Para un feminismo femenino (4)



3.- Mujer y naturaleza humana

El hecho de la distinción entre varones y mujeres dentro de la especie humana es algo que, en principio, habría de ser asunto pacífico y seguro. Sin embargo, la historia reciente del feminismo y de la sexualidad ha oscurecido a veces esta idea, bien por una insistencia mayor en la igualdad, bien por un más intenso subrayado de la diferencia.

Así, por ejemplo, en el concepto, muy manido ya, del «sexismo» se envuelve en el fondo, a veces, la pretensión de una igualdad completa o indiferenciada de los sexos, de manera que, no solamente varones y mujeres tengan los mismos derechos y deberes políticos, sino que también vivan en todo, absolutamente en todo, como completos iguales. En esta dirección se mueven, sin duda, las propuestas de supresión de las diferencias sexuales en los juguetes, en el sentido de que, tanto niños como niñas, jueguen a lo mismo: tanto a policías y ladrones, como a muñecas y cocinas.

En el extremo opuesto se encuentra el intento, presente asimismo en ciertas feministas, de hacer de la mujer y del varón dos especies separadas de seres. Es el ideal que cabe reconocer en las antiguas amazonas, y que en alguna medida también ha podido contagiar a quienes distinguen entre personas «masculinas» y personas «femeninas». Esa distinción supone a veces otorgar un alcance desmesurado al dimorfismo sexual humano.

Con todo, el movimiento de emancipación de la mujer, iniciado a finales del siglo XVIII, tiene mucho de acertado en su reivindicación de igualdad. Una reivindicación justa y verdadera entendida en sus términos adecuados, pues como dijo Millán-Puelles:
Si lo que se trata de expresar con esta igualación de la mujer con el varón es la necesidad por razones éticas, no sólo psicológicas, culturales, históricas, etc., de que la mujer tenga reconocida, en todos los aspectos de su existencia, la íntegra dignidad de la persona humana que comparte con el varón, totalmente de acuerdo. Si de lo que se trata es de dar una versión masculinizante del modo femenino de ser, totalmente en desacuerdo4.

Porque, en su sentido positivo y merecedor de toda aprobación,
El acierto esencial del movimiento de emancipación de la mujer es la clara conciencia de que la mujer comparte, con el varón la íntegra dignidad de la persona humana y que, por consiguiente, tiene derecho al pleno reconocimiento de la totalidad de una igualdad jurídica esencial con el hombre. La mujer es tan persona como el hombre; y las consecuencias que de ello inmediatamente se siguen han de tener una plasmación, una protocolización jurídica, que no se quede en simples declaraciones solemnes, sino que efectivamente llegue, con la letra y… con la música, a la totalidad de las manifestaciones de la vida humana5.

Así pues, esta radical igualdad de todos los seres humanos, ha de plasmarse en un adecuado reconocimiento jurídico. Además ha de incluirse asimismo en el conjunto de exigencias que se derivan de esta igualdad, la apertura de todos los campos de acción pública y social a la participación de la mujer. Esto es, por otra parte, algo generalmente reconocido hoy por todos en Occidente. Pero aun así hay que añadir, en mi concepto, otras exigencias que suelen pasar inadvertidas.

La apertura de la mujer a todos los ámbitos de la vida humana suele entenderse sobre todo en referencia a la vida política, económica, profesional y educativa. Siendo todo ello cierto, creo conveniente dejar dicho aquí, en particular, que la radical igualdad de mujeres y varones según la común naturaleza humana, implica asimismo que la vida de la mujer, lo mismo que la del varón, esté abierta a la finalidad propia y última del hombre. Si el sentido último de la vida humana está, como reconoce la ética realista clásica, en el bien infinito, hay que reconocer que ello ha de decirse, asimismo, y en plenitud de sentido, de la mujer. La meta de la vida de la mujer, como la del varón, está en realizar el bien humano universal, o lo que es lo mismo, en ser virtuosa.

Por la misma razón, la aptitud general que, en cuanto dotada de naturaleza humana, tiene la mujer hacia toda clase de actividades, en particular incluye las de carácter intelectual. Como animal racional que es, la mujer es perfectamente capaz del conocimiento más amplio y profundo, sin más limitaciones que las derivadas accidentalmente de sus circunstancias vitales. Ningún campo de las artes, de las letras o de las ciencias les es ajeno.

Pasemos a hablar de las diferencias. Como agudamente señala
José Luis Gutiérrez García,
A la mujer se le debe reconocer sin reticencias todos sus derechos como persona humana y como fémina. Pero al mismo tiempo, su dignidad exige que no se deformen ni se ignoren las exigencias que la naturaleza impone. Hay pretensiones y hay reivindicaciones que, por muy clamorosas que parezcan, determinan causalmente lamentables deformaciones en la dignidad natural y sobrenatural de la mujer6.

Por lo que respecta a la simultánea peculiaridad y diferencia de la mujer respecto del varón, conviene hacer también algunas observaciones.
Tiene toda la razón el feminismo cuando combate estereotipos, prejuicios y costumbres que comportan la degradación o la esclavitud de la mujer. Sin embargo, no todas las convenciones que suponen una diferenciación entre varones y mujeres son de suyo, por ser convención, una discriminación inaceptable.
Conviene recordar que el ser humano es un animal desnudo de instintos.

Ello significa que el comportamiento humano ni se pone en marcha por sí mismo, ni se dirige a metas prefijadas determinadas.

En el hombre, por así decir, está casi todo por hacer y los impulsos que él siente nunca son irresistibles, salvo por enfermedad. Es consecuencia de ello que el ser humano, aun teniendo por naturaleza una inclinación a la felicidad, no obstante tiene que determinar fines y elegir medios. Como apenas nada le viene dado por la naturaleza, casi todo ha de inventarlo. Y eso es, en general, la cultura.

Esto permite entender que lo cultural, aun teniendo siempre un aspecto convencional y, si se quiere, arbitrario, no obstante es convención que pretende habitualmente responder a esa orientación natural hacia la felicidad que hay en el hombre y colmar el vacío que encuentra en su naturaleza. Por consiguiente, las convenciones sociales, siendo así que son fruto de la libertad humana, tienen para el hombre en general un carácter afirmativo y positivo, aunque también suceda, sin duda, que hay costumbres culturales negativas y rechazables. Lo que quiero decir, en el fondo, es que el hecho de que una idea, una tendencia o un comportamiento sean culturales y convencionales, no implica de suyo que deban ser eliminadas por inhumanas. Hay que juzgar cada caso en particular.

Lo cual sucede muy especialmente en el caso de los estereotipos femeninos. El profesor Yela ofrece un breve resumen de ellos:
¿En qué consiste más peculiarmente la realidad misteriosa de la mujer?
Otro mito nos lo dice: en el eterno femenino. La mujer es el eterno femenino: gracia, encanto, ternura, amparo, delicadeza, elegancia, belleza… Una especie de viento ideal que sopla por doquier, que atrae y sostiene a los hombres y que se encarna más típicamente en la mujer7.

¿Hay ese eterno femenino? Yela dice que es un «mito». Yo no me atrevo a afirmar que haya un modelo cerrado, invariable y universal de mujer. Quizás el reto del movimiento emancipatorio de la mujer debiera avanzar en esta dirección para determinar con rigor y seriedad qué es lo propio y distintivo de la mujer en cuanto mujer. Ciertamente, el propio emanciparse impulsa más bien a que cada mujer encuentre su personal e irrepetible manera de ser mujer. No nos gusta nada vivir por imitación y sentirnos dentro de un modelo. Un recto feminismo debía esforzarse en detectar el núcleo de la feminidad que, luego, en cada mujer, habrá de realizarse de manera creativa y única.

De este modo, cuando la mujer se encuentre con el varón, se tratará siempre de que, según el caso, tanto la una como el otro puedan realizarse en su respectiva y singular manera de ser mujer y de ser hombre. Ello con plena y particular intensidad cuando varón y mujer se han entregado por completo en el matrimonio: porque entonces, como cada uno es enteramente del otro, el ser mujer de la esposa concreta es la tarea del marido, y el ser varón concreto del esposo es la tarea y finalidad de la mujer.

Análogamente debería suceder en las otras situaciones de encuentro, más o menos continuado e intenso, de varones y mujeres. En el trabajo, las relaciones entre varones y mujeres han de contribuir igualmente a este mutuo enriquecimiento. Es un error, porque se pierde sentido humano, abstraer en el trabajo de la condición de varones y mujeres de quienes allí se encuentran. Si el trabajo ha de ser lugar de crecimiento humano, y no de alienación, ha de tenerse en cuenta tanto la igualdad fundamental como la diferencia evidente entre varones y mujeres. Una vez más resulta muy claro el resumen que ofrece José Luis Gutiérrez, de la Doctrina Social de la Iglesia relativa a la mujer y que vale para cristianos y no cristianos.
… la Doctrina Social de la Iglesia establece, de acuerdo con los datos de la antropología natural, que toda pretensión igualitaria total de cuanto es diferente, resulta equivocada, es dañosa y actúa como coeficiente perturbador del orden natural. Y toda pretensión diferenciadora, discriminante, de cuanto es radicalmente igual en el varón y la mujer, es vejatoria, injusta y degradante8.