Las tres escaleras del Capitolio (2)


El hecho de que sobren acompañantes y fotógrafos es mucho más significativo de lo que parece. La llamada “escalinata de los enamorados” no conduce a ningún sitio. Ni acaba en la Iglesia ni en el Comune, es decir, no acaba en matrimonio. Quienes emprenden la ascensión son todos aquellos que sólo quieren vivir intensamente los aspectos afectivos y pasionales del matrimonio, sin pretender afrontar ninguna responsabilidad personal y jurídica del amor que les lleva a unirse. No hay responsabilidad porque no existe un compromiso verdadero. Están atados únicamente por las engañosas promesas del amor erótico; se repiten el “para siempre” de los enamorados, pero no son capaces de decirlo en voz alta y en presencia de todo el mundo. Quienes emprenden aquella escalinata no ascienden, más bien descienden por un plano que lleva al pudrimiento del amor sexual, porque un amor que no conduce a la mutua entrega no es un amor digno de las personas. Y un amor de esta naturaleza no es festejable. Sólo se festeja lo que es bueno, lo que es digno del ser humano.
En definitiva, lo que realmente “mata” al amor –el principio de podredumbre– es el hecho de iniciar una ascensión por una escalera que no conduce a ningún sitio; la voluntad de vivir una vida sin ningún sentido o finalidad. Con la apariencia de recorrer un camino que conduce a la felicidad, en realidad, se quiere solamente vivir el momento, sentir la intensidad de la pasión. En definitiva, no se toma ninguno de los dos la molestia de comprometer la propia existencia en buscar la perfección personal del otro. Parte de esa perfección consiste en querer que el otro desarrolle –siempre que sea posible– la potencial paternidad o maternidad. La exclusión de esa dimensión de la fecundidad de la persona es equivalente a una instrumentalización del otro, quien ya no se ve un bien en sí mismo, sino un bien útil para mí.
Por otra parte, un amor erótico, puramente sentimental, que no se perfecciona por la mutua entrega de los esposos, es un amor que no es participable por los demás componentes de la familia y de la sociedad. Y en el caso de que fuera participable no estaríamos ante una auténtica fiesta nupcial, sino en algo parecido a la orgía. En las nupcias auténticas, los comensales se saben partícipes de la alegría de los esposos. No en vano es la alegría  más alta que puede existir en esta tierra: amar de verdad y sentirse amado, con un amor fiel hasta la muerte. Es el júbilo que desborda el grito de Adán: “esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gén 2, 23). Esta alegría es tan intensa que no cabe en dos corazones solos y tiene que expandirse a la sociedad. Es el júbilo lo que es participable y, por eso, se inventan la música, los cantos y las danzas.
En cambio, no es participable la intimidad amorosa. Los invitados e incluso el sacerdote pueden llegar hasta el límite del tálamo nupcial, para acompañar a la esposa y bendecirla, como de hecho ha ocurrido durante siglos y siglos. Ahora bien, la intimidad sexual no es participable. Y cuando lo es, como ocurre con las orgías, entonces no estamos precisamente ante una fiesta, sino en una profunda degradación de la fiesta.
En resumen, el matrimonio es una institución creada por Dios para el bien de toda la humanidad. Es, por tanto, un bien público que debe ser tutelado con las características esenciales que han configurado sus perfiles desde el primer momento. El matrimonio es algo tan grande que ha sido colmado de bendiciones y elevado por Cristo a la dignidad de sacramento, haciendo que la unión de los contrayentes sea signo del amor entre Él y su Iglesia. De ahí que el matrimonio sea mucho más que un simple contrato o acuerdo privado entre dos personas.