Para un feminismo femenino (2)


1.- Cuestiones preliminares polémicas
El asunto de las relaciones de poder entre varones y mujeres requiere, hoy día, comenzar por tomar en consideración la posibilidad de realizarlo. Porque la pretensión de encontrar un «feminismo femenino» —por decirlo así— se topa antes con la clásica dificultad de situarse, para encontrarlo, en un previo punto de vista realmente «equilibrado». Reconozcamos que para las feministas más radicales, tan imposible es dejar de pensar según el sexo que se tiene, como lo es para los marxistas clásicos que alguien deje de pertenecer mentalmente a la clase social en la que se encuentra. Si uno es varón, piensa necesariamente como varón, y si uno es mujer, lo mismo. En tal sentido, el sexo propio sería un condicionante mental insoslayable que, también de manera insoslayable, haría imposible una visión «equilibrada», «neutra», «objetiva» y «realmente verdadera» del asunto.
A mi juicio, no es que este feminismo radical sea relativista, y que piense que hay «verdades masculinas» y «verdades femeninas» porque, al fin y al cabo, ese feminismo da por sentado que su propia tesis es inequívoca y universalmente verdadera. No, se trata de otra cosa. Lo que se pretende en realidad, al ligar el conocimiento al sexo, es dejar sentado que, en las posturas de unos y de otros –de varones y de mujeres–, las afirmaciones manifiestan y ocultan a la vez lo que realmente es importante, a saber, unas muy determinadas intenciones de dominio sobre el otro. Así, en concreto, bien pudiera ser según eso que mi propuesta de encontrar un «feminismo femenino» respondiera en realidad a mi maquiavélica intención de perpetuar la opresión sobre la mujer. Soy varón y, según eso, sólo puedo pensar como varón.
Ante observaciones relativas a intenciones ocultas resulta difícil argumentar.
De bien poca cosa serviría que, para deshacer la acusación, pretendiera yo declarar verbalmente lo contrario. Porque si hay intenciones ocultas, todo lo que se diga a continuación es sospechoso.
También habría de decirse otra cosa: ¿por qué el hecho de ser mujer garantizaría a la otra parte un conocimiento «verdadero» de la feminidad? Lo mismo que pueda decirse del presuntamente «necesario» machismo del varón podría decirse, sin duda, del «feminismo» de la mujer. Y volveríamos así a una situación de empate de intenciones y neutralización mutua. Podría entonces intentarse una nueva maniobra. Podría decirse, por supuesto, que precisamente el hecho de no ser mujer me permite tener respecto de la feminidad una distancia desde la que puedo percibirla de manera más objetiva y equilibrada y conocerla mejor. Con esto, en realidad, me seguiría manteniendo en el terreno de la oposición de perspectivas y, en consecuencia, en una situación de incapacidad radical para enfrentarse con la verdad, monda y lironda, del asunto. Es que, en el fondo, toda descalificación general del discurso por razones externas a los puros argumentos acaba siendo superficial y precipitada.
Ahora bien, el caso es que la búsqueda de un feminismo integrador podría ser ventajosa para todos. ¿Y si fuera posible pensar y vivir la feminidad como algo armónico y compatible con la masculinidad de los varones? ¿Por qué ha de aceptarse como principio indiscutible que varones y mujeres no pueden sino pelearse? Yo creo que el feminismo
antimasculino tiene serios inconvenientes también, y en primer lugar, para las propias mujeres, del mismo modo que el feminismo radical al uso tiene evidentes consecuencias negativas para los varones.
Entre todos los que quizás pudieran encontrarse, considero especialmente relevantes dos. El primero, que la mujer radicalmente feminista se condena a desconocerse a sí misma. El segundo es, correlativamente, que la mujer así entendida se condena al aislamiento y la soledad.
En realidad cuando se quiere pensar en la mujer al margen del varón
(y viceversa) tiene lugar un desdibujamiento. Este ponerse la mujer al margen del varón significa que el varón es, no simplemente otro y distinto, sino algo extraño. Esto sí sucede con la mesa o el automóvil: no son ni la mesa ni el automóvil cosas que se encuentren a nuestro lado como otros y distintos, porque con ellas nada nos une, sino que son extrañas y por completo diferentes. Por el contrario, muy por el contrario, mujeres y varones, en nuestra condición de tales, nos distinguimos dentro de una proximidad y semejanza, en el marco de una, por así decirlo, familiaridad y mutua pertenencia. Tengo para mí que cuando la mujer mira con odio y asco al varón, en realidad odia y se asquea de una parte de sí misma. Y lo mismo exactamente sucede en sentido contrario.
Es evidente, entonces, que el desconocimiento que la idea feminista de la mujer comporta desemboca en su aislamiento. De hecho, lo que pretende el feminismo radical es un encerramiento de la mujer en sí misma. Un encerramiento que, por serlo de la mujer en cuanto tal, es inexorablemente un aislamiento de la corporalidad y de la sexualidad.
Quizás ese feminismo persigue otra cosa, pero es seguro que tiene como consecuencia ésta de la soledad.
En 1920, la activista Margaret Sanger, en su libro titulado La mujer y la nueva raza, escribía:
No puede nacer una raza libre de madres esclavas. Ninguna mujer podrá considerarse libre hasta que no posea y gobierne su propio cuerpo. Ninguna podría considerarse libre hasta que no pueda escoger conscientemente si quiere o no ser madre.
En un sentido semejante, en la misma dirección, se mueve Ángela
Davis cuando, a finales de los 70, escribía:
El control de la natalidad –la elección individual, los métodos anticonceptivos seguros, así como los abortos cuando son necesarios– es un prerrequisito fundamental para la emancipación de las mujeres.
O sea: el dominio del propio cuerpo requiere, para esta feminista, la construcción de una sexualidad autosuficiente. Por eso, para este feminismo es vital la existencia y el empleo de medios médicos y farmacéuticos que separen la sexualidad femenina de toda clase de consecuencias y, sobre todo, y en lo posible, de la cooperación procreativa con el varón, que es el peor enemigo. En estas condiciones, la mujer se hace dueña y señora de la vida, con potestad absoluta para ejercer o no su fecundidad. Mientras tanto, el varón, aislado también en su ser masculino, queda reducido a un medio ocasional al que se le puede conceder quizás, en un gesto generoso, algunas gotas de placer.