de los cielos y Madre mía amabilísima! Yo (N.N.), aunque lleno de miserias y
ruindades, alentado sin embargo con la invitación benigna del Corazón de Jesús,
deseo consagrarme a Él; pero, conociendo bien mi indignidad e inconstancia, no
quisiera ofrecer nada sino por tus maternales manos, y confiando a tus cuidados
el hacerme cumplir bien todas mis resoluciones.
Corazón dulcísimo de
Jesús, Rey de bondad y de amor, gustoso y agradecido acepto con toda la
decisión de mi alma ese suavísimo pacto de cuidar Tú de mí y yo de Ti, aunque
demasiado sabes que vas a salir perdiendo. Lo mío quiero que sea tuyo; todo lo
pongo en tus manos bondadosas: mi alma, salvación eterna, libertad, progreso
interior, miserias; mi cuerpo, vida y salud; todo lo poquito bueno que yo haga
o por mi ofrecieren otros en vida o después de muerto, por si algo puede
servirte; mi familia, haberes, negocios, ocupaciones, etc., para que, si bien
deseo hacer en cada una de estas cosas cuanto en mi mano estuviere, sin
embargo, seas Tú el Rey que haga y deshaga a su gusto, pues yo estaré muy
conforme, aunque me cueste, con lo que disponga siempre ese Corazón amante que
busca en todo mi bien.
Quiero en cambio,
Corazón amabilísimo, que la vida que me reste no sea una vida baldía; quiero
hacer algo, más bien quisiera hacer mucho, porque reines en el mundo; quiero
con oración larga o jaculatorias breves, con las acciones del día, con mis
penas aceptadas, con mis vencimientos chicos, y en fin, con la propaganda no
estar a ser posible, ni un momento sin hacer algo por Ti. Haz que todo lleve el
sello de tu reinado divino y de tu reparación hasta mi postrer aliento, que
¡ojalá! sea el broche de oro, el acto de caridad que cierre toda una vida de
apóstol fervorosísimo.
Amén.
Las misiones católicas (5)
5. El modo misionero de Cristo, Esteban, Pablo...
Hace un momento oíamos a San Francisco Javier que declaraba abiertamente al gran daimyo japonés: «Nosotros somos mandados a Japón a predicar la ley de Dios, por cuanto ninguno se puede salvar sin adorar a Dios y creer en Jesucristo, salvador de todas las gentes». Pues bien, algunos cristianos hoy quedan escandalizados por la prepotencia de estas palabras de Javier, que en realidad son las mismas palabras de Cristo al enviar a sus apóstoles (Mc 16,15-16).
La declaración Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el 2000, haciendo referencia a ciertas teologías de la misión, dice que «no pocas veces, algunos proponen que en teología se eviten términos como unicidad, universalidad,absoluto, cuyo uso daría la impresión de un énfasis excesivo acerca del valor del evento salvífico de Jesucristo con relación a las otras religiones. En realidad, con este lenguaje se expresa simplemente la fidelidad al dato revelado, pues constituye un desarrollo de las fuentes mismas de la fe» (15).
Seamos claros: si Cristo es Dios –verdad oscurecida hoy en no pocos tratados de cristología–, el Evangelio sólo puede ser proclamado de ese modo. No envía el Padre al mundo su omnipotente Palabra salvadora para que luego sea ésta presentada a los hombres como «una palabra más», entre las muchas que se les proponen, prometiendo salvación.
La doctrina de la Iglesia, a la luz de la fe, afirma la posibilidad de salvación de los paganos. Y así lo hace Pedro ya desde el principio, cuando enseña que «en todo pueblo, quien teme a Dios [cree en Dios] y practica la justicia, le es grato» (Hch 10,35; cf. Heb 11,6). El Concilio Vaticano II asegura que la salvación de Cristo llega «a todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible» (Gaudium et spes 22e), «por los caminos que Él sabe» (Ad gentes 7a). La declaraciónDominus Iesus trata de este tema con cierta amplitud (cf. 8, 12, 14 y 21).
Pero el mismo Pedro afirma que «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo los cielos [sino el nombre de Jesús] en el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12). Esa convicción de fe es el núcleo del Evangelio. No pueden, pues, omitirla los misioneros en su predicación. Y en la historia de la Iglesia, todos los evangelizadores han seguido predicando esa verdad, sin avergonzarse de ella. Sencillamente, si no se predica esta verdad, no se predica el Evangelio. Si se silencia cautelosamente esa fe para no espantar a los infieles, es imposible que ninguno se convierta a la fe. Queda el Evangelio silenciado y negado, y la acción misionera inerte.
En todo esto, por otra parte, conviene tener muy en cuenta que el martirio, en cuanto testimonio supremo, sellado con la entrega de la propia vida, aunque puede darse por la caridad, por la castidad y por cualquiera de las virtudes, prefiriendo siempre la muerte al pecado, en definitiva, tiene siempre por causa la fe, la fe en la verdad de Cristo. Así lo entiende Jesús: «estáis buscando matarme, a mí, que os he dicho la verdad» (Jn 8,40). Y así lo ha entendido siempre la tradición de la Iglesia.
San Agustín: «los que siguen a Cristo más de cerca son aquellos que luchan por la verdad hasta la muerte» (Trat. evang. S. Juan 124,5).
Santo Tomás de Aquino: «mártires significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella... Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio» (STh II-II, 124,5).
Si leemos las Sagradas Escrituras, fácilmente podemos comprobar que tanto en el Antiguo Testamento –los profetas–, como en el Nuevo –Cristo, apóstoles, Apocalipsis–, siempre los mártires mueren ante todo por dar entre los hombres el testimonio de la verdad de Dios.
En efecto, Cristo muere por dar a Israel el testimonio pleno de la verdad de Dios. Si hubiera suavizado mucho su afirmación de la verdad y su negación del error, si hubiera propuesto la verdad muy gradualmente, poquito a poco, si no hubiera predicado la verdad con tanta fuerza a los sacerdotes –que han convertido la Casa de Dios en «una cueva de ladrones»–, a los letrados –«raza de víboras, sepulcros blanqueados»–, a los ricos –«a un camello le es más fácil pasar por el ojo de una aguja que a vosotros entrar en el Reino»–, no habría sido asesinado, porque, como Él bien sabía, el Sanedrín, que habría de juzgarlo y dictar su muerte, estaba integrado justamente por sacerdotes, letrados y ricos.
Sin embargo, tanto ama Cristo a los hombres –a los sacerdotes, letrados y ricos, a todo el pueblo– que les dice la verdad, lo único que puede salvarles: «Padre, santifícalos en la verdad» (Jn 17,17). Y predica la verdad plenamente consciente de que para Él va a ser ignominia y muerte y para los hombres salvación, libertad y vida. Ésa es su misión, y en ningún momento la traiciona: «Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37).
Cristo no muere, pues, por curar enfermos, por calmar tempestades, por devolver la vista a los ciegos o la vida a los muertos. Es crucificado por «dar testimonio (martirion) de la verdad», es asesinado por haber sido en este mundo el «testigo (martis) veraz» (Ap 1,5).
Todo esto es así, y no puede ser de otro modo. Si «el mundo entero está puesto bajo el poder del Maligno» (1Jn 5,19), y si el Maligno es «homicida desde el principio y Padre de la Mentira» (Jn 8,44), ya, sabiendo eso, podemos afirmar con toda seguridad que nada hay en el mundo tan peligroso como decir la verdad.
Cuando, por ejemplo, leemos la predicación del Evangelio que hace el diácono Esteban al Sanedrín reunido en pleno, no podemos menos de pensar: «este hombre, hablando así, está buscando su propia muerte y la vida eterna de sus hermanos». Y así fue (Hch 7).
Del mismo modo, los Apóstoles, desde el principio, son perseguidos por evangelizar la verdad de Jesús. El Sanedrín les ordena severamente «no hablar en absoluto ni enseñar en el nombre de Jesús». Pero ellos, sin dudarlo, afirman: «juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,18-20).
Los Apóstoles han recibido de Cristo el mandato de predicar el Evangelio, y ellos, seguros de la asistencia del Señor, lo predican sin miedo alguno, sin temor a las consecuencias que pueda traer sobre ellos ese enorme testimonio de la verdad. El Sanedrín, entonces, los apresa de nuevo, y «después de azotados, les conminaron que no hablasen en el nombre de Jesús y los despidieron. Ellos se fueron alegres de la presencia del Consejo, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús; y en el templo y en la casas no cesaban todo el día de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (Hch 5,40-42).
Ya se ve, pues, que los Apóstoles predican no sólo manteniendo las mismas doctrinas de Cristo, sin avergonzarse de ninguna de ellas, sino que también siguen el mismo modo “suicida” –valga la expresión– propio de su Maestro. Ellos, desde el principio, lo mismo que Jesús, dan su vida por perdida, es decir, no tienen nada que defender, nada tienen que perder, pues se saben ciertamente destinados a la persecución y a la muerte; por eso ellos están libres para procurar con todas sus fuerzas persuadir a los hombres de la verdad, sacarlos de las tinieblas en que el Padre de la Mentira los tiene cautivos, procurando así su salvación temporal y eterna.
Los Apóstoles, dice San Pablo, «investidos de este ministerio de la misericordia, no nos acobardamos, y nunca hemos callado nada por vergüenza, ni hemos procedido con astucia o falsificando la Palabra de Dios. Por el contrario, hemos manifestado abiertamente la verdad» (2Cor 4,1-2). Y eso, por supuesto, les lleva a la muerte.
La condición martirial de la predicación de San Pablo, concretamente, se refleja con frecuencia en sus cartas, donde refiere los innumerables sufrimientos que pasa por dar el testimonio fiel de la verdad evangélica, y donde tantas veces alude a la fortalezaextrema que es precisa para atreverse a predicar el Evangelio a los hombres, entre muchas contradicciones, persecuciones y penalidades.
«Yo no me avergüenzo del Evangelio, que es la fuerza de salvación de Dios para todo el que cree» (Rom 1,16). «Después de sufrir mucho y soportar muchas afrentas en Filipos, como sabéis, confiados en nuestro Dios, os predicamos el Evangelio de Dios en medio de mucho combate. Nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la impureza, ni en el engaño. Al contrario, Dios nos encontró dignos de confiarnos el Evangelio, y nosotros lo predicamos procurando agradar no a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Tes 2,2-4; +Gál 1,10). «A mí nadie me asistió, antes me desampararon todos... Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todas las naciones la oigan» (2Tim 4,16-17).
Por eso San Pablo una y otra vez exhorta a sus colaboradores para que sirvan con toda fortaleza el ministerio de la Palabra, arriesgando en ello sus vidas cuanto sea preciso: «no nos ha dado Dios un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza.No te avergüences jamás del testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero. Al contrario, comparte conmigo los sufrimientos que es necesario padecer por el Evangelio, animado con la fortaleza de Dios» (2Tim 1,7-9). (Continuará).
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
La mirada de la mujer de Lot
“Nada de
lo tuyo tomaré”, respondió Abraham al rey de Sodoma (Gen 14,23), y al poco
obtuvo de Dios como bendición una descendencia más numerosa que las estrellas
del cielo. Tampoco su sobrino Lot consintió a los deseos contrarios a la
naturaleza de los sodomitas, que le reclamaban disponer de sus huéspedes para
abusar de ellos; y Lot acabó abandonando con su familia aquella ciudad abocada
a la perdición. Mas en la huida “su mujer miró hacia atrás y se volvió poste de
sal” (Gen 19,26).
Quizás hubiera en la mirada de la
mujer de Lot un resto de añoranza por las riquezas de la fértil Sodoma, que ya
no volvería a disfrutar; algo parecido al recuerdo que el Israel peregrino en
el desierto tendrá de las ollas de carne que comiera en Egipto. Culpabilizando
entonces a Sodoma por haber frustrado su bienestar, es fácil que en su mirada
hubiera también una resentida y complaciente satisfacción por el castigo
infligido a la ciudad que había tenido que dejar atrás. Mas la consecuencia de
esta mirada iba a ser la más completa y definitiva esterilidad, materializada
en su transformación en estatua de sal.
También hoy contemplamos muchas de
nuestras sodomas con la misma mirada que la mujer de Lot. Observamos
entristecidos, y con razón, una sociedad que se aleja progresivamente de Dios;
mas no escudriñamos tanto su posible respuesta a la llamada que Dios le hace a
la conversión, cuanto las riquezas que se nos irán de las manos si nos
distanciamos de ella, los honores que dejarán de tributarnos al denunciar su
inmoralidad, los placeres superfluos a los que deberemos renunciar, la
estabilidad que perderemos, las cuotas de poder a las que tendremos que
renunciar para vernos en la marginalidad... y, sobre todo, los ídolos forjados
con el oro de una historia secular a los que dejaremos de adorar.
Sólo para salvar estas “ollas
de carne” tratamos entonces de pactar con la Sodoma actual una presencia
tolerada de la religión que, dejando tranquila nuestra conciencia, nos permita
disfrutar de algunas de sus vanidades, reconocimientos y riquezas, de algún que
otro cargo, de sentimientos de identidad con una historia que sacralizaremos,
buscando en ella el descanso de una paz perpetua. Becerros de oro, en
definitiva. Mas viendo que su inmoralidad crece y cada vez se torna más difícil
ese pacto, nos la miramos con resentimiento y comenzamos a desear no tanto su
conversión cuanto su castigo.
Qué alejados estamos entonces
de Abraham, que no sólo rechazó toda riqueza de Sodoma, sino que imploró
insistentemente a Dios el perdón de la ciudad: ¿Y si hubiera cincuenta justos?,
¿y si fueran cuarenta y cinco?, ¿y cuarenta?... Pero ni diez justos halló Dios.
La mirada primero interesada y luego resentida de la mujer de Lot ante nuestra
sociedad, pactando con ella para evitar nuestra marginalidad o deseándole
inmisericorde su castigo, nos acabará convirtiendo en estériles estatuas de
sal. Sólo si nos posicionamos claramente a favor de su conversión, apoyados en
la santidad de la Iglesia, obtendremos la bendición de Dios, quizá para la
ciudad terrena, pero sin duda alguna para la Ciudad de Dios.
Enrique Martínez
Las misiones católicas (4)
4. El modo misionero de San Francisco Javier
Ya que no es posible comentar aquí tantos datos admirables de la personalidad de Javier, me fijaré solamente en uno, ciertamente dominante, de su fisonomía misionera: la parresía apostólica, la audaz fortaleza que mostró siempre, arriesgando en ello gravemente su vida, para afirmar la verdad y negar el error.
Conviene que consideremos atentamente este valor, porque hoy andamos de él bastante escasos. Estamos escasos de parresía a veces simplemente por cobardía –«tratando de guardar la propia vida»–, pero otras veces, lo que sin duda es todavía más grave, por error ideológico.
Piensan hoy no pocos que la evangelización que Cristo, Esteban, Pablo, Javier, hacen al mundo (predicar, decir con fuerza), es un medio erróneo, o que al menos actualmente, dentro de la cultura dominante, está superado, y debe ser sustituido por undiálogo que tantas veces se agota en sí mismo, sin llegar nunca a «predicar el Evangelio a toda criatura».
Sin embargo, la gloriosa misión que nos ha encomendado nuestro Señor Jesucristo es precisamente ésta, predicar la Buena Noticia a todas las naciones de la tierra (Mt 28,18-20; Mc 16,15-16).
El padre misionero Javier, como evocaré ahora recordando algunas escenas de su vida, se dedicó con todas las fuerzas de su alma y de su cuerpo a cumplir esa misión: predicar el Evangelio a los paganos. Cito en extracto la carta que Javier escribía al Rey de Portugal (8-IV-1552), medio año antes de morir, cuando preparaba su viaje misional a la China: «Vamos a la China dos padres y un hermano lego... Nosotros, los padres de la Compañía del nombre de Jesús, siervos de V. A., vamos a poner guerra y discordia entre los demonios y las personas que los adoran, con grandes requerimientos de parte de Dios, primeramente al rey, y después a todos los de su reino, que no adoren más al demonio, sino al Criador del cielo y de la tierra que los crió, y a Jesucristo, salvador del mundo, que los redimió.
Grande atrevimiento parece éste, ir a tierra ajena y a un rey tan poderoso a reprender [errores y vicios] y hablar verdad, que son dos cosas muy peligrosas en nuestro tiempo.
Pero sólo una cosa nos da mucho ánimo: que Dios N. S. sabe las intenciones que en nosotros por su misericordia quiso poner, y con esto la mucha confianza y esperanza que quiso por su bondad que tuviésemos en Él: no dudando en su poder ser sin comparación mayor que el del rey de la China. Y pues todas las cosas criadas dependen de Dios, y tanto obran cuanto Dios les permite y no más, no hay de qué temer sino de ofender al Criador y de los castigos que Dios permite que se den a los que le ofenden» (Doc. 109,5).
Javier nos da un ejemplo perfecto de parresía a la hora de «dar en el mundo el testimonio de la verdad», arriesgando así gravemente su propia vida. Su predicación es muy sencilla y sustancial, pues se centra siempre en las grandes verdades del Credo y en las principales oraciones cristianas. Y su afirmación de la verdad es completa, es total, ya que al mismo tiempo niega con fuerza los errores que mantienen cautivos en las tinieblas a sus oyentes.
Recordaré, por ejemplo, algunos episodios de su estancia en el Japón, país para él tan amado. A fines de 1550, estando en Yamaguchi –una de las más bellas ciudades japonesas, en la que había un centenar de templos sintoístas y budistas, y unos cuarenta monasterios de bonzos y bonzas–, acompañado del hermano Juan Fernández, su fiel intérprete, vestidos ambos miserablemente, en la calle, junto a un pozo, donde pueden, predica la ley del único Dios verdadero.
«Javier, de pie, elevaba los ojos al cielo, se santiguaba y bendecía al pueblo, y tras una pausa, Fernández iniciaba la lectura [...] Y mientras el buen hermano predicaba [leyendo en japonés el texto preparado], Javier estaba en pie, orando mentalmente, pidiendo por el buen efecto de la predicación y por sus oyentes» (J. M. Recondo, S. J., San Francisco Javier, BAC, Madrid 1988, 762).
Normalmente la predicación trataba primero de la Creación del mundo, realizada por un Dios único todopoderoso, y de cómo en aquella nación, el Japón, ignorando a Dios, «adoraban palos, piedras y cosas insensibles, en las cuales era adorado el demonio», el enemigo de Dios y del hombre. En segundo lugar, denunciaba «el pecado abominable», la sodomía, que hace a los hombres peores que las bestias. Y el tercer punto trataba del gran crimen del aborto, también frecuente en aquella tierra (762).
Algunos oyen con admiración, otros se ríen, mostrando compasión o más bien desprecio. Los nobles no escuchan estas predicaciones callejeras, pues ellos no se mezclan con el pueblo, sino que reciben la predicación de Javier en sus casas. Pero sus reacciones son semejantes a las del pueblo. Más aún, en ocasiones se producen momentos extremadamente peligrosos.
Había «mucha atención en casi todos los nobles, pero no faltaban quienes, recalcitrantes contra el aguijón, lo insultaban. Perdida la cortesía y las buenas maneras proverbiales, los nobles les tuteaban; entonces Javier mandaba a Fernández que no les diera tratamiento; “tutéales –decía– como ellos me tutean”.
Juan Fernández temblaba, y la emoción se acrecentaba cuando, tras los insultos, el noble samurai acariciaba tal vez la empuñadura de la espada. Horrorizado [el hermano Fernández], confesaba que era tal la libertad, el atrevimiento del lenguaje con que el Maestro Francisco les reprochaba sus desórdenes vergonzosos, que se decía a sí mismo: “Quiere a toda costa morir por la fe de Jesucristo”» (763).
«Cada vez que, para obedecer al Padre, Juan Fernández traducía a sus nobles interlocutores lo que Javier le dictaba, se echaba a temblar esperando por respuesta el tajo de la espada que había de separar su cabeza de los hombros. Pero el P. Francisco no cesaba de replicarle: “en nada debéis mortificaros más que en vencer este miedo a la muerte. Por el desprecio de la muerte nos mostramos superiores a esta gente soberbia; pierden otro tanto los bonzos a sus ojos, y por este desprecio de la vida que nos inspira nuestra doctrina podrán juzgar que es de Dios”» (763-764).
Poco más tarde, Javier y el hermano Fernández son llamados a palacio por el daimyo Ouchi Yoshitaka, uno de los más poderosos señores del Japón, hombre muy religioso, adicto a la secta de Shingon, aunque moralmente depravado. Ya Javier por entonces conoce bien los grandes errores y las perversiones morales que aquejan al pueblo, y muy especialmente a los bonzos y principales. En ellos «a la poligamia se unía el pecado nefando, mal endémico, propagado por los bonzos como práctica celestial, introducida desde China y compartida hasta en la alta sociedad públicamente y sin respetos... Los bonzos traían consigo sus afeminados muchachos... Los nobles principales tenían alguno o algunos pajes para lo mismo... Otros, menos afortunados, se contentaban con sus criados, particularmente con los soldados» (765).
El daimyo Yoshitaka recibe a Javier y a su intérprete con gran atención y cortesía, acompañado sólo de uno de los bonzos principales, y les pregunta sobre la finalidad de su viaje.
«Nosotros le respondimos que éramos mandados a Japón a predicar la ley de Dios, por cuanto ninguno se puede salvar sin adorar a Dios y creer en Jesucristo, salvador de todas las gentes» (765).
El daymo manifiesta entonces su deseo de escucharles, y Javier manda al hermano Fernández que lea del cuaderno que llevan preparado, y éste lo hace durante más de una hora. Yoshikata permanece sumamente atento. Pero cuando se llegó «al pecado de idolatría y errores en que estaban metidos los japoneses y vinieron a los pecados de Sodoma, diciendo que el hombre que cometía tal abominación era más sucio que los puercos y más bajo que los perros y otros brutos animales», el secretario les hizo seña clara de que salieran inmediatamente de la sala. Juan Fernández entonces «temió que los mandasen matar». No así Javier, que se mantuvo sereno y confiado. Consiguieron, sin embargo, reanudar la lectura ante el daimyo, «que estuvo muy atento todo el tiempo que leímos, que sería más de una hora, y así nos despidió» (765-766).
Al poco tiempo, en abril de 1551, el mismo Yoshitaka concede a Javier una audiencia más solemne, a la que el Santo, como nuncio del Papa y embajador del Rey de Portugal, acude vestido con elegancia y llevando preciosos regalos. Como resultado del encuentro, el daimyo autoriza la predicación del cristianismo en sus tierras, da licencia a sus súbditos para recibirlo si así lo quieren, y manda a todos que no hagan agravio alguno a los misioneros de Cristo (780-782).
Estas escenas de Yamaguchi son de finales de 1550 y comienzos de 1551. Entre tanto, las discusiones de Javier con los bonzos fueron largas y frecuentes, principalmente con los monjes del Zen. Pues bien, a mediados de 1551, «apuntaba Javier, comenzaron a hacerse cristianos [...] Sería por el mes de julio, cuando Javier contabilizaba quinientas conversiones más o menos. Los nuevos cristianos, los quinientos, extremaban su amor a los padres y eran sobre todo cristianos de verdad» (784).
Cuando a fines de ese año parte Javier del Japón para la India, el número de japoneses cristianos ascendía a 2.000, entre ellos dos de los príncipes más poderosos del país. La obra evangelizadora fue en crecimiento continuo. Veinte años después de la breve estancia del Santo en el Japón, toda la isla de Amakusa, con su rey Miguel, había recibido la fe cristiana, como también poco después los reyes de Bungo, Arima y Goto. Fueron construidos templos cristianos en varias provincias, así como escuelas y colegios católicos. En Kyushu, en sólo dos años más, fueron bautizados más de 70.000 japoneses, entre los que figuraban altos jefes civiles y militares. En 1579, el Imperio del Sol Naciente contaba con 150.000 cristianos y 54 jesuitas, 22 de los cuales eran sacerdotes.
Pocos años más tarde, con otros hombres al frente del Imperio japonés, cambió la tolerancia del emperador en persecución a muerte de «la religión extranjera». Y los mártires japoneses de Nagasaki, en 1597, admirablemente alegres y valerosos, dieron testimonio de que la obra misionera de Javier y de sus compañeros había producido con la gracia de Dios «cristianos de verdad».
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
De Hipatía al aborto
¿DÓNDE ESTÁ LA AUTÉNTICA CULTURA
DE MUERTE?
Recientemente se ha desempolvado la antigua acusación de
oscurantismo dirigida al Cristianismo. Dicen que los subtítulos manifiestan la
verdadera intención de una obra, y el subtítulo de la película Ágora es: "Cuando el mundo cambió
para siempre"… ¿Qué cambió, según Amenábar, el asesinato en Alejandría de la filósofa Hipatia el
año 415? La época de la luz fue sustituida por la de las tinieblas, la de la
filosofía pagana por el Cristianismo. Es la tesis de Voltaire, la del
iluminismo ilustrado: “Desde la muerte de Hipatia hasta la Ilustración, Europa
está sumida en la oscuridad…”.
En nuestros días, por otra parte, hay millones de asesinatos
bajo la denominación eufemística de “interrupción voluntaria del embarazo”.
Estos abortos son provocados al amparo de la ley, de las instituciones
hospitalarias, de los institutos de bioética… Y no se trata de un crimen
aislado cometido por una turba incontrolada, como sucediera con Hipatia, sino
un incontrolable crimen cometido por una turba institucionalizada. Podemos
preguntarnos, entonces, ¿dónde está la verdadera cultura de muerte?
Hipatia fue una filósofa y matemática neoplatónica. Mucho
hay que valorar en aquella escuela de pensamiento nacida en Alejandría y que
alimentó la reflexión teológica cristiana de Clemente, Orígenes, Ambrosio, Agustín
de Hipona, Dionisio y un largo etcétera. Pero en aquel neoplatonismo seguía
viéndose la materia como principio del mal. Y ésta es la piedra angular de toda
cultura de muerte. Partiendo de ahí, los maniqueos sacaban por aquel entonces esta
consecuencia: si la vida corpórea es mala, hay que despreciar la generación
humana, que debe ser evitada en la unión sexual. Quizá sea esto lo que gusta
hoy del paganismo.
Pero no es lo que le gusta al Cristianismo, para el que la
materia es un bien creado por Dios. Por eso el matrimonio, que se define por su
apertura a la vida, se convirtió en sacramento. Por otra parte, la constante
actitud del Cristianismo hacia la filosofía pagana bastaría para refutar la acusación
iluminista: Clemente de Alejandría, por ejemplo, decía que el Logos divino se
había manifestado también a los griegos por medio de la filosofía; y Eudocia,
filósofa convertida a la fe cristiana en tiempos de Hipatia, promovió en
Constantinopla una academia imperial nutrida del saber clásico, germen de las
universidades medievales nacidas ex corde
Ecclesiae.
La tesis volteriana se apoyaba en la presunta implicación de
San Cirilo, patriarca de Alejandría, en el asesinato de Hipatia. Si bien la
acusación carece de fundamento histórico –fue esgrimida un siglo más tarde por
Damascio, un despechado filósofo neoplatónico-, nos permite recordar la
aportación fundamental del santo doctor de la Iglesia : la defensa frente
a Nestorio de la maternidad divina de María. ¡El mismo Verbo de Dios se hizo
carne y habitó entre nosotros! Y por ello María es, verdaderamente, Madre de
Dios. Esto no podía aceptarlo el nestorianismo, en donde lo humano quedaba
inasumible para lo divino.
Pero lo más inasumible de Nestorio era, para Cirilo, su
ambigüedad. Cuántos nos recuerdan hoy a Nestorio, y qué pocos a Cirilo. Cineastas
abanderando la luz de la razón desde la manipulación de la verdad. Políticos
incapaces de eliminar leyes abortistas manifestándose en contra del aborto.
Institutos Borja de Bioética presentándose como fieles servidores de la vida en
documentos que justifican lo injustificable: el abominable crimen del aborto.
"El dragón que ha aparecido recientemente es el hombre
ambiguo", decía el obispo San Cirilo. Que vuelva a oírse su voz
denunciando la auténtica cultura de muerte. Que vuelva a oírse su voz
anunciando la verdadera cultura de vida, aquella que se da donde la misma Vida se hace
cultura, al hacerse carne en una mujer. ¡El sí de María, cuando el mundo cambió
para siempre!
Enrique Martínez
Las misiones católicas (3)
3. En el quinto centenario del nacimiento de San Francisco Javier
Para ser capaces, con el poder del Espíritu Santo, de llevar adelante la misión de evangelizar a los pueblos, necesitamos hoy, pues, reafirmarnos en las grandes verdades de la fe católica. Con ese fin, acabamos de publicar, al mismo tiempo que el presente cuaderno, San Francisco de Javier. Cartas selectas (Pamplona, Fundación Gratis Date 2006).
Ciertamente las cartas de Javier, y su fascinante figura de misionero, en su quinto centenario (1506-2006), han de acrecentar en nosotros la llama del espíritu misionero. San Francisco Javier, no obstante la breve duración de su acción evangelizadora, once años y medio, ha sido, sin duda, uno de los más grandes misioneros de la historia de la Iglesia. Volvamos, pues, nuestra atención y nuestra devoción hacia este gran patrono de las misiones católicas.
No es posible comentar brevemente la vida y la fisonomía espiritual de un Santo tan admirable. En su corazón arde poderosa la llama del amor a Dios (el celo misional por extender su gloria) y del amor a los hombres (el celo misionero por su salvación). El Señor ha concedido a Javier una oración contemplativa muy alta, una vida absolutamente abnegada y penitente, una pobreza extrema, una castidad perfecta, una alegría y confianza inalterables, una conmovedora solicitud por los enfermos, una capacidad sorprendente para «hacerse todo a todos» –niños, capitanes, comerciantes, frailes, Obispos, clérigos, gobernadores, bonzos, reyes–, «para ganarlos a todos» (1Cor 9,19.22), una prudente firmeza como fiel superior religioso, una gran facilidad personal para profundas amistades, una desconcertante unidad entre la fortaleza más severa y la ternura afectiva más tierna...
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
Revestíos de las armas de Dios (4)
4. El Escapulario del Carmen como memorial de las
virtudes marianas
La
misión de la Santísima Virgen no se limita, sin embargo, a proteger la vida de
gracia de los hijos que tiene consagrados, sino a fortalecerlos por medio de
las virtudes. En efecto, la gracia es el principio de la vida sobrenatural,
cuyas obras deben ser perfeccionadas por unos hábitos operativos que son las
virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo: “la misma luz de la gracia
–explica santo Tomás-, por la que participamos de la naturaleza divina, es cosa
distinta de las virtudes infusas, que se derivan de esa luz y a ella se
ordenan”.[1]
Ambos son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma, la
diferencia radica en que las virtudes infusas pueden mover al acto cuando el hombre
lo desee, presupuesta siempre una gracia actual cooperante que lo
permita, mientras que los dones sólo mueven las potencias al acto cuando así lo
quiere el Espíritu Santo –por medio de una gracia actual operante-.
Estos hábitos son auténticas vestiduras del alma, de gala
cuando disponen al trato con Dios, no vaya a ser que nos diga: Amigo, ¿cómo
has entrado aquí sin traje de boda? (Mt 22, 12); y recia armadura
cuando disponen a la lucha contra el demonio: Revestíos de las armas de Dios
para poder resistir a las acechanzas del Diablo ... ¡En pie!, pues; ceñida
vuestra cintura con la Verdad y revestidos de la Justicia como coraza, calzados
los pies con el Celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo
de la Fe, para que podáis apagar con él todos los encendidos dardos del
Maligno. Tomad, también, el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que
es la Palabra de Dios (Ef 6, 11.14-17)
María, la llena de gracia (Lc 1, 28), poseyó
todas las virtudes en grado eminente, como nos enseña el Angélico: “La
Santísima Virgen María gozó de la suprema proximidad a Cristo según la
humanidad, puesto que de ella recibió la naturaleza humana. Y, por tanto, debió
obtener de Cristo una plenitud de gracia superior a la de los demás”.[2]
De ahí que el Apóstol la viera toda resplandeciente, vestida del sol, con la
luna bajo sus pies, y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza (Ap 12, 1). Es por ello que nuestra
Santísima Madre no sólo intercede para alcanzarnos de Dios el crecimiento en la
virtud –que es lo principal, sobre todo en lo que se refiere a los dones del
Espíritu Santo-, sino que además es modelo de virtudes que conviene mirar con
frecuencia para poder imitar, como exhortaba santa Teresa: "Imitad a María
y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla
por Patrona”.[3]
Al revestirnos con su propio hábito la Virgen María busca
hacer fructificar en nosotros toda suerte de virtudes, como explica el
carmelita P. Bartolomé Mª Xiberta: “No comprenderá el sentido pleno de la devoción
y de las promesas del santo Escapulario, quien no perciba sus estímulos al
ejercicio de las virtudes. Ya que asociándonos por la consagración a la vida de
la Santísima Virgen María, nos amonesta continuamente a imitarla”.[4]
¿Cuáles
son las virtudes marianas que se dejan ver en el Escapulario? El Papa Pío XII
hace una preciosa síntesis: “Reconozcan en este memorial de la Virgen un espejo
de humildad y castidad; vean en la forma sencilla de su hechura un compendio de
modestia y candor; vean, sobre todo, en esa librea que visten día y noche,
significada con simbolismo elocuente la oración con la cual invocan el auxilio
divino”.[5]
Así, quien se cubre con el Escapulario del Carmen, con el hábito de María, se
reviste de fortaleza y de gracia y sonríe ante el porvenir (Prov 31,
25).
[1]
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.110, a.3 in c.
[2]
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.27, a.5 in c.
[3]
Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, III, 1, 3.
[4]
Bartolomé Mª Xiberta, Atti del Congresso Mariologico Internazionale, Roma
23-28 ottobre 1950, p.60.
[5]
Pío XII, carta Neminem profecto latet (11 febrero 1950).
Las misiones católicas (2)
2. Las misiones disminuyen
La Iglesia, para poder evangelizar el mundo, necesita estar fuerte en el Espíritu Santo. Sin Él, los apóstoles permanecen acobardados en el Cenáculo. Pero con Él, aun siendo pocos e ignorantes, muestran una fuerza espiritual capaz de evangelizar a todos los pueblos. Lo había anunciado Cristo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y Samaría, y hasta los últimos confines de la tierra» (Hch 1,8). En efecto, «la Iglesia se edificaba y caminaba en la fidelidad al Señor, e iba en crecimiento por la asistencia del Espíritu Santo» (9,31).
Por el contrario, aquellas Iglesias locales que fallan en su fidelidad al Señor y en su docilidad al Espíritu Santo, aquellas en las que abundan los errores teológicos, así como los abusos morales, litúrgicos y disciplinares, quedan débiles y enfermas, sin vocaciones, sin fuerza para el apostolado y para las misiones.
Juan Pablo II, en su citada encíclica, señalaba con preocupación, como una «tendencia negativa» posterior al Vaticano II, que «la misión específica ad gentes parece que se va parando, no ciertamente en sintonía con las indicaciones del Concilio y del Magisterio posterior... En la historia de la Iglesia, el impulso misionero ha sido siempre signo de vitalidad, así como su disminución es signo de una crisis de fe» (Redemptoris missio 2).
Esta crisis de fe, que trae consigo la debilitación de las misiones, es hoy real en no pocas Iglesias, y como siempre, está causada principalmente por la difusión de errores contrarios a la fe. En otros escritos he estudiado ya esta situación (Causas de la escasez de vocaciones, Pamplona, Fundación Gratis Date 20042; Infidelidades en la Iglesia, ib. 2005).
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
Revestíos de las armas de Dios (3)
3. El Escapulario del Carmen como signo de protección y
de consagración
El vasallaje feudal implicaba el servicio al señor, por un
lado, y la protección de éste, por otro. De forma análoga, por la consagración
realizada por los carmelitas la Santísima Virgen quedaba obligada a
protegerlos, misión que ya le fue encomendada por su propio Hijo al darle a
Juan como nuevo hijo.
La invasión sarracena obligó a los carmelitas a abandonar
a principios del s.XIII el monte Carmelo y emigrar a Europa; una venerable
tradición narra que antes de la partida Nuestra Señora se les apareció mientras
entonaban la Salve Regina, prometiéndoles ser su Stella maris (Estrella
del mar). Encontraron generosos benefactores, como Lord de Grey en Inglaterra,
quien les donó Aylesford; pero también tuvieron que sufrir una fuerte
oposición. En el Capítulo celebrado en Aylesford en 1247 fue elegido como
general Simón Stock, quien reclamó de su Señora la protección prometida o privilegium
por medio de esta oración:
Flos Carmeli,
vitis florigera,
splendor caeli,
virgo puerpera
singularis.
Mater mitis,
sed viri nescia,
carmelitis
da privilegia,
stella maris.
|
Flor del Carmelo,
viña florida,
esplendor del cielo,
virgen fecunda
de modo singular.
Madre tierna,
intacta de hombre,
a los carmelitas
da privilegios,
estrella del mar.
|
El 16 de julio de 1251 el fervoroso fraile obtuvo una
respuesta que superaba con creces su petición; así se describe en un antiguo
Catálogo de santos de la Orden del siglo XIV: “Se le apareció la Bienaventurada
Virgen, acompañada de una multitud de ángeles, llevando en sus benditas manos
el Escapulario de la Orden y diciendo estas palabras: Éste será el
privilegio para ti y todos los carmelitas; quien muriere con él, no padecerá el
fuego del infierno”.[1]
La Virgen María confirmaba de este modo aquella
consagración que hicieran los primeros ermitaños en el monte Carmelo,
manifestando su mediación para protegerles del enemigo más peligroso, aquel
que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en el infierno (Mt 10,
28). De nuevo la saludable nube derramaba su fecunda lluvia sobre el Carmelo,
lluvia de gracia divina, que quien la beba no tendrá sed jamás, sino que ...
se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna (Jn 4,
14).
El Escapulario del hábito carmelita se convertía desde ese
momento en signo de la consagración a María y de su protección maternal. ¿Y por
qué una vestidura? En la cultura feudal el acto de homenaje o fidelidad
del vasallo se veía correspondido por la investidura que le concedía el
soberano, por la que con la entrega de un objeto de vestir –guante, anillo,
bastón...- se le atribuía un territorio (feudum) u otro privilegio. Así,
al acto de consagración de los carmelitas, la Santísima Virgen
correspondía con una investidura, en este caso el humilde escapulario de
tela, que les concedía el derecho a poseer en herencia la tierra (Mt 5,
4), la tierra del Carmelo, para comer su fruto y su bien (Jr 2,
7), y esta tierra del Carmelo no es otra que “monte de la salvación, Jesucristo
nuestro Señor”.[2]
Aquella que dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le
acostó en un pesebre (Lc 2, 7), le preparó más tarde una túnica
sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo (Jn 19, 23), y
probablemente ayudó a los que lo envolvieron en vendas con los aromas,
conforme a la costumbre judía de sepultar (Jn 19, 40), aquella Madre
diligente por vestir a su divino Hijo, no podía dejar de sentir deseos de
seguir cubriendo con su manto a sus nuevos hijos.
La relación entre la vestidura y la vinculación entre el
señor y el siervo también la encontramos en el Antiguo Testamento, cuando Dios
explica al profeta Ezequiel la alianza que hizo con Jerusalén, y cómo la
vistió: Extendí sobre ti el borde de manto y cubrí tu desnudez; me
comprometí con juramento, hice alianza contigo –oráculo del señor Yahveh- y tú
fuiste mía. Te bañé con agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo.
Te puse vestidos recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino fino y un
manto de seda. Te adorné con joyas, puse brazaletes en tus muñecas y un collar
a tu cuello. Puse un anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas, y una
espléndida diadema en tu cabeza. Brillabas así de oro y plata, vestida de lino
fino, de seda y recamados. Flor de harina, miel y aceite era tu alimento. Te
hiciste cada día más hermosa, y llegaste al esplendor de una reina. Tu nombre
se difundió entre las naciones, debido a tu belleza, que era perfecta, gracias
al esplendor de que yo te había revestido - oráculo del Señor Yahveh (Ez
16, 8-14). La consagración bautismal por medio del óleo también es
significada como vestidura en la liturgia siríaca de Antioquia: “[Padre...
envía tu Espíritu Santo] sobre nosotros y sobre este aceite que está delante de
nosotros y conságralo, de modo que sea para todos los que sean ungidos y
marcados con él, myrón [crisma] santo, myrón sacerdotal, myrón
real, unción de alegría, vestidura de la luz, manto de salvación, don
espiritual, santificación de las almas y de los cuerpos, dicha imperecedera,
sello indeleble, escudo de la fe y casco terrible contra todas las obras del
Adversario”.[3]
Además, una prenda que se viste de forma habitual –de ahí
el nombre hábito religioso-, ayuda a recordar el momento de la
investidura, de la consagración. De nuevo volvemos la mirada al Antiguo
Testamento: Habla a los israelitas y diles que ellos y sus descendientes se
hagan flecos en los bordes de sus vestidos, y pongan en el fleco de sus
vestidos un hilo de púrpura violeta. Tendréis, pues flecos para que, cuando los
veáis, os acordéis de todos los preceptos de Yahveh. Así los cumpliréis y no
seguiréis los caprichos de vuestros corazones y de vuestros ojos, que os han
arrastrado a prostituiros. Así os acordaréis de todos mis mandamientos y los
cumpliréis, y seréis hombres consagrados a vuestro Dios. Yo, Yahveh, vuestro
Dios, que os saqué de Egipto para ser Dios vuestro. Yo, Yahveh, vuestro Dios (Num
15, 38-39). Quien viste el Escapulario puede sentir en todo momento, de día
y de noche, solo o en compañía, en la oración o en el trabajo, que es todo de
María y que Ella es su Madre. Con ese recuerdo, ¿quién se atreverá a ofenderla,
a romper su alianza?
Que el Escapulario es signo de la consagración a María se
ve plenamente confirmado en la carta Neminem profecto latet del Papa Pío
XII, cuando exhorta a todos los carmelitas a que reconozcan en el Escapulario
“su consagración al Corazón Sacratísimo de la Virgen Inmaculada, por Nos
recientemente recomendada”;[4]
palabras que recuerda la reciente carta del Papa Juan Pablo II con ocasión de
750 aniversario de la entrega del Escapulario a san Simón Stock: “la forma más
auténtica de devoción a la Virgen santísima, expresada mediante el humilde
signo del escapulario, es la consagración a su Corazón Inmaculado”.[5]
[1]
Cfr. Rafael Mª López-Melús, El Escapulario del Carmen, Castellón,
AMACAR, 1988, p.53.
[2]
Misal romano, Oración colecta de la misa en honor de la Virgen del Carmen,
16 de julio.
[3]
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica n.1297
[4]
Pío XII, carta Neminem profecto latet (11 febrero 1950).
[5]
Juan Pablo II, carta Il provvidenziale evento di grazia (25 marzo 2001).
Las misiones católicas (1)
1. El Espíritu Santo y los misioneros
En la difusión del Reino de Cristo por el mundo ocupan un lugar preferente los misioneros y los contemplativos. No es, pues, casualidad que los Patronos de las misiones católicas sean San Francisco de Javier y Santa Teresa del Niño Jesús. Los contemplativos en la oración y en la vida penitente de sus monasterios, y los misioneros al extremo de las fronteras visibles de la Iglesia, unidos a toda la comunión eclesial, cumplen bajo la acción del Espíritu Santo una misión grandiosa. Acrecientan de día en día el Cuerpo místico de Jesús.
No es raro, pues, que unos y otros, contemplativos y misioneros, sean muy especialmente amados por todo el pueblo cristiano. Hacia los misioneros, concretamente, sentimos todos gratitud, admiración, amor profundo, y llevándolos siempre en el corazón, siempre hemos de orar por ellos, ayudándoles también con nuestros sacrificios y donativos.
En las preces litúrgicas de Laudes, Misa y Vísperas, recordemos con frecuencia a quienes están entregando sus vidas para la gloria de Dios y la salvación presente y eterna de los hombres. Dios bendiga y guarde a nuestros misioneros, y el Espíritu Santo haga fructificar todos sus trabajos, que a veces están tan poco ayudados, tan dificultados, y que con frecuencia son duros y fatigosos. El Señor, que les ha enviado, esté siempre con ellos, y sea su fuerza, su paz y su alegría.
Los misioneros son hombres católicos, es decir, universales, y son hombres del Espíritu Santo. Por eso Juan Pablo II, en su encíclica misional Redemptoris missio, de 1990, hace notar que en los Evangelios «las diversas formas del “mandato misionero” tienen puntos comunes y también acentuaciones características. Dos elementos, sin embargo, se hallan en todas las versiones. Ante todo, la dimensión universal de la tarea confiada a los Apóstoles: “a todas las gentes” (Mt 28,19); “por todo el mundo... a toda la creación” (Mc 16,15); “a todas las naciones” (Hch 1,8). En segundo lugar, la certeza dada por el Señor de que en esa tarea ellos no estarán solos, sino que recibirán la fuerza y los medios para desarrollar su misión. En esto está la presencia y el poder del Espíritu, y la asistencia de Jesús: “ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos” (Mc 16,20)» (23).
(Extraído con licencia de http://www.feyrazon.org)
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Revestíos de las armas de Dios (2)
2. La consagración a María
Desde el principio Dios Padre ya pensó en María como Madre
de su Hijo y Madre de la Iglesia,[1]
la eligió y la consagró: antes de haberte formado yo en el seno materno, te
conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado (Jr 1, 5). La
Santísima Virgen respondió a esta elección divina con el sí de la Anunciación,
aceptando ser toda de Dios, su esclava, en obediencia plena a la ley
fundamental dada por Dios a Israel: Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas
palabras que yo te dicto hoy (Dt 6, 4-6). Podríamos decir que ese
“sí” fue el acto de consagración de la Virgen María a Dios, entendiéndolo como
la aceptación de la consagración que Dios había hecho de ella: María, hija
de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al
abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad
salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y
a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención con
Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente (LG 56).
Este servicio de María no es otro que el ya mencionado de
mediar con su intercesión para la obtención y fortalecimiento de la gracia. Por
eso, debemos afirmar con rotundidad que la gracia regeneradora del bautismo,
por la que quedamos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús (Rm
6, 11), antes de ser derramada sobre nuestra alma, es engendrada en el
corazón de la Virgen María, nube de la que proviene la lluvia bautismal; ella,
que concibió a Cristo en sus purísimas entrañas, sigue ejerciendo su maternidad
dando vida a una infinidad de hijos. Así, éstos no sólo quedamos por el
bautismo consagrados para Dios en Cristo Jesús -como se significa en la
unción del neófito con el sagrado crisma-, sino consagrados también a la Madre
que ha intercedido en favor nuestro diciéndole a su Hijo: No tienen vino (Jn
2, 3).
La consagración bautismal debe ser expresada en su
plenitud con la entrada en la edad madura espiritual, que es lo que se
significa en la confirmación, “pues en este sacramento se da la plenitud del
Espíritu Santo para el robustecimiento espiritual, que es el propio de la edad
madura”.[2]
¿No podríamos decir otro tanto de la consagración a María? Son muchos los
maestros espirituales que la recomiendan, entre los que destaca san Luis María
Grignion de Montfort, quien explica que la naturaleza de esta consagración
“consiste en darse todo por entero, como esclavo, a María y a Jesús por ella;
y, además, en hacer todas las cosas por María, con María, en María y para
María”.[3]
Es lo que han realizado a lo largo de la historia de la Iglesia incontables
cristianos, comenzando por el evangelista san Juan, quien desde aquella hora
–esto es, desde que Cristo crucificado dijera a su madre: “Mujer, ahí
tienes a tu hijo”, y luego a él: “Ahí tienes a tu madre”- ... la
acogió en su casa (Jn 19, 26-27).
Y conviene citar ahora también a aquellos cruzados que en
siglo XII deciden vivir como ermitaños en el monte Carmelo consagrándose a
María, como en aquella época los vasallos a su señor: “En la misma parte
occidental de la montaña –se escribe en una guía de peregrinos de principios
del siglo XIII-, hay un lugar muy bello y delicioso, en donde habitan los
ermitaños latinos que se llaman Hermanos del Carmelo. En él han construido una
pequeña iglesia a nuestra Señora”.[4]
Y por esta elección la nueva Orden quedaba consagrada del todo a la Santísima
Virgen, como lo confirman, entre otros muchos documentos, las constituciones
del Capítulo General de Barcelona en 1324: “En el Monte Carmelo construyeron
nuestros padres una iglesia en honor de la Bienaventurada Virgen María, de la
que eligieron el título; y es por lo que después, siempre fueron denominados
Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”.[5]
[1]
Pablo VI, Discurso María, Madre de la Iglesia (21 de noviembre de 1964,
sesión de clausura de la tercera etapa conciliar).
[2]
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.72, a.2 in c.
[3]
San Luis María Grignion de Montfort, El secreto de María p.2ª n.28.
[4] Cfr. C. Kopp, Elías und
Christentum auf dem Karmel, Padeborn, 1929, p.108.
[5]
Cfr. B. Zimmerman, Monumenta historica carmelitana, Lerins, 1907, p.20.
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