Para un feminismo femenino (6)


5.- Procreación
Finalmente, según lo previsto, quiero reflexionar aquí acerca de lo femenino en relación con la procreación, con la sexualidad procreativa.
He dejado este asunto para el final, y no lo he antepuesto, porque entiendo que la dimensión procreativa del ser humano y, en particular de la mujer, ha de considerarse siempre no tanto como el punto de partida en el estudio del hombre (varón y mujer), sino más bien y mejor como lugar de llegada.
Al fin y al cabo, aunque la condición sexual (genética, hormonal, gonadal o genotípica) impregna todas las dimensiones de la persona, no contiene, a mi juicio, y como ya he señalado, el sentido último de la persona humana. Dicho brevemente: el hombre no está hecho para el sexo. Es cierto, como subraya Millán-Puelles, que:
Las diferencias de sexo no son puras y simples diferencias somáticas o fisiológicas. El sexo es una realidad psicosomática e incluso espiritual.
Espiritual por repercusión, porque permite inflexiones, versiones o adiciones distintas de esa integridad que es la persona humana, como realidad espiritual, y corporal también, por supuesto.
De acuerdo con que el sexo tiene repercusiones en todos los órdenes de la persona humana. Aunque también es verdad que como dice
M. A. Monge,
El hombre es ser sexuado, pero eso no significa que apenas sea otra cosa que sexo. Esta absolutización de lo parcial, en frase de R. Allers, fue el error que cometió Freud con su doctrina del psicoanálisis.
Hay más cosas en el hombre, y cosas superiores a ella, que su sexualidad: precisamente sus prendas específicamente humanas como son la inteligencia, la voluntad, y la libertad. Dada esta estructura humana superior, la finalidad de la vida humana no reside, como en animales y plantas, en la reproducción, la manera que la especie se mantenga en la Tierra a través de una cadena sucesiva de individuos.
Sino que, capaz por su racionalidad de abarcar toda la realidad y trascender el mundo, es cada hombre, cada individuo, un fin en sí mismo, con independencia de su posible descendencia.
Esto implica, entonces, que la sexualidad está al servicio de la persona, y ello en el muy específico y concreto sentido que se debe integrar en los fines superiores de la razón. Precisamente, eso es lo que se conoce exactamente con el nombre, hoy por lo común ridiculizado, de castidad. Lo que tradicionalmente se designa con esta palabra significa, con toda precisión, que la sexualidad está al servicio de la persona.
Conviene recordar esto porque, en materia de sexualidad, fácilmente se produce un enfrentamiento o colisión entre lo que la razón debe y quiere desear y lo que desean las pasiones, inducidas además por la influencia externa y el clima creado por las costumbres. No interesa lo que en este campo se puede desear. Que es cosa, por lo demás, simple e inmediato, a saber, placer y satisfacción. La cuestión realmente interesante es qué desea, en este orden de cosas, un hombre (varón o mujer) auténtico.
Así resulta de inmediato una idea que el profesor Melendo gusta subrayar, con todo acierto. Y es que la sexualidad tiene sentido humano sólo cuando constituye una entrega personal. El fugaz acto sexual es, por sí sólo, incapaz de tener un sentido humano total. Por el contrario, entendido como acto fecundo y personal, ha de ser ineludiblemente, un gesto fugaz, ciertamente, integrado en una entrega personal, es decir, de dos singularidades en un marco indefinido de duración. Lo diré en términos tradicionales. La sexualidad humana tiene valor positivo cuando se enmarca en el matrimonio, esto es, la entrega mutua indefinida de un varón y una mujer. Es entonces cuando los gestos corporales y la sensibilidad más material son lenguaje libre de espíritus personales. Su resultado natural ordinario son los hijos. Los cuales, como personas, y no simples ejemplares de antropoides, son engendrados tanto en el cuerpo como en su vida. La sexualidad está en el origen de la educación y del hogar. Ni la maternidad ni la paternidad terminan con el parto.
Esta solidaridad permanente entre varón y mujer en el matrimonio, junto a los hijos en el caso de haberlos, funda un hogar. Este es uno de los conceptos más importantes relativos a la existencia humana. El hogar viene a ser el lugar en el que se funda la existencia de cada hombre, la raíz de su vida. Una vida sin hogar es una vida desarraigada.
Pero tengamos cuidado con esta idea, porque ciertamente hay hogares y puede haber simulacro de hogares.
El feminismo emancipatorio ha procurado alejar a la mujer del hogar y la ha lanzado al mundo económico y profesional, pero en tal modo que el hogar era cárcel y la vida profesional liberación. Ciertamente el hogar puede ser el lugar de la alienación, el resultado del encerramiento en el que se anula la personalidad de la mujer, o en el que ella misma se ha metido porque hace de su vida algo subordinado y sometido al varón. También es cierto que las modernas condiciones de vida, según las cuales cada casa viene a ser un mundo pequeño y aislado, hacen fácilmente oprimente la dedicación femenina a la vida doméstica. Lo cual se combina, por otro lado, con que los varones poco o nada colaboran en las tareas domésticas y, en general, muestran desinterés por lo relativo al hogar. Para ellos, en ocasiones la casa es un hotel.
Sin embargo, se organice luego como se organice la vida familiar, según las múltiples y variadas circunstancias de cada caso, permanece en pie la verdad incuestionable de que el papel de la mujer en el hogar es insustituible. Esto merece reconocimiento y apoyo. Al fin y al cabo, el hogar propio es el lugar originario de la libertad de cada hombre, un núcleo de resistencia al dominio de unos hombres sobre otros, escuela de humanidad y fundamento sólido de la sociedad. Que Dios pague a las mujeres sus desvelos en el hogar.
* * *
Termino aquí mi intervención. Comencé con una anécdota personal.
Pienso que el varón es hoy un hombre enfermo. Lo está también la mujer a pesar del movimiento de emancipación femenina. Se cumple la ley de que la humanidad se compone de varones y mujeres.
Ninguno puede vivir de espaldas al otro, ninguno puede alcanzar sus metas contra el otro. Un buen feminismo requiere un correcto masculinismo.

"Stat Crux"


“La Cruz permanece mientras el mundo cambia”

            Esta frase, tan real como la vida misma, es el lema escogido por los Cartujos de la Orden de San Bruno, fundada en el año 1084 en un hermoso valle de los Alpes Franceses. El Espíritu Santo suscitó por medio de San Bruno esta Orden monástica que, a través de la oración contemplativa y la meditación continua de los misterios de nuestra fe, supuso una renovación espiritual para toda la Iglesia. Hombres deseosos de dedicarse por entero, en cuerpo y alma, a aquello que realmente “permanece” como absolutamente verdadero e inmutable en medio de un mundo cambiante. Para tener siempre presente ese alto ideal, al cual habían sido llamados por Dios, escogieron este lema sublime: “la Cruz permanece mientras el mundo cambia”, o mejor dicho, en el latín de aquella época: “stat Crux dum volvitur orbis”.
            
            Creo que puede ser para nosotros, los lectores de esta edificante revista “Columna y Soledad”, una ayuda preciosa para tratar de celebrar –con el mayor fruto posible– el misterio central de nuestra fe que revivimos cada Semana Santa: Pasión, Muerte, Resurrección… el Misterio Pascual de Cristo, su “paso” por este mundo hacia la Casa del Padre, venciendo sobre el pecado y sobre la muerte, librándonos de esas ataduras y (si no ponemos obstáculos a la acción de la Gracia en nosotros) llevándonos hacia la gloria de los hijos de Dios, que empieza a manifestarse en la tierra (orientando cada cosa hacia su verdadero Fin) y que alcanzará su plenitud en el Cielo.
            
             Cuando observamos, tristemente, que se trata de quitar a Dios de la vida pública, se hace más urgente que nunca recordar esta verdad siempre actual: “stat Crux dum volvitur orbis”. Algunos reclaman que se quiten incluso los crucifijos de las escuelas y de los lugares públicos, pero… ¿hay algún derecho que respalde esa petición? Más bien parece lo contrario. Un derecho fundamental (¡de sentido común!) reconocido en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamados por la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) el 10 de diciembre de 1948, es el derecho de libertad religiosa: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
            
              Este derecho fundamental, viene reconocido en el artículo 16 de nuestra Constitución Española[1] y en la Ley Orgánica 7/1980 del 5 de julio[2]. Por tanto, no parece que la sentencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos –no confundir con el Parlamento Europeo– de noviembre del año pasado tenga mucho fundamento legal (o “in iure”, como decimos los juristas). Dicho Tribunal sentenció que “el crucifijo en la escuela pública supone una violación de los derechos de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones y de la libertad de religión de los alumnos”. Es sorprendente que un Tribunal Europeo afirme que la sola presencia del crucifijo pueda significar una violación de derechos de padres y alumnos, sin tener en cuenta que es precisamente la libertad religiosa de esos mismos padres y alumnos la que avala la presencia del crucifijo en las aulas, sin mencionar otros factores de no menos amplio calado: historia, cultura, identidad, principios morales, apertura a la trascendencia,… ¿Por qué ahora, en virtud de una mal entendida libertad religiosa, se trata de imponer una visión materialista e intrascendente del ser humano, al margen de cualquier religión o credo? No olvidemos que se trata de una sentencia que vale sólo para el instituto “Vittorino da Feltre”, de la localidad Abano Terme (Italia), ante un pleito instado por una madre finlandesa, Soile Lauts, en relación a dos hijos de 11 y 13 años alumnos en el curso académico 2001/02. Se trata de una sentencia que no tiene valor fuera de la localidad a la que se refiere. En Italia contrarió la medida. El Juez Nicola Lettieri, que representó a Italia ante la Corte de Estrasburgo, informó de que la decisión será recurrida por el Ejecutivo italiano, que manifestó su disconformidad con la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La Ministra de Educación italiana, Mariastella Gelmini, afirmó que “la presencia del crucifijo en las aulas no significa adhesión al catolicismo, es un símbolo de nuestra tradición. (…) La historia de Italia pasa también por los símbolos, y eliminándolos se elimina también una parte de nosotros mismos. (...) Nadie, ni siquiera una Corte Europea ideologizada, conseguirá borrar nuestra identidad”. Exactamente lo mismo se puede decir en España.
            
            Entonces, ¿qué es lo que les molesta a los que no soportan ver la “Cruz”? Sencillamente se cumple aquello que ya fue anunciado por el anciano Simeón a la Virgen María con motivo de la Presentación del Niño Jesús en el Templo: “Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y como signo de contradicción” (Lc 2, 34). Efectivamente, la Cruz de Cristo sigue todavía hoy llamando a nuestras conciencias, invitándonos a abandonar el camino de la ruina (el egoísmo, la soberbia, el materialismo,…) y a elegir libremente el camino de la resurrección (el amor sincero, el perdón, la unión íntima con nuestro Señor,…). Es una prueba de que Cristo no pasa de moda: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13, 8).



                                                                                      Mons. Pedro Antonio Moreno García
                                                              Juez del Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica en España
                              



[1] CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA (Art. 16):
1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley.
2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
[2] LEY ORGÁNICA (7/1980) SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA: 5 de julio de 1980.
Art. 1.1: El Estado garantiza el Derecho Fundamental a la Libertad Religiosa y de Culto, reconocida en la Constitución, de acuerdo con lo prevenido en la Presente Ley Orgánica.
Art. 2.1: La Libertad Religiosa y de culto garantizado por la Constitución comprende, con la consiguiente inmunidad de coacción, el derecho de toda persona a:
a.       Profesar las creencias religiosas que libremente elija o no profesar ninguna; cambiar de confesión o abandonar la que tenía; manifestar libremente sus propias creencias religiosas o la ausencia de las mismas, o abstenerse de declarar sobre ellas.
b.       Practicar los actos de culto y recibir asistencia religiosa de su propia confesión; conmemorar sus festividades; celebrar sus ritos matrimoniales; recibir sepultura digna, sin discriminación por motivos religiosos, y no ser obligado a practicar actos de culto o a recibir asistencia religiosa contraria a sus convicciones personales.
c.        Recibir e impartir enseñanza a información religiosa de toda índole, ya sea oralmente, por escrito o por cualquier otro procedimiento; elegir para sí, y para los menores no emancipados e incapacitados, bajo su dependencia, dentro y fuera del ámbito escolar, la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.
d.       Reunirse o manifestarse públicamente con fines religiosos y asociarse para desarrollar comunitariamente sus actividades religiosas de conformidad con el Ordenamiento Jurídico General y lo establecido en la presente Ley Orgánica.
Art. 3.1: El ejercicio de los derechos dimanantes de la Libertad Religiosa y de Culto tiene como único límite la protección del derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales, así como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública, elementos constitutivos del orden público protegido por la Ley en el ámbito de una sociedad democrática.

Para un feminismo femenino (5)


4.- Psicología y biología general
Profundicemos, pues, un poco en esta diferencia. En un orden puramente biológico cabe considerar:
En primer lugar, el hecho comprobado de que, por lo general, la mujer vive más que el hombre. En segundo lugar, que la mujer alcanza su punto sexual de desarrollo bastante más pronto que el hombre9.
Esto tiene consecuencias para la modalidad propia de la existencia femenina. Millán-Puelles lo explica así:
Y las consecuencias van a consistir en una mayor impregnación en cada individuo femenino de su propia condición de mujer. Digamos que la mujer va a estar más determinada y se va a vivir más a sí misma como mujer que el hombre como hombre […].
La mujer tiene una biología más potente que la del varón, lo cual supone ventajas e inconvenientes. La longevidad puede ser una de las ventajas. Entre los inconvenientes, las numerosas ocasiones en que los ciclos físicos o las dolencias acaparan toda su atención. Confieso que a mí me ha costado entenderlo en mi propia vida y creo que, en general, a los varones nos cuesta un poco entender la peculiaridad de la fisiología femenina, con lo que a veces se producen tensiones.
El varón debe esforzarse en ser comprensivo. Por otra parte, el diferente ritmo de desarrollo de varones y mujeres debería llevar a adaptaciones, por ejemplo, de los ritmos escolares o de las actividades en las empresas.
En lo que respecta a los rasgos psicológicos femeninos, confieso que me causa mucha desazón la literatura al uso, porque no sólo se conservan en ella a veces tópicos dudosos, sino que también se encuentran a menudo análisis imprecisos y borrosos. Aunque, desde luego, que hay una «psicología femenina» es algo que considero absolutamente indudable, por mucho que el feminismo no igualitarista se empeñe a veces en lo contrario.
Pero en realidad, quizás ciertas aproximaciones, a primera vista imprecisas y borrosas, digan más de lo que se pueda pensar. En la novela y en la poesía hay cientos de ejemplos, de abocetamiento del modo de ser femenino, de intuiciones de algunos de sus aspectos, expresados de manera indirecta, pero verdadera y significativa. Me van a permitir que ponga un ejemplo de ello:



Tú vives siempre en tus actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que tú tocas.
De tus ojos, sólo de ellos,
sale la luz que te guía
los pasos. Andas
por lo que ves. Nada más.
Y si una duda te hace
señas a diez mil kilómetros,
lo dejas todo, te arrojas
sobre proas, sobre alas
estás ya allí; con los besos,
con los dientes la desgarras:
ya no es duda.
Tú nunca puedes dudar.

Porque has vuelto los misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son esas cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu reló
y el tierno cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada día al despertar,
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya.
Y nunca te equivocaste,
Más que una vez, una noche
Que te encaprichó una sombra
–la única que te ha gustado–
Una sombra parecía.
Y la quisiste abrazar.
Y era yo.



En estos versos, que son los primeros del libro La voz a ti debida, del poeta Pedro Salinas, no hace falta decir de quién se habla. Claro que al final de este fragmento, cuando el poeta mismo se menciona como la sombra amada se tiene una confirmación. Pero no hacía falta.
Salinas comienza describiendo a la mujer, y sólo una mujer puede ser lo descrito en esos conocidos y hermosos versos. Hay rasgos existenciales característicos de la mujer, rasgos más o menos acentuados o simplificados a lo largo de la historia, pero tan constantes como, en el fondo, firmes.
Uno de esos rasgos, seguramente, está en la mayor inclinación y sensibilidad de la mujer hacia la belleza, mientras que el varón parece más dispuesto y receptivo hacia lo noble. Lo digo con términos del filósofo I. Kant, y con otros lectores de esos textos del filósofo alemán debo añadir que se trata de un modo impreciso de aludir a algo que late de verdad en el fondo del asunto, si se ponen en sus justos límites las afirmaciones correspondientes y se pulen los conceptos.
Porque desde luego no se trata de decir que la mujer «sólo tiene ojos para el valor de la belleza y el hombre sólo tenga sensibilidad o lo esencial de su sensibilidad esté, en definitiva, para el valor de lo noble en sus diversas manifestaciones»12. Pero si es verdad que «algo de esto hay», en el sentido de una espontánea preferencia en general hacia una de estas cosas.
Podría quizás cambiarse el par «belleza-nobleza» por el de «presencia- distancia», o por el par «posesión-deseo», o por «disfrute-acometimiento». Como que la mujer vive para la paz y el varón se inclina por la guerra, etc. La doctora Ana Sastre quizás se mueve en la misma dirección cuando, en términos algo afilados dice:
… el hombre concede primacía al hacer sobre el contemplar, al derecho sobre la compasión, a la idea sobre la vida. Vive luchando y luchar quiere decir también matar, destruir la vida. El principio femenino, en cambio, es de dar nueva vida, tendencia a centrar el interés en el ser humano concreto, a economizar vidas.
Claro que ello no obsta para que, en casos particulares, las inclinaciones puedan estar alteradas, como que es posible encontrar sin duda mujeres guerreras y hombres tranquilos. La primacía general de uno de los factores antagónicos suele caracterizar el fondo de la feminidad en manifestaciones muy variadas. Y esa polaridad, desde luego, puede ser causa de conflicto con el varón. Como cuando el disfrutar de una puesta de sol se enfrenta con ver un partido de fútbol: supongo que no es preciso decir en qué lado se sitúa el varón y en cuál la mujer.
Suele decirse que los chicos somos «brutos» y que las chicas son «sensibles». Por eso, la armonía en la familia, en el matrimonio, e incluso en el trabajo, requiere que, de verdad, asuman y acepten unos la sensibilidad de los otros, de modo que ambos puedan desarrollarse adecuadamente. Una forma típica de esta mutua comprensión es la que tiene lugar en el piropo, cuando el varón se manifiesta verdadera y cordialmente derrotado por la belleza de su mujer.
También se ha escrito que «la mujer tiene más desarrollado que el hombre el sentido de lo concreto: el hombre, digamos, es más abstracto»14. Por eso ha podido decir H. Bergson que
… la mujer es, respecto al hombre, el órgano de atención a la realidad.
La mujer es para el varón lo que realmente le implanta en la auténtica realidad de la vida. El hombre se perdería en divagaciones si no fuera por la mujer.
Mientras que la esposa es bien consciente de las dificultades económicas para llegar a fin de mes, el varón más fácilmente se extravía en los problemas de la política internacional. Más práctica y directa, es un contrapeso del despiste masculino. Y también aquí es preciso que el varón desarrolle la capacidad de captar las inquietudes realísimas que bullen en el alma femenina y, sobre todo, es preciso que la tome completamente en serio. Como es natural, salvada la necesaria reciprocidad. Porque una tendencia desbocada hacia lo concreto inmediato achica el horizonte vital, a la vez que un sentido ideal y universal descontrolado hace la vida imposible.
En tercer lugar, es característica de la mujer una mayor emotividad.
Lo describe con detalle un psiquiatra, J. Mª Poveda, en los siguientes términos:
Si hay especies afectivas en las que la mujer destaca son, precisamente, junto a la ya aludida de la emotividad, los sentimientos vitales, en tanto estos reflejan los modos de la relación del organismo vivo en su totalidad con el universo físico. La clínica demuestra que la cuantía de las dolencias psicosomáticas es superior en las mujeres. La mujer se siente más a menudo enferma y, correlativamente a lo apuntado, respecto de su mayor subordinación a la naturaleza, tales molestias revelan, mejor que en el hombre, la periodicidad legal de los fenómenos biológicos. La angustia, la ansiedad, la inquietud y el decaimiento, tienen en la mujer un margen de expresión física que contrasta con la prevalente elaboración racionalizadora de las mismas alteraciones en el varón. En contraste con lo dicho para los sentimientos vitales, los anímicos y espirituales ofrecen en la mujer un carácter más puntual y pasajero.
La tristeza desencadenada por una mala noticia coarta menos que en el hombre sus demás posibilidades de acción. La impresión amarga de un acontecimiento o la exaltación espiritual surgida en el trance contemplativo de una realidad valiosa embargan más el ánimo del varón.
Es verdad, reconozcámoslo, a los varones con frecuencia nos resulta dificultoso enfrentarnos con la emotividad femenina. Procuramos quizás ser más fríos, y yo creo que es porque tememos acaso emborracharnos de sentimiento. Sin embargo, el afecto de la madre y de la esposa, según sea el caso, nos son vitales. Al mismo tiempo, la mujer ha de vivir su afectividad con control y sin sensiblerías, en lo posible.
La intensa afectividad no es incompatible con la fortaleza de carácter y la firmeza de la personalidad. En esto, la historia nos ha dejado casos ejemplares y muy elocuentes de, por así decirlo, una feminidad sólidamente asentada.

"Una Boda Católica ¿Por lo Civil?"


            En nuestros días, como todos sabemos, se produce de vez en cuando un conflicto entre aquellos novios que desean casarse y no consiguen ponerse de acuerdo en si hacerlo “por la Iglesia” o “por lo civil”. Cuando dicho conflicto surge por motivos de simple capricho personal o estética, la discusión no sólo carece de fundamento sino que pone de manifiesto la escasa preparación de los contrayentes para realizar un paso tan importante en sus vidas. Sin embargo, ¿qué sucede cuando el desacuerdo viene motivado por convicciones profundas en torno a la religión y a la Iglesia?

Me refiero a aquellas parejas de novios en las que cada uno de ellos ha recibido una formación diametralmente opuesta en materia religiosa. El contrayente que ha vivido siempre en un ambiente anti-eclesial se opone radicalmente a casarse por la Iglesia ya que va en contra de su educación y sus costumbres. Por el mismo motivo, la otra parte se niega a contraer matrimonio civilmente queriendo mantenerse fiel a sus principios y a su vida de fe.

¿Qué sucede entonces? A primera vista, tan sólo descubrimos dos posibilidades: 1) que uno de los dos ceda y doblegue su voluntad a la del otro; 2) que se rompa definitivamente la relación de ese noviazgo. No obstante, existe una tercera posibilidad que muy pocas veces viene considerada: 3) solicitar la dispensa de la forma canónica. He aquí la cuestión que deseo tratar ahora con más detenimiento.

En primer lugar, hemos de preguntarnos qué es eso de la “forma canónica”.

Tal y como afirma el actual Código de Derecho Canónico (CIC 1983) en el canon (c.) 1108, para que el consentimiento matrimonial sea válido ha de ser manifestado por los contrayentes según la forma canónica, es decir, ante el Obispo o el párroco (o un delegado de ellos) y al menos ante dos testigos. La forma canónica ha de ser observada siempre que al menos uno de los contrayentes haya sido bautizado o recibido en la Iglesia católica (cfr. CIC 83, c. 1117). Como es sabido, desde la promulgación del M.P. Omnium in mentem (26-10-2009), se ha introducido una importante reforma normativa en el Código, pues ya no reviste relevancia jurídica la separación de la Iglesia mediante acto formal de cara a la obligación de casarse según la forma canónica.

La exigencia de la forma canónica para la validez del matrimonio nació en el 1563 con la publicación del capítulo Tametsi del Concilio de Trento (sess. XXIV, Decr. De reformatione matrmonii, cap. 1). Esta disposición establece, por primera vez en la Iglesia, una forma jurídica sustancial y exigible para la válida celebración del matrimonio. Muchos años más tarde, sufrió algunas modificaciones en el Decr. Ne temere (2-VIII-1907) y así fue sustancialmente asumida por el Código de Derecho Canónico anterior (CIC 1917) en el c. 1094 y por el Código actual en el c. 1108.

Pero, ¿qué era lo que pretendía el Concilio de Trento con aquella disposición de 1563? ¿Por qué exigir una forma jurídica determinada para poder casarse válidamente? El problema que se pretendía solucionar con ello era el de los llamados “matrimonios clandestinos”.  Se trataba de matrimonios contraídos privadamente, con la sola presencia de los contrayentes, mediante el intercambio del consentimiento matrimonial y la posterior consumación a través de la unión carnal de los esposos. Para entender mejor esta cuestión hemos de remontarnos algunos siglos atrás en la historia.

Hasta los siglos XI-XII la unión matrimonial legítima no se realizaba en un único acto jurídico, como ocurre en cambio en nuestros días. El matrimonio era una institución gradual, a la que se accedía a través de dos etapas:
a) La fase esponsal: son los llamados “desposorios” o promesa de matrimonio entre el hombre y la mujer. Normalmente, esta promesa no venía realizada por los contrayentes sino por sus padres o tutores legales. El matrimonio era considerado como un pacto familiar y, a veces, se llevaba a cabo cuando los que se iban a casar estaban todavía en la cuna de los recién nacidos. A partir de ese momento, nacía un vínculo jurídico que sellaba el compromiso de ambas familias. Aquellos niños ya se pertenecían el uno al otro porque estaban prometidos en matrimonio y toda relación sexual que pudieran tener en el futuro con otra persona que no fuera su prometido/a se consideraba un adulterio.
b) La fase nupcial: es la “boda” propiamente dicha. Llegado el tiempo establecido, se da plena ejecución al acuerdo matrimonial estipulado precedentemente por las partes. Es el momento de las ceremonias y los festejos nupciales: la despedida de la esposa de la casa paterna, acompañada por la bendición del padre; la conducción de la esposa a la casa del esposo y el inicio de la cohabitación marital. A través de la consumación del matrimonio, los esposos manifestaban su mutuo consentimiento y comenzaban a ser, de manera irrevocable, marido y mujer.

Ésta era la práctica habitual y comúnmente aceptada para contraer matrimonio. Pero ¿qué pasaba cuando, antes de la fase nupcial, alguno de los esposos no deseaba unirse con el otro en matrimonio? ¿Y qué sucedía si, en ese período de tiempo esponsal, realizaban una nueva promesa de amor matrimonial con otra persona –a quien querían realmente– y consumaban el matrimonio con ella? Como he dicho anteriormente, cuando los contrayentes no eran fieles al pacto esponsalicio establecido por ambas familias, el único nombre para llamar a esa situación era “adulterio”. No obstante, se reconocía que el primer pacto (entre las familias) venía cancelado mediante la realización y consumación del segundo (entre los esposos). De este modo, se ponía cada vez más de relieve la trascendencia y centralidad del consentimiento de los cónyuges como causa eficiente del matrimonio. Pero, por otra parte, se estaba olvidando otra dimensión esencial del mismo: la dimensión festiva o comunitaria. El Concilio de Trento ayudó a recuperar esta dimensión tan importante del matrimonio.

El matrimonio no es una fiesta privada entre dos personas. No basta que dos personas se declaren su amor para considerar que ya son matrimonio. Es necesario que ese compromiso se asuma no sólo ante la otra persona y ante Dios sino también ante la Iglesia y ante la sociedad. Como dice el c. 1057 §1: “El consentimiento lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir”. No basta, por tanto, manifestar el consentimiento de cualquier forma. Es necesario hacerlo según la forma legitimada por el Derecho Canónico, con las excepciones previstas al caso.

En cuanto sagrada institución creada por Dios, el matrimonio será siempre un bien público, es decir, un bien para toda la Iglesia y para toda la humanidad. Por este motivo, es necesario que para casarse haya de realizarse alguna ceremonia de carácter público. Además, en todas las culturas de todos los tiempos ha existido esa fiesta (“la boda”) celebrada con motivo de la unión entre el hombre y la mujer para constituir una nueva familia. La Iglesia, en los primeros tiempos de su historia, no introdujo cambios en cuanto al modo de celebrar el matrimonio. Prácticamente, había asumido la forma de casarse que existía en cada lugar, modificando obviamente aquellas costumbres que se oponen a la verdad revelada sobre el matrimonio (p. ej: la poligamia). Sin embargo, el Concilio Tridentino –por las razones expuestas– consideró necesario establecer la llamada “forma canónica” como único modo de contraer matrimonio válido para todos los miembros de la Iglesia católica. De este modo se responde a una doble necesidad: la de dar al matrimonio la conveniente publicidad en el seno de la comunidad eclesial y la de constatar la existencia de un consentimiento válido, con todos los requisitos necesarios para ello.

Por otra parte, no hemos de olvidar cuál es la esencia de todo matrimonio: un compromiso de amor mutuo, exclusivo, para toda la vida y abierto a los hijos. Eso significa “casarse”, independientemente de cuál sea la forma, el ritual o el protocolo que debe seguirse para ello. El objetivo es, como nos dice el Concilio, crear esa “íntima comunidad conyugal de vida y amor” (GS 48) entre el hombre y la mujer, fundada sobre el consentimiento personal e irrevocable de los cónyuges. Se trata de un compromiso muy importante que influye decisivamente en la vida de cada persona. Dada la trascendencia de este compromiso, es necesario un testigo cualificado que verifique si se dan las circunstancias necesarias para la celebración de la boda: libertad de los contrayentes, responsabilidad, madurez, adecuada comprensión de lo que es el matrimonio con sus características y sus fines... El clérigo que oficia la boda tiene la misión de asistir a ella como testigo cualificado ya que los ministros del sacramento del matrimonio son los mismos cónyuges. Esto permite que, en casos excepcionales ya previstos por el Código, pueda asistir al matrimonio un testigo cualificado que no esté investido del sacramento del orden.

En definitiva, podemos afirmar que, con la exigencia “ad validitatem” de la forma canónica, no sólo se evitan los matrimonios clandestinos y se sabe con certeza quién está casado y con quién, sino que se ofrecen mayores garantías para que el compromiso de los esposos reúna los requisitos necesarios. Básicamente, los requisitos que deben verificarse en los esposos son: la libertad, la responsabilidad o madurez, la capacidad y la sinceridad, o lo que es lo mismo, la disposición a vivir el matrimonio según el plan de Dios (cfr. CIC 83, cc. 1055-1058).

Ahora bien, cuando esos requisitos se dan con claridad en aquéllos que desean casarse y existen serias dificultades para observar la forma canónica, los contrayentes pueden solicitar la dispensa de este requisito (c. 1127 §2) para poder contraer matrimonio válidamente ante la autoridad civil competente. La posibilidad de conceder dicha dispensa está reservada a la Santa Sede y tan sólo se contempla a partir del CIC 83. Una vez concedida la dispensa, si los dos cónyuges están bautizados, ese matrimonio celebrado en el ayuntamiento ante la autoridad civil no sólo será válido sino que también será sacramento. Así viene respetada la conciencia de ambos y la parte católica podrá seguir recibiendo los demás sacramentos sin ningún problema.

Incluso es posible solicitar ante el propio Obispo la “sanación en raíz” (c. 1161 §1) para aquellos matrimonios celebrados sólo civilmente y que realmente desean estar casados, no sólo ante el Estado, sino también ante Dios y ante la Iglesia. Consiste en conceder a estos cónyuges la dispensa de la forma canónica con efecto retroactivo, es decir, remontándose en el tiempo hasta el momento de su “boda” en el juzgado o ayuntamiento. El resultado es que, gracias a esta medida, el matrimonio viene sanado como si se hubiese celebrado en la iglesia desde el primer momento, con la consecuente legitimación de la prole, y no es necesario llevar a cabo ninguna otra ceremonia litúrgica.

            Valga este artículo como sugerencia para poner en práctica estas soluciones, cuando se presente el caso, y así seguir abriendo el camino –a todos los que realmente lo deseen– para el encuentro personal con Cristo mediante la participación plena en la vida de la Iglesia.


Mons. Pedro Antonio Moreno García          
Juez del Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostólica en España   

Si Dios no existe todo está permitido



Les propongo una historia para que dejemos volar un poco la imaginación. Si al entrar en este mundo Dios enviara un ángel para entregarnos, a cada uno, un pequeño boleto en cual se nos pidiera que escribiéramos los años que queremos vivir. La mayor parte de nosotros, en esos primeros años de nuestra vida pondríamos 60, o tal vez algunos 65 años, creyendo que son suficientes. El mensajero divino, además de llevarse nuestro boleto, nos informaría que la puerta para el encuentro con Dios es la muerte, pero que la hora quedaba librada a nuestra elección. Y si cada diez años, Dios enviara a ese mismo emisario para que nos recordara la fecha puesta en el boleto, veríamos como  luego de los 30, es decir al cumplir 40, comenzaríamos a pedir autorización para modificar la fecha que colocamos al entrar en este mundo. Y ciertamente que luego de modificada, y adentrándonos en la nueva década, estaríamos esperando que llegara ese  nuevo encuentro con el mensajero de Dios, que trae nuestro boleto, para prorrogar un poco más el tiempo de nuestra partida.

Y si nos adentráramos un poco más en la historia que venimos desarrollando, veríamos que muchos, a pesar de conocer que la muerte es la puerta que nos lleva al encuentro con Dios, iríamos interminablemente corrigiendo el boleto.

Gracias a Dios y conociendo el deseo insatisfecho que reside en el corazón del hombre, únicamente saciado por el Encuentro definitivo con ÉL, decidió conocer ÉL únicamente el día y la hora nuestra partida. Que bondadoso y sabio es nuestro Dios que nos libró de una carga tan pesada.

Dios sabe el apego que tenemos a los bienes materiales, y cuanto lamentablemente nos esclavizan impidiéndonos volar al encuentro de su Amor. Ellos entablan en el corazón del hombre una batalla contra Dios, pues quieren ocupar su lugar. Pero este "golpe de estado" que dan en el corazón de los hijos de Dios, es progresivo y lento, con la intención de que sea imperceptible. El Enemigo quiere ganar la guerra en pequeñas batallas.

Y muchos de los males que nos afligen tienen su origen en la relación que tenemos con Dios. El apego desordenado a los bienes o personas; el desconocimiento de nuestros desordenes y sus causas o el diálogo que se ha establecido con el Enemigo por la cultura imperante sin capacidad de discernimiento, son algunas realidades, que entre otras, nos van debilitando.

En la primera batalla el Enemigo tratará de desterrar a Dios, es necesario ponerlo lejos del corazón del hombre, su objetivo será que aceptes para tu vida; que Dios existe pero esta muy lejos de ti y de tus cosas. Dios ha sido desterrado del corazón de los hombres, las familias, las casas, las leyes, los hospitales, los colegios y para la New Age de la Iglesia. Dios ha sido desterrado de su Creación y muchos quieren que lo destierres de las cosas de tu vida social, especialmente si eres creyente. Porque Dios es causa de conflictos, de allí que conviene que no pongas tus creencias en las cosas del Mercado. Supongo que el día del juicio particular, el alma creyente que actúe así, le dirá al Señor: este era tu mundo y todo es tuyo; pero para vender mis  productos TÚ eras un obstáculo. 
Muchos han impulsado la secularización, no la secularidad, pero en realidad el impulsor de la secularización es un espíritu que con (por y en) ella congrega y descalifica a Dios proponiéndolo como el principal obstáculo para la concordia social. Acusar a Dios de obstáculo es un pecado gravísimo, es compartir la misma visión que nos trasmiten los Evangelios cuando algunos acusaban a Jesús de obrar por el poder del Enemigo.

En la segunda batalla el Enemigo tratará de matar a Dios en el corazón de los hombres. Así lo anunciaba el profeta de Baal de los tiempos modernos Nietzsche: "Dios ha muerto". Se nos va ofreciendo, poco a poco, como telón de fondo de la sociedad de consumo, en la cultura imperante, el pensamiento de que con Él o sin Él nada cambia. Estos  y otros axiomas, cual decálogo del Enemigo, va matando a Dios en tu corazón. Ya lo decía F.Dostoievski: "Si Dios no existe está todo permitido".

El bienestar es la felicidad.
Tanto tienes tanto vales.
Un regalo tiene que materializarse, si no, no existe.
La fama  a cualquier precio es las meta más preciada.
El porvenir es de los fuertes, los débiles son un obstáculo.
La virtud aburre y el vicio divierte.
No hay nada, ni nadie más importante que uno mismo.

Frente a una cultura de mercaderes, los creyentes debemos trabajar por una cultura de la gratuidad, en la cual  son profetas los santos y solamente ellos pueden indicarnos claramente caminos liberadores para el "hombre de hoy". El mundo necesita santos, la Iglesia nos invita insistentemente a recorrer los caminos de la santidad. En nosotros está ser servidores de una cultura de mercaderes o servir a la cultura de la gratuidad.

Si ahora continuáramos con la historia narrada al principio y nos preguntáramos: ¿qué harían lo santos con ese boleto que trae el emisario divino?. Podemos suponer que siempre lo entregarían  en blanco, y le comunicarían al ángel el deseo de que sea Dios quien ponga la fecha de la partida.

Por ello pidámosle al Señor nos conceda Sabiduría, que es la capacidad de penetrar en el sentido profundo del ser, de la vida y de la historia, traspasando la superficie de las cosas y de los acontecimientos para descubrir en ellos el significado último, querido por el Señor.  

                                                  
                                                Diác. Jorge Novoa
                                                                        
                          (Artículo extraído con licencia de http://www.feyrazon.org/)

¿Reencarnación si o no?




Están de moda nuevamente hoy entre nosotros las teorías reencarnacionistas, de origen oriental, según las cuales el alma humana, luego de la muerte, vuelve a nacer en otra época, en otro cuerpo, como otra persona diferente, y eso, sucesivas veces, hasta que finalmente alcanza la liberación definitiva.

¿Qué se puede decir de estas doctrinas, a la luz de la razón y de la fe cristiana?
Supuesto lo que la recta filosofía enseña sobre la espiritualidad e inmortalidad del alma humana, hay que decir que es un hecho naturalmente evidente que tras la separación del alma y el cuerpo por la muerte, el alma no vuelve a reunirse con su cuerpo en forma natural. Desde el punto de vista meramente natural, la muerte del ser humano, aún no siendo el fin total del "yo", es un camino sin vuelta atrás.

En efecto, siendo el hombre una unidad de alma y cuerpo, la unión de los mismos equivale a la creación del ser humano, que es obra exclusiva del poder de Dios. El alma humana, por tanto, no tiene naturalmente el poder de unirse por sí sola nuevamente al cuerpo del que ha salido, o a otro. La reunión del alma, después de la muerte, con su propio cuerpo, es un don sobrenatural del poder divino, y se llama "resurrección". Ello no es obra de ninguna ley impersonal ni necesaria de la naturaleza, sino de la libre iniciativa y el querer de Dios. Así como sólo Dios, el Señor de la vida y de la muerte, puede crear, si quiere,  al ser humano viviente, así también sólo él puede recuperarlo, si quiere, de la muerte.

La tesis de la reencarnación es una falsa imaginación derivada de una doctrina verdadera como es la inmortalidad del alma humana. A la afirmación verdadera y filosóficamente fundada de que el alma humana sigue existiendo tras la muerte, la imaginación humana le ha agregado la idea de una especie de "viaje cósmico" que el alma emprende pasando de un cuerpo a otro.

La doctrina de la reencarnación es, además, contradictoria. Cuando alguien dice "Yo soy Napoleón reencarnado" ¿qué quiere decir ahí "yo"? Se está diciendo a la vez que Napoleón y el hablante son personas distintas, y no son personas distintas, lo cual es contradictorio. Se responderá: "son distintas en cuanto al cuerpo, no son distintas, en cuanto al alma".

En vez de decir: "Soy Napoleón reencarnado", entonces, se podría decir: "Soy el alma de Napoleón, reencarnada". Eso quiere decir que no soy Napoleón, y que mi alma es la misma que la de Napoleón, con lo que la única diferencia entre Napoleón y yo viene a  ser el cuerpo. 
Pero entonces resulta que "Napoleón" es solamente una unión accidental de un alma "X" con un cuerpo particular, así como "Yo" soy otra unión accidental de esa misma alma "X" con otro cuerpo particular. La persona humana queda reducida al plano de un agregado accidental de elementos. El alma es un alma "sin nombre", pues no es ni Napoleón ni "yo" ni ninguno de los otros agregados accidentales que ha integrado en el curso de las reencarnaciones. Desaparece el "yo", la persona, la identidad. 

Pero entonces la frase "yo soy la reencarnación de..." o "yo soy el alma de...",  es contradictoria, porque , si hay reencarnación, no hay "yo". 

Ahora bien, cuando nosotros hablamos, no es el alma sola la que habla, sino también el cuerpo. Y al decir "yo", no entendemos una unidad accidental como la de un agregado, sino una unidad sustancial, la de una única persona. En un agregado accidental de sustancias, tenemos varios individuos sustanciales diferentes, y así serían el alma y el cuerpo en la hipótesis dualista reencarnatoria. Pero el ser humano es un solo individuo sustancial y personal. Luego, nuestra experiencia personal más inmediata y evidente es contraria a la doctrina de la reencarnación. 

Pero entonces, vemos cómo el "yo" es solamente, para los reencarnacionistas, el alma. Esto confirma el desprecio del cuerpo que está en la raíz de estas doctrinas orientales. En su origen oriental, en efecto, la reencarnación no es, como en sus imitaciones occidentales, una buena noticia por su capacidad de diluir el carácter definitivo de ésta nuestra única existencia, sino una maldición por la que el alma se ve una y otra vez reencadenada al cuerpo del cual se debe en todo caso liberar. En el fondo de todo esto está la idea de que la materia y el cuerpo son malos, idea profundamente anticristiana.

Pero también esta idea es contradictoria. Se encuentra aquí el error "dualista" de considerar al cuerpo y al alma como dos cosas o "sustancias" distintas e independientes entre sí, accidentalmente unidas en lo que llamamos el hombre. La auténtica filosofía cristiana coincide con Aristóteles en este punto, de considerar al ser humano como una sola y única sustancia, "cosa" o ente, que tiene sí, dos aspectos realmente distintos, el espiritual y el material, pero sustancialmente unidos e íntimamente compenetrados.
De aquí se sigue que el "yo", la persona, es el compuesto todo de alma y cuerpo, y no el alma sola. El alma humana es inmortal, se separa de la materia por la muerte, sin destruirse, enseña Santo Tomás de Aquino, pero entonces deja de ser hombre, persona, y en sentido estricto, "yo", pues la materia corporal es esencial a todas esas nociones, tratándose del ser humano. Sigue teniendo conciencia y siendo un sujeto, pero no es un sujeto "humano" en el pleno sentido del término, hasta que recupera su dimensión corpórea por la Resurrección de entre los muertos.  

Todo esto tiene también relación con la doctrina aristotélica de la materia como principio de individuación. Es decir, ¿cómo es posible que en una misma especie haya varios individuos numéricamente diferentes, si los caracteres específicos son precisamente los mismos para todos? Para Aristóteles, los seres corpóreos están compuestos de materia prima y forma sustancial. Siendo la forma el elemento determinante del carácter específico, ha de ser la materia, dice Aristóteles, la responsable de la individuación.
Esto es así, porque la materia, afectada por la cantidad y la extensión, es principio de localización espacio - temporal, y por tanto, de concreción individual. El individuo, a diferencia de la idea abstracta, es siempre eso que existe "hic et nunc" (aquí y ahora).
Esto también es fundamental: decir que el alma espiritual, que es la forma sustancial del "compuesto" humano, es individuada por la materia, o sea, por su relación al cuerpo, significa que esa alma es individual, y es esta alma concreta y no aquella otra, por su relación a este cuerpo concreto situado aquí y ahora. De donde se sigue que es contradictorio suponer que esta alma individual pueda seguir siendo ella misma unida a otro cuerpo numéricamente diferente.

Esto quiere decir que, en la hipótesis imposible de que el alma humana pudiera unirse a otro cuerpo distinto tras la muerte, no sólo se trataría de otro cuerpo diferente, sino también de otra alma diferente, y entonces, carecería totalmente de sentido hablar de "reencarnación".

Esto es fundamental: el alma humana es, sí, capaz de existir, tras la muerte, separada de su cuerpo, pero, enseña Santo Tomás, si sigue siendo esa alma y no otra, es por referencia a ese cuerpo concreto del que se ha separado. Sería contradictorio, entonces, que se uniera a otro cuerpo, porque entonces, sería y a la vez no sería la misma alma individual.
Y es que, en el fondo, el alma es la forma sustancial del cuerpo humano, y eso quiere decir que el cuerpo es, y es cuerpo, y es viviente, y es humano, por el alma, y entonces, es contradictorio decir que el alma hace ser a un cuerpo que no es el suyo. 

Esto es importante. Nuestra expresión física, por ejemplo, denota en cierto modo nuestro modo de ser espiritual. Mi alma no es algo totalmente independiente de mi cuerpo.  
Y no se trata tampoco de que el alma se "transforme" en otra alma distinta al unirse a otro cuerpo. Porque lo que puede "transformarse" es el compuesto de materia y forma, al cambiar, justamente, de forma. Pero el alma misma es la forma de ese compuesto: no cabe hablar, a propósito de ella, de "transformación".

Además, el alma, o ya era un alma diferente antes de unirse al nuevo cuerpo, o no. En el primer caso, habría que preguntar porqué. En el segundo caso, es imposible, ya vimos, que una misma alma se una a otro cuerpo distinto del suyo.

La doctrina de la reencarnación, por tanto, significa negar la persona humana, e ignorar el valor único del individuo concreto, y su dignidad también única. Es incompatible con la fe cristiana, que basa su aprecio y valoración positiva del cuerpo y de la materia en el dogma de la Creación de todas las cosas por Dios, en el dogma de la Encarnación del Verbo de Dios, y en el dogma de la Resurrección de la carne para la Vida Eterna.

Dios Padre formó el cuerpo del primer hombre a partir de la materia de este Universo creado por Él, Dios Hijo se hizo hombre y asumió un cuerpo humano en el seno purísimo de María Virgen, por obra de Dios Espíritu Santo; vivió corporalmente, murió, y resucitó corporalmente, glorioso, al tercer día, y está sentado en el Cielo, a la derecha del Padre, en su cuerpo y alma humanos glorificados, por los siglos de los siglos.

La reencarnación también significa olvidar la absoluta seriedad y el carácter definitivo de esta única vida que vivimos en esta tierra, en la cual nuestras opciones libres deciden nuestro destino, feliz o desgraciado, para toda la Eternidad.

                                                                Lic. Néstor Martínez

                     (Artículo extraído con licencia de http://www.feyrazon.org/)

El Hombre Ambiguo


 Mi padre me previno hacia aquellos que te hablan sin mirarte a los ojos, o te dan la mano sin darla. Son hombres ambiguos, de los que no hay que fiarse. Quizás eso explique tanta desconfianza en nuestra vida social: “Ni socios ni oposición se fían de la nueva promesa de Zapatero” (El Periódico 7/11/08), “La desconfianza impide que la bajada de tipos llegue a las hipotecas” (El País 10/10/08), “Los universitarios no se fían del proceso de Bolonia” (La Vanguardia 11/06/2008)... ¿Serán de fiar los titulares de la prensa? En cualquier caso, no se trata de una desconfianza ante alguien indeciso, sumido en la duda; no, el hombre ambiguo sabe bien lo que quiere, pero usa la ambigüedad para confundir. “Hay que ser tolerante”, te dirá zalamero; “no hay que exagerar”, añadirá. Y de este modo preparará el terreno para imponerse, fiel a su consigna “¡Ablanda, y vencerás!”. Es la dictadura del relativismo.

Me explicaba el otro día una carmelita descalza que el libro más regalado entre monjas las pasadas Navidades fue Jesús. Aproximación histórica, de José Antonio Pagola. Leí con paciencia la reciente versión catalana. Me encontré con un prólogo respetuoso con el Magisterio de la Iglesia, pero pronto pude constatar que era un mero brindis protocolario. El libro de Pagola es un demoledor ataque a la historicidad de los Evangelios, que relativiza en cada página; a la constitución de la Iglesia católica, que es un invento posterior; a la naturaleza de los sacramentos; a la necesidad de redención de los pecados; a la resurrección de Jesucristo como acontecimiento histórico, y a su misma divinidad. Eso sí, se apoya insistentemente en “la mayoría de los investigadores...”, en “bastantes autores...”, “en estudios recientes”, para mostrar lo improbable de que aquellas palabras las dijera Jesús, o que aquel pasaje sucediera realmente.

¿Es Pagola otro hombre ambiguo? Sin duda. Pero no ha sido ambigua la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, cuando en junio pasado hizo pública una nota de clarificación sobre este libro. Siete páginas precisas, que concluyen con esta cita: “No os dejéis seducir por doctrinas varias y extrañas. Mejor es fortalecer el corazón con la gracia que con alimentos que nada aprovecharon a los que siguieron ese camino” (Hb 13, 9). Es muy de agradecer esta claridad de nuestros Obispos, en los tiempos que corren. ¿Van acaso reñidas la verdad y la caridad? ¿Quién enseñó que basta decir un “sí” o un “no”, y que lo que pase de ahí viene del Maligno? Aunque tal vez “bastantes investigadores recientes” consideren este pasaje de Mateo como una elaboración posterior, pues por la actitud de no sé qué comunidad cristiana primitiva ante no sé qué injusticia social, acabaron algunos atribuyendo dichas palabras al Jesús histórico.

Lo que no puedo evitar es que esta dialéctica entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe me recuerde a la afirmación nestoriana de dos personas en Cristo, la humana y la divina... No puedo evitar que Pagola me recuerde a Nestorio. Los cristianos no necesitamos hombres ambiguos que hablen etsi Deus non daretur, como si Dios no se diera... en Cristo. Necesitamos palabras veraces, “palabras de vida eterna”; sobre todo en boca de nuestros Obispos, como en la nota mencionada. Hablando precisamente de Nestorio, que inducía a error con sus palabras, afirmaba Cirilo, el santo patriarca de Alejandría: “¿Sabéis quién es el dragón que ha aparecido recientemente? El hombre ambiguo”.

Enrique Martínez
Miembro ordinario de la Pontificia Academia de Santo Tomás
Profesor de la Universitat Abat Oliba CEU

¿Dios es necesario y omnipotente?



Objeción:
Dios no puede ser necesario y omnipotente. Para convencerse de esto basta con preguntarse si Dios puede aniquilarse a Sí mismo. Si puede hacerlo, entonces Dios puede no ser y por lo tanto no es un Ser necesario; si no puede hacerlo, entonces hay algo que Dios no puede hacer y por lo tanto no es un Ser omnipotente.


Respuesta:

Con respecto a cualquier ente X podemos plantear las siguientes tres preguntas:
  • La pregunta acerca de su existencia: ¿X es o no es?
  • La pregunta acerca de su posibilidad: ¿X puede ser o no puede ser?
  • La pregunta acerca de su contingencia: ¿X puede no ser o no puede no ser?
Es fácil ver que cualquier ente puede ser clasificado en principio en una de las siguientes cuatro categorías (que luego reduciremos a tres):
  • Los entes que son y pueden no ser (entes contingentes).
  • Los entes que son y no pueden no ser (entes necesarios).
  • Los entes que no son y pueden ser (entes posibles en sentido estricto).
  • Los entes que no son y no pueden ser (entes imposibles).
Nótese que, con respecto a los entes que son (contingentes o necesarios), la pregunta acerca de su posibilidad no aporta nada nuevo. Si un ente es, entonces puede ser. Análogamente, con respecto a los entes que no son (posibles o imposibles), la pregunta acerca de su contingencia no aporta nada nuevo. Si un ente no es, entonces puede no ser.

Nótese además que podemos simplificar las definiciones de los entes necesarios y de los entes imposibles: Si un ente no puede no ser, entonces es; si un ente no puede ser, entonces no es. Por lo tanto los entes necesarios son aquellos que no pueden no ser y los entes imposibles son aquellos que no pueden ser.

Por consiguiente, los entes que pueden ser (entes posibles en sentido amplio) se dividen en entes que son (entes existentes) y entes que pueden ser y no son (entes posibles en sentido estricto). Los entes existentes se dividen a su vez en entes contingentes y entes necesarios.

La filosofía tomista demuestra que existe un único ente necesario (Dios) y que todos los demás entes existentes son contingentes y creados por Dios.

Un ente puede ser si su esencia no implica contradicción. Los centauros y los unicornios son entes posibles (en sentido estricto) porque no existen, pero pueden existir, porque sus respectivas esencias no implican contradicción alguna. Por lo tanto podrían existir en el futuro si Dios quisiere crearlos o podrían haber existido en el pasado si Dios hubiese querido crearlos.

Un ente no puede ser si su esencia implica contradicción. Un círculo cuadrado es un ente imposible porque no existe ni puede existir, dado que su misma esencia implica una contradicción y que el principio de no-contradicción rige en cualquier mundo posible. Otro ejemplo de ente imposible: Una posición del juego de ajedrez en la cual falte uno de los dos reyes. Una posición de este tipo es imposible porque contradice las reglas del ajedrez; si se da, entonces no se trata de ajedrez sino de algún otro juego.

En realidad los "entes imposibles" ni siquiera son entes, porque no son ni pueden ser. Son ideas absurdas, propiamente inconcebibles; es decir, son "nada".

Después de este breve análisis ontológico, estamos en condiciones de refutar la objeción planteada al principio. Dios no puede aniquilarse a Sí mismo, porque es el Ser necesario. Sin embargo, esto no implica que Dios no sea omnipotente, porque no hay "algo" que Dios no pueda hacer. La absurda idea de la auto-aniquilación de Dios no es "algo", sino que es "nada". Dios no puede hacer que algo que no puede ser sea, porque entonces ese "algo" podría ser y a la vez y en el mismo sentido no podría ser, lo cual es contradictorio. Dios puede crear cualquier ente posible de la nada, pero no puede hacer que la nada sea, porque la nada no es. Si la nada fuera, no sería "nada" sino "algo", es decir, no sería lo que es, lo cual es absurdo.

La omnipotencia de Dios abarca todo el ámbito de lo posible en sentido amplio (lo que puede ser) y excluye sólo el ámbito de lo imposible (lo que no puede ser porque es en sí mismo contradictorio). Esta exclusión, como es obvio, no limita en modo alguno dicha omnipotencia, porque lo que queda excluido equivale a la nada.
                                                                                                                                                                                                                                    
                                                                        Daniel Iglesias Grèzes
  

                                  (Artículo extraído con licencia de http://www.feyrazon.org/)