Lo que Dios no ha unido... (1)


Por desgracia, existe hoy día una notable cantidad de matrimonios fracasados. Es un hecho constatado. Después del drama de la separación y del divorcio, son muchos los que desean reconstruir su vida con otra pareja e iniciar así una nueva etapa. ¿Y qué nos dice la Iglesia ante esta situación? Entre otras cosas[1], nuestra Madre la Iglesia nos recuerda en cada celebración del matrimonio las palabras pronunciadas por el mismo Jesús: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6) ya que el matrimonio es, desde siempre, algo indisoluble, para toda la vida. Pero lo que muchos pasan por alto es que esa frase de Jesús significa también que lo que Dios no ha unido, el hombre no se empeñe en mantenerlo unido.

¿Qué significa entonces “casarse”? Casarse significa comprometerse a un amor mutuo, exclusivo, para toda la vida y abierto a los hijos. El objetivo es, como nos dice el Concilio Vaticano II, crear esa “íntima comunidad conyugal de vida y amor” (GS 48) entre el hombre y la mujer, fundada sobre el consentimiento personal e irrevocable de los cónyuges. Se trata de un compromiso muy importante que influye decisivamente en la vida de cada persona y, por eso, ha de hacerse con plena libertad y responsabilidad.

Cuando los novios manifiestan –según lo establecido por la Iglesia[2]– su “sí, quiero” o consentimiento matrimonial, Dios une para toda la vida a esa pareja de manera que “ya no son dos sino una sola carne” (Gén 2, 24; Mt 19, 5), hasta que la muerte les separe. Pero pueden darse determinadas circunstancias que provoquen la inexistencia o invalidez de un matrimonio aparentemente válido: por engaño, coacción, falta de voluntad matrimonial, de madurez, de capacidad para asumir el compromiso matrimonial, etc. Dios no puede unir en matrimonio a dos personas que, en realidad, no desean casarse o no aceptan el matrimonio tal cual es, así como ha sido instituido por Dios, con sus características y sus fines. Por eso, cuando –además de la ruptura matrimonial– existen algunos de estos indicios referentes a una posible nulidad, cabe preguntarse si Dios ha unido o no a los novios que han acudido a la Iglesia para casarse, es decir, cabe preguntarse si realmente ese matrimonio fue válido o no. Para averiguarlo, debe realizarse un proceso en el Tribunal Eclesiástico que corresponda[3]. De ello dependerá el que esas personas puedan contraer un nuevo matrimonio. No podemos olvidar que, para los católicos, el matrimonio ha de ser contraído según las normas de la Iglesia para que ese matrimonio exista realmente. De este modo, la Iglesia cuida del sacramento del matrimonio para que sea celebrado adecuadamente, con las máximas garantías de que se dan los requisitos necesarios de libertad, responsabilidad y capacidad por parte de los contrayentes.

         En algunos casos, cuando existen serias dificultades para observar la forma canónica, los contrayentes pueden solicitar la dispensa de este requisito (c. 1127 §2) para poder contraer matrimonio válidamente ante la autoridad civil competente. Incluso es posible solicitar la “sanación en raíz” (c. 1161 §1) para aquellos matrimonios celebrados sólo civilmente y que realmente desean estar casados no solo ante el Estado sino también ante Dios y ante la Iglesia. Este es un tema que deberá ser tratado más ampliamente en otra ocasión.



[1] Respecto a las personas divorciadas y vueltas a casar civilmente, el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que, aunque no puedan acercarse a recibir los sacramentos, han de ser ayudadas por toda la comunidad cristiana a participar en la vida de la Iglesia mediante la escucha de la Palabra, la oración y las obras de caridad, implorando así la gracia de Dios (vid. CCE 1650 y 1651).
[2] Tal y como afirma el actual Código de Derecho Canónico (CIC 83) en el canon (c.) 1108, para que el consentimiento sea válido ha de ser manifestado por los contrayentes según la forma canónica, es decir, ante el Obispo o el párroco (o un delegado de ellos) y al menos ante dos testigos.
[3] Normalmente será el Tribunal de la Diócesis donde se celebró el matrimonio o donde vive el cónyuge demandado (cfr. CIC 83, c. 1673).