II. La fe presupone la razón
Podemos
reconocer en primer lugar la necesidad intrínseca que la fe tiene de la razón
en tanto que ésta se presupone a aquélla. Se trata de una necesidad análoga a
la que tiene la forma respecto de la materia en las sustancias compuestas; así,
hay formas que “no pueden subsistir perfectamente por sí y requieren el
fundamento de la materia”,[1]
enseña el Aquinate. Pues de modo semejante puede decirse que “para el acto de
fe se requiere el acto de la voluntad y el acto del entendimiento”[2]
–esto es, la razón-.
Mas hay que
salvar la distancia en la comparación realizada, pues la fe presupone una razón
ya previamente constituida y con un orden propio, que es el de la naturaleza,
mientras que la fe pertenece al orden de la gracia y tiene una finalidad
sobrenatural, que es la comunicación de la vida divina. Ello corresponde a una
decisión libérrima de Dios, que por amor y no por necesidad ha querido elevar
al hombre e introducirlo en su intimidad,[3]
lo que se realiza mediante la gracia.[4]
De este modo, si decimos que la gracia necesita de la naturaleza humana es sólo
en el sentido de que, supuesta dicha decisión por parte de Dios, la naturaleza
humana -y la razón que la caracteriza específicamente- pasan a ser presupuestos
necesarios para la ejecución de la misma, pues sin ellas la gracia y la fe no
tendrían sujeto alguno al que elevar: “como la gracia supone la naturaleza, así
la fe supone la razón”, leíamos al principio-.
Mas la razón
propia de la naturaleza humana no es requerida pasivamente en la elevación
sobrenatural, sino que debe predisponerse a la gracia,[5]
y asentir con el acto de la voluntad y el acto del entendimiento, como decíamos
antes. Son muy significativas al respecto estas palabras de Juan Pablo II en Fides et Ratio:
El acto con el que uno confía
en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental,
en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan
al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto
en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.[6]
Un claro
ejemplo de esta necesidad de la razón como presupuesto que predispone al don
gratuito de la fe es lo que se conoce como preambula
fidei, esto es, aquellas verdades cognoscibles naturalmente cuyo “conocimiento
constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios”,[7]
como enseña Fides et Ratio remitiendo
al Concilio Vaticano I. Así, ¿cómo podría aceptarse una Revelación divina sin
antes conocer que Dios existe y es capaz de revelarse? Recuerdo al respecto una
conversación con Francisco Canals en la que protestaba por un titular de un
semanario de información católica en el que se leía: “El Dios personal,
elemento fundamental de la revelación”. Que Dios es personal –me decía Canals-
es algo que conoce la razón antes de asentir en un acto de fe a las palabras
reveladas, ¿cómo, si no, podríamos aceptar o rechazar que tales palabras
pertenezcan a la Revelación
de Dios?
Mas esta
necesidad que la fe tiene de la razón no se reduce a un presupuesto previo,
sino que sigue acompañando en todo momento el dinamismo de la gracia en la vida
del hombre. De ahí la necesidad del intellectus
fidei, de una inteligencia de la fe dado que “la razón busca la comprensión
del misterio”.[8]
Es el “creo para entender” de San Anselmo, que recuerda Benedicto XVI:
No intento, Señor, penetrar en
tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi intelecto;
pero deseo comprender, aunque sea imperfectamente, tu verdad, que mi corazón
cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para
comprender –Non quaero intelligere ut
credam, sed credo ut intelligam-.[9]
En Fides et Ratio se dice en varias
ocasiones que este intellectus fidei se
realiza por medio de la teología, la cual está necesitada de la filosofía,
principalmente de la metafísica del ser: “la teología ha tenido siempre y
continúa teniendo necesidad de la aportación filosófica”,[10]
“el intellectus fidei necesita la
aportación de una filosofía del ser”,[11]
etc. Un ejemplo de esta metafísica o filosofía del ser al servicio de la
teología es la profundización en el concepto de persona; éste, que pertenece a
los preambula fidei al referirlo a
Dios, como vimos antes, pasó después al intellectus
fidei en aquel fecundo proceso de definición del dogma trinitario y
cristológico de los primeros concilios, y de aproximación a la comprensión
racional del mismo en las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia ; la culminación de
esta inteligencia de la fe en el Dios trino, cuya Palabra se encarnó para
nuestra salvación, la encontramos en la teología de Santo Tomás de Aquino, sustentada
en la metafísica del ser como acto, que permite dar razón del subsistir propio
del ser personal. No es de extrañar, entonces, que el Magisterio de la Iglesia reclame insistentemente
seguir esta “filosofía del ser, y no del simple parecer”[12]de
Santo Tomás: “El apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas
- leemos en la encíclica Pascendi de
San Pío X-, nunca dejará de ser de gran perjuicio”.[13]
Mas este
desarrollo histórico del intellectus
fidei no se hizo con una filosofía elaborada ex novo, sino en concreto con la filosofía griega, en aquel
encuentro mencionado al inicio de este escrito. Así, fueron sus mismos términos
los que pasaron a nutrir las formulaciones dogmáticas: “ousía”, “physis”,
“hypóstasis”, “prósopon”, etc. Vayamos nuevamente a Fides et Ratio para ver de qué modo apela Juan Pablo II a no
alejarse de la filosofía clásica, ni siquiera de los términos acuñados en esta
tradición:
Otras formas latentes de
fideísmo se pueden reconocer en la escasa consideración que se da a la teología
especulativa, como también al desprecio de la filosofía clásica, de cuyas
nociones han extraído sus términos tanto la inteligencia de la fe como las
mismas formulaciones dogmáticas. El Papa Pío XII, de venerada memoria, llamó la
atención sobre este olvido de la tradición filosófica y sobre el abandono de
las terminologías tradicionales.[14]
Podemos
ahora entender mejor qué significa aquella necesidad intrínseca que la fe tiene
de la razón, expresada por Benedicto XVI en Ratisbona. Se trata de la necesidad
de la razón natural como presupuesto para el acto de fe, y de la filosofía
griega como presupuesto para la inteligencia de la fe; todo ello congruente con
el principio expuesto al inicio: “la fe presupone la razón”. Mas éste iba
completado de este modo: “la fe perfecciona la razón”. Pasemos ahora a analizar
este segundo principio, que nos lleva a reconocer el otro sentido de la
necesidad intrínseca entre fe y razón; en este caso, la necesidad que la razón
tiene de la fe para su perfeccionamiento.
[3] Y conviene recordar que la misma creación de la
naturaleza humana –así como de toda otra naturaleza finita- es efecto de una
decisión libre de Dios, y no de una necesidad (Tomás de Aquino, Summa contra
Gentiles II, c.23).
[9] Anselmo de Canterbury, Proslogion 1; Benedicto XVI, Carta
con ocasión del IX Centenario de la muerte de San Anselmo.