I. El encuentro histórico entre fe y razón
Citando
a Santo Tomás de Aquino, sintetiza el beato Juan Pablo II la relación entre fe
y razón con estas luminosas palabras: “Como la gracia supone la naturaleza y la
perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón”.[1]
Vamos a tratar de aproximarnos a esta cuestión fundamental a partir de la
enseñanza de los últimos Pontífices; buscaremos asimismo el auxilio del Doctor
Común de la Iglesia ,
a quien recientemente la Sagrada Congregación para la Educación Católica
ha vuelto a establecer como maestro ejemplar para los estudios eclesiásticos,
particularmente por su modo de mostrar la relación entre fe y razón.[2]
Mas
no podemos pretender aquí abordar los múltiples aspectos implicados en este
asunto, pues desborda las posibilidades de nuestro escrito; basta ojear el
índice de la encíclica Fides et Ratio de
Juan Pablo II para constatar la riqueza del mismo. Por consiguiente, miraremos
de circunscribir nuestra atención a lo recogido en las palabras iniciales: la fe supone y perfecciona la razón,
aspecto nuclear en la relación que se da entre ambos modos de conocimiento. Y lo
haremos desde la concreción de lo que el nuevo beato denominó “el encuentro
entre la fe y la razón”,[3]
entendiendo por tal el acontecido en la historia entre la Revelación divina y el
pensamiento filosófico.
Cierto es que
dicho encuentro -o, en opinión de algunos, desencuentro-, ha suscitado
reacciones diversas y enfrentadas, que identifica muy bien Fides et Ratio: el rechazo fideísta a la razón, sintetizado en el
“creo porque es absurdo” atribuido a Tertuliano; la subordinación gnóstica de
la fe a la razón; la negación de un estatuto científico para la Teología ; la acusación de
oscurantismo dirigida a un saber fundado en la fe; la afirmación de la
complementariedad entre ambas, pudiendo entonces la razón servir a una fe que
busca entender, etc. Pero en cualquier caso, sea cual sea el juicio que se haga
de dicho encuentro, su importancia histórica es innegable. Baste como muestra
el interés suscitado por el debate en torno a esta cuestión entre Joseph
Ratzinger y Jürgen Habermas: “Fe y saber –afirma el segundo desde su perspectiva
agnóstica- pertenecen con sus tradiciones basadas en Jerusalén y Atenas a la
historia de la génesis de la razón secular, en cuyo medio hoy los hijos e hijas
de la modernidad se aclaran sobre sí mismos y su puesto en el mundo”.[4]
¡Jerusalén y
Atenas! En efecto, un capítulo privilegiado de este encuentro es, sin duda
alguna, el acontecido entre el pensamiento griego y la Revelación divina. Ciertamente,
Dios se manifestó primero a Israel, el pueblo que Él mismo se escogió, y no a
los griegos; pero la palabra revelada acabó alcanzando también a los gentiles.
Y no por azar, como muestra Benedicto XVI en su lección magistral en la Universidad de
Ratisbona:
El encuentro entre el mensaje
bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de San
Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que, en sueños, vio
un macedonio y escuchó su súplica: ¡Ven a
Macedonia y ayúdanos! (Cf. Hch 16, 6-10), puede ser interpretada como una “condensación”
de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y la
filosofía griega.[5]
Esta audaz
intervención del actual Pontífice nos sugiere el camino a seguir en nuestra
reflexión, al afirmar que el encuentro entre la fe bíblica y la filosofía
griega se debió a una “necesidad intrínseca”. ¿Cómo entender esta necesidad?
Hay que responder que tanto en un sentido –la razón necesita la fe- como en el
otro –la fe necesita la razón-. Comencemos deteniéndonos en este segundo
sentido.
[1]
Juan Pablo II, Fides et Ratio n.43. Véase Tomás de
Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.8
ad 2, y q.2, a.2 ad 2.
[2]
Cf. Sagrada Congregación para la Educación Católica , Decreto de Reforma de los estudios
eclesiásticos de Filosofía n.12.
[4]
J. Habermas,
“Ein Bewusstsein von dem, was fehlt“, en Neue
Zürcher Zeitung, 10 de febrero de 2007.
[5] Benedicto XVI, “Fe,
razón y universidad. Recuerdos y reflexiones”, discurso en la Universidad de Ratisbona,
12 de septiembre de 2006.