La fe supone y perfecciona la razón (3)


III.      La fe perfecciona la razón

Que la razón tenga necesidad de la fe para su perfeccionamiento conlleva afirmar lógicamente su condición perfectible. Ello se enuncia con toda claridad en el texto del Aquinate al que remite Fides et Ratio: “La fe presupone el conocimiento natural como la gracia presupone la naturaleza y como la perfección presupone lo perfectible”.[1] La naturaleza humana y la razón son, por consiguiente, perfectibles, es decir, tienden a un fin en el que encontrar su acabamiento, su perfección. No obstante, hay que diferenciar nuevamente entre el fin natural y el sobrenatural. Para el primero no se requiere de suyo la gracia ni la fe, pues basta la misma naturaleza para alcanzar el fin; tal era la situación del hombre en estado íntegro, antes del pecado original, que no necesitaba de la gracia para su perfeccionamiento natural. Para el segundo fin sí se requiere la gracia y la fe, pues el hombre no puede alcanzar por sus solas fuerzas naturales aquello que excede a su naturaleza; así, el hombre en estado íntegro sí requería de la gracia para su perfeccionamiento sobrenatural. Mas en el estado actual de pecado, el hombre requiere de la gracia tanto para alcanzar el fin sobrenatural, como también el natural, pues su naturaleza quedó dañada –que no del todo corrompida- por el pecado original. ¿Está entonces la razón necesitada de la fe? Sí. Pero no porque lo exija la naturaleza, sino por la elevación del hombre por la gracia a un orden superior, sobrenatural, y por el pecado de Adán que debilitó la misma naturaleza respecto de la consecución de sus fines propios.[2]
De ahí aquella explicación, profundamente realista, de Santo Tomás al argumentar en favor de la necesidad de la Revelación divina, no sólo en lo referente a las verdades que exceden las capacidades de la razón humana, sino incluso en aquellas que puede adquirir por sí misma; pues de no darse la Revelación “la verdad acerca Dios, investigada por la razón, se mostraría a pocos hombres, después de mucho tiempo, y con mezcla de muchos errores”.[3]
Esta necesidad que la razón tiene de la fe para su perfeccionamiento tanto natural como sobrenatural, debe extenderse a la que tiene la filosofía de la teología, como sigue diciendo el texto citado: “Luego fue necesario que más allá de las disciplinas filosóficas, que se estudian por la razón, hubiera una doctrina sagrada dada por revelación”. [4] Pero no se trata de establecer un saber independiente de la filosofía; sino que en su distinción la teología se ayuda de la filosofía, como ya hemos visto, y renueva por otra parte la misma filosofía.
En ocasiones se comparó el saber fundado en la fe con el vino, y el derivado del ejercicio de la razón con el agua, advirtiéndose del peligro de que la virtud del vino se corrompa al mezclarse con el agua. A esto respondió Santo Tomás usando la misma imagen, pero desde otra perspectiva: “Aquellos que usan fuentes filosóficas en la sagrada doctrina como obsequio de la fe, no mezclan agua con vino, sino que convierten el agua en vino.”[5]
Partiendo de esta premisa es posible afirmar que muchos conceptos del pensamiento griego asumieron en su encuentro con la fe cristiana señalado por Benedicto XVI un significado nuevo; no perdiendo, ciertamente, su anterior significación, mas ampliando notablemente su horizonte. Así sucedió, por ejemplo, cuando el evangelista San Juan usó el término “logos” para designar al Hijo de Dios que se hace carne. Algunas otras verdades de razón renovadas a la luz de la Escritura son las que enumera Francisco Canals: “Dios, Ser subsistente; Dios viviente; la perfección y bondad en las criaturas, participación del bien divino; el hombre, imagen de Dios; la revelación del Señor como el Dios Uno; la persona, único ente amado por sí mismo en el universo”.[6]
Fijémonos en el último mencionado por Canals: el concepto de persona, del que ya hemos hablado. Los griegos habían alcanzado una cierta comprensión del ser personal, designado con el término “prósopon”, que significaba el rostro por el que se distingue cada hombre en particular. Mas la revelación bíblica ayudó a desvelar cuanto se escondía tras el término “prósopon” del griego profano; este hombre de rostro distinto era amado singularmente por Dios en su Hijo -“me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20)-, e introducido en presencia del rostro de Dios manifestado en Cristo (cf. 2 Co 4, 6). De este modo, el concepto griego de rostro se transformaba de agua en el vino del concepto cristiano de persona.[7]
Por eso, en Fides et Ratio explica el Papa Juan Pablo II el camino del hombre que busca la verdad con su razón, concluyendo que sólo puede quedar saciado ante la Revelación de Dios en el rostro del Verbo encarnado:

El hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.[8]


[1] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.2, a.2 ad 1.
[2] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.109, a.1-2. En la última sesión plenaria de la Pontificia Academia de Santo Tomás el cardenal Georges Cottier calificó de “absurda” la afirmación de una exigencia natural de lo sobrenatural, propia de ciertas posiciones teológicas contemporáneas.
[3] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.1 in c.
[4] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.1 in c.
[5] Tomás de Aquino, Super Boetium de Trinitate q.2, a. 3, ad 5.
[6] F. Canals, Tomás de Aquino, un pensamiento siempre actual, Barcelona, Scire, 2004, p. 103.
[7] Cf. E. Martínez, “El término 'prosopon' en el encuentro entre fe y razón”, Espíritu LIX (2010), pp.173-193.
[8] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.55.