1.-
Cuestiones preliminares polémicas
El asunto de las
relaciones de poder entre varones y mujeres requiere, hoy día, comenzar por
tomar en consideración la posibilidad de realizarlo. Porque la pretensión de
encontrar un «feminismo femenino» —por decirlo así— se topa antes con la
clásica dificultad de situarse, para encontrarlo, en un previo punto de vista
realmente «equilibrado». Reconozcamos que para las feministas más radicales, tan
imposible es dejar de pensar según el sexo que se tiene, como lo es para los
marxistas clásicos que alguien deje de pertenecer mentalmente a la clase social
en la que se encuentra. Si uno es varón, piensa necesariamente como varón, y si
uno es mujer, lo mismo. En tal sentido, el sexo propio sería un condicionante
mental insoslayable que, también de manera insoslayable, haría imposible una
visión «equilibrada», «neutra», «objetiva» y «realmente verdadera» del asunto.
A mi juicio, no es que
este feminismo radical sea relativista, y que piense que hay «verdades
masculinas» y «verdades femeninas» porque, al fin y al cabo, ese feminismo da
por sentado que su propia tesis es inequívoca y universalmente verdadera. No,
se trata de otra cosa. Lo que se pretende en realidad, al ligar el conocimiento
al sexo, es dejar sentado que, en las posturas de unos y de otros –de varones y
de mujeres–, las afirmaciones manifiestan y ocultan a la vez lo que realmente
es importante, a saber, unas muy determinadas intenciones de dominio sobre el
otro. Así, en concreto, bien pudiera ser según eso que mi propuesta de
encontrar un «feminismo femenino» respondiera en realidad a mi maquiavélica
intención de perpetuar la opresión sobre la mujer. Soy varón y, según eso, sólo
puedo pensar como varón.
Ante observaciones
relativas a intenciones ocultas resulta difícil argumentar.
De bien poca cosa
serviría que, para deshacer la acusación, pretendiera yo declarar verbalmente
lo contrario. Porque si hay intenciones ocultas, todo lo que se diga a
continuación es sospechoso.
También habría de decirse
otra cosa: ¿por qué el hecho de ser mujer garantizaría a la otra parte un
conocimiento «verdadero» de la feminidad? Lo mismo que pueda decirse del
presuntamente «necesario» machismo del varón podría decirse, sin duda, del
«feminismo» de la mujer. Y volveríamos así a una situación de empate de
intenciones y neutralización mutua. Podría entonces intentarse una nueva maniobra.
Podría decirse, por supuesto, que precisamente el hecho de no ser mujer me
permite tener respecto de la feminidad una distancia desde la que puedo
percibirla de manera más objetiva y equilibrada y conocerla mejor. Con esto, en
realidad, me seguiría manteniendo en el terreno de la oposición de perspectivas
y, en consecuencia, en una situación de incapacidad radical para enfrentarse
con la verdad, monda y lironda, del asunto. Es que, en el fondo, toda
descalificación general del discurso por razones externas a los puros
argumentos acaba siendo superficial y precipitada.
Ahora bien, el caso es
que la búsqueda de un feminismo integrador podría ser ventajosa para todos. ¿Y
si fuera posible pensar y vivir la feminidad como algo armónico y compatible
con la masculinidad de los varones? ¿Por qué ha de aceptarse como principio
indiscutible que varones y mujeres no pueden sino pelearse? Yo creo que el
feminismo
antimasculino tiene
serios inconvenientes también, y en primer lugar, para las propias mujeres, del
mismo modo que el feminismo radical al uso tiene evidentes consecuencias
negativas para los varones.
Entre todos los que
quizás pudieran encontrarse, considero especialmente relevantes dos. El
primero, que la mujer radicalmente feminista se condena a desconocerse a sí misma. El segundo es,
correlativamente, que la mujer así entendida se condena al aislamiento y la soledad.
En realidad cuando se
quiere pensar en la mujer al margen del varón
(y viceversa) tiene lugar
un desdibujamiento. Este ponerse la mujer al margen del varón significa que el
varón es, no simplemente otro y distinto, sino algo extraño. Esto sí sucede con
la mesa o el automóvil: no son ni la mesa ni el automóvil cosas que se
encuentren a nuestro lado como otros y distintos, porque con ellas nada nos
une, sino que son extrañas y por completo diferentes. Por el contrario, muy por
el contrario, mujeres y varones, en nuestra condición de tales, nos
distinguimos dentro de una proximidad y semejanza, en el marco de una, por así
decirlo, familiaridad y mutua pertenencia. Tengo para mí que cuando la mujer
mira con odio y asco al varón, en realidad odia y se asquea de una parte de sí
misma. Y lo mismo exactamente sucede en sentido contrario.
Es evidente, entonces,
que el desconocimiento que la idea feminista de la mujer comporta desemboca en
su aislamiento. De hecho, lo que pretende el feminismo radical es un
encerramiento de la mujer en sí misma. Un encerramiento que, por serlo de la
mujer en cuanto tal, es inexorablemente un aislamiento de la corporalidad y de
la sexualidad.
Quizás ese feminismo
persigue otra cosa, pero es seguro que tiene como consecuencia ésta de la
soledad.
En 1920, la activista
Margaret Sanger, en su libro titulado La mujer y la nueva raza, escribía:
No puede nacer una raza libre de madres esclavas. Ninguna mujer podrá
considerarse libre hasta que no posea y gobierne su propio
cuerpo. Ninguna podría considerarse libre hasta
que no pueda escoger conscientemente si quiere o no ser madre.
En un sentido semejante,
en la misma dirección, se mueve Ángela
Davis cuando, a finales
de los 70, escribía:
El control de la natalidad –la elección individual, los métodos
anticonceptivos seguros, así como los abortos cuando son necesarios– es un
prerrequisito fundamental para la emancipación de las mujeres.
O sea: el dominio del
propio cuerpo requiere, para esta feminista, la construcción de una sexualidad
autosuficiente. Por eso, para este feminismo es vital la existencia y el empleo
de medios médicos y farmacéuticos que separen la sexualidad femenina de
toda clase de consecuencias y, sobre todo, y en lo posible, de la cooperación
procreativa con el varón, que es el peor enemigo. En estas condiciones, la
mujer se hace dueña y señora de la vida, con potestad absoluta para ejercer o
no su fecundidad. Mientras tanto, el varón, aislado también en su ser
masculino, queda reducido a un medio ocasional al que se le puede conceder
quizás, en un gesto generoso, algunas gotas de placer.