Las tres escaleras del Capitolio (2)


El hecho de que sobren acompañantes y fotógrafos es mucho más significativo de lo que parece. La llamada “escalinata de los enamorados” no conduce a ningún sitio. Ni acaba en la Iglesia ni en el Comune, es decir, no acaba en matrimonio. Quienes emprenden la ascensión son todos aquellos que sólo quieren vivir intensamente los aspectos afectivos y pasionales del matrimonio, sin pretender afrontar ninguna responsabilidad personal y jurídica del amor que les lleva a unirse. No hay responsabilidad porque no existe un compromiso verdadero. Están atados únicamente por las engañosas promesas del amor erótico; se repiten el “para siempre” de los enamorados, pero no son capaces de decirlo en voz alta y en presencia de todo el mundo. Quienes emprenden aquella escalinata no ascienden, más bien descienden por un plano que lleva al pudrimiento del amor sexual, porque un amor que no conduce a la mutua entrega no es un amor digno de las personas. Y un amor de esta naturaleza no es festejable. Sólo se festeja lo que es bueno, lo que es digno del ser humano.
En definitiva, lo que realmente “mata” al amor –el principio de podredumbre– es el hecho de iniciar una ascensión por una escalera que no conduce a ningún sitio; la voluntad de vivir una vida sin ningún sentido o finalidad. Con la apariencia de recorrer un camino que conduce a la felicidad, en realidad, se quiere solamente vivir el momento, sentir la intensidad de la pasión. En definitiva, no se toma ninguno de los dos la molestia de comprometer la propia existencia en buscar la perfección personal del otro. Parte de esa perfección consiste en querer que el otro desarrolle –siempre que sea posible– la potencial paternidad o maternidad. La exclusión de esa dimensión de la fecundidad de la persona es equivalente a una instrumentalización del otro, quien ya no se ve un bien en sí mismo, sino un bien útil para mí.
Por otra parte, un amor erótico, puramente sentimental, que no se perfecciona por la mutua entrega de los esposos, es un amor que no es participable por los demás componentes de la familia y de la sociedad. Y en el caso de que fuera participable no estaríamos ante una auténtica fiesta nupcial, sino en algo parecido a la orgía. En las nupcias auténticas, los comensales se saben partícipes de la alegría de los esposos. No en vano es la alegría  más alta que puede existir en esta tierra: amar de verdad y sentirse amado, con un amor fiel hasta la muerte. Es el júbilo que desborda el grito de Adán: “esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gén 2, 23). Esta alegría es tan intensa que no cabe en dos corazones solos y tiene que expandirse a la sociedad. Es el júbilo lo que es participable y, por eso, se inventan la música, los cantos y las danzas.
En cambio, no es participable la intimidad amorosa. Los invitados e incluso el sacerdote pueden llegar hasta el límite del tálamo nupcial, para acompañar a la esposa y bendecirla, como de hecho ha ocurrido durante siglos y siglos. Ahora bien, la intimidad sexual no es participable. Y cuando lo es, como ocurre con las orgías, entonces no estamos precisamente ante una fiesta, sino en una profunda degradación de la fiesta.
En resumen, el matrimonio es una institución creada por Dios para el bien de toda la humanidad. Es, por tanto, un bien público que debe ser tutelado con las características esenciales que han configurado sus perfiles desde el primer momento. El matrimonio es algo tan grande que ha sido colmado de bendiciones y elevado por Cristo a la dignidad de sacramento, haciendo que la unión de los contrayentes sea signo del amor entre Él y su Iglesia. De ahí que el matrimonio sea mucho más que un simple contrato o acuerdo privado entre dos personas.

Para un feminismo femenino (2)


1.- Cuestiones preliminares polémicas
El asunto de las relaciones de poder entre varones y mujeres requiere, hoy día, comenzar por tomar en consideración la posibilidad de realizarlo. Porque la pretensión de encontrar un «feminismo femenino» —por decirlo así— se topa antes con la clásica dificultad de situarse, para encontrarlo, en un previo punto de vista realmente «equilibrado». Reconozcamos que para las feministas más radicales, tan imposible es dejar de pensar según el sexo que se tiene, como lo es para los marxistas clásicos que alguien deje de pertenecer mentalmente a la clase social en la que se encuentra. Si uno es varón, piensa necesariamente como varón, y si uno es mujer, lo mismo. En tal sentido, el sexo propio sería un condicionante mental insoslayable que, también de manera insoslayable, haría imposible una visión «equilibrada», «neutra», «objetiva» y «realmente verdadera» del asunto.
A mi juicio, no es que este feminismo radical sea relativista, y que piense que hay «verdades masculinas» y «verdades femeninas» porque, al fin y al cabo, ese feminismo da por sentado que su propia tesis es inequívoca y universalmente verdadera. No, se trata de otra cosa. Lo que se pretende en realidad, al ligar el conocimiento al sexo, es dejar sentado que, en las posturas de unos y de otros –de varones y de mujeres–, las afirmaciones manifiestan y ocultan a la vez lo que realmente es importante, a saber, unas muy determinadas intenciones de dominio sobre el otro. Así, en concreto, bien pudiera ser según eso que mi propuesta de encontrar un «feminismo femenino» respondiera en realidad a mi maquiavélica intención de perpetuar la opresión sobre la mujer. Soy varón y, según eso, sólo puedo pensar como varón.
Ante observaciones relativas a intenciones ocultas resulta difícil argumentar.
De bien poca cosa serviría que, para deshacer la acusación, pretendiera yo declarar verbalmente lo contrario. Porque si hay intenciones ocultas, todo lo que se diga a continuación es sospechoso.
También habría de decirse otra cosa: ¿por qué el hecho de ser mujer garantizaría a la otra parte un conocimiento «verdadero» de la feminidad? Lo mismo que pueda decirse del presuntamente «necesario» machismo del varón podría decirse, sin duda, del «feminismo» de la mujer. Y volveríamos así a una situación de empate de intenciones y neutralización mutua. Podría entonces intentarse una nueva maniobra. Podría decirse, por supuesto, que precisamente el hecho de no ser mujer me permite tener respecto de la feminidad una distancia desde la que puedo percibirla de manera más objetiva y equilibrada y conocerla mejor. Con esto, en realidad, me seguiría manteniendo en el terreno de la oposición de perspectivas y, en consecuencia, en una situación de incapacidad radical para enfrentarse con la verdad, monda y lironda, del asunto. Es que, en el fondo, toda descalificación general del discurso por razones externas a los puros argumentos acaba siendo superficial y precipitada.
Ahora bien, el caso es que la búsqueda de un feminismo integrador podría ser ventajosa para todos. ¿Y si fuera posible pensar y vivir la feminidad como algo armónico y compatible con la masculinidad de los varones? ¿Por qué ha de aceptarse como principio indiscutible que varones y mujeres no pueden sino pelearse? Yo creo que el feminismo
antimasculino tiene serios inconvenientes también, y en primer lugar, para las propias mujeres, del mismo modo que el feminismo radical al uso tiene evidentes consecuencias negativas para los varones.
Entre todos los que quizás pudieran encontrarse, considero especialmente relevantes dos. El primero, que la mujer radicalmente feminista se condena a desconocerse a sí misma. El segundo es, correlativamente, que la mujer así entendida se condena al aislamiento y la soledad.
En realidad cuando se quiere pensar en la mujer al margen del varón
(y viceversa) tiene lugar un desdibujamiento. Este ponerse la mujer al margen del varón significa que el varón es, no simplemente otro y distinto, sino algo extraño. Esto sí sucede con la mesa o el automóvil: no son ni la mesa ni el automóvil cosas que se encuentren a nuestro lado como otros y distintos, porque con ellas nada nos une, sino que son extrañas y por completo diferentes. Por el contrario, muy por el contrario, mujeres y varones, en nuestra condición de tales, nos distinguimos dentro de una proximidad y semejanza, en el marco de una, por así decirlo, familiaridad y mutua pertenencia. Tengo para mí que cuando la mujer mira con odio y asco al varón, en realidad odia y se asquea de una parte de sí misma. Y lo mismo exactamente sucede en sentido contrario.
Es evidente, entonces, que el desconocimiento que la idea feminista de la mujer comporta desemboca en su aislamiento. De hecho, lo que pretende el feminismo radical es un encerramiento de la mujer en sí misma. Un encerramiento que, por serlo de la mujer en cuanto tal, es inexorablemente un aislamiento de la corporalidad y de la sexualidad.
Quizás ese feminismo persigue otra cosa, pero es seguro que tiene como consecuencia ésta de la soledad.
En 1920, la activista Margaret Sanger, en su libro titulado La mujer y la nueva raza, escribía:
No puede nacer una raza libre de madres esclavas. Ninguna mujer podrá considerarse libre hasta que no posea y gobierne su propio cuerpo. Ninguna podría considerarse libre hasta que no pueda escoger conscientemente si quiere o no ser madre.
En un sentido semejante, en la misma dirección, se mueve Ángela
Davis cuando, a finales de los 70, escribía:
El control de la natalidad –la elección individual, los métodos anticonceptivos seguros, así como los abortos cuando son necesarios– es un prerrequisito fundamental para la emancipación de las mujeres.
O sea: el dominio del propio cuerpo requiere, para esta feminista, la construcción de una sexualidad autosuficiente. Por eso, para este feminismo es vital la existencia y el empleo de medios médicos y farmacéuticos que separen la sexualidad femenina de toda clase de consecuencias y, sobre todo, y en lo posible, de la cooperación procreativa con el varón, que es el peor enemigo. En estas condiciones, la mujer se hace dueña y señora de la vida, con potestad absoluta para ejercer o no su fecundidad. Mientras tanto, el varón, aislado también en su ser masculino, queda reducido a un medio ocasional al que se le puede conceder quizás, en un gesto generoso, algunas gotas de placer.

Biotecnología y Bioética


La biotecnología es una rama de la biología que actualmente nos brinda muchos avances que en el siglo pasado se veían como imposibles, como lo son la clonación vegetal, animal y humana, también es una gran avance la transgénesis, con la que podemos modificar genéticamente los productos que queramos para obtener su máximo beneficio, y muchos más avances que han sido posibles en gran parte gracias al famoso Proyecto Genoma Humano (PGH) que ha realizado un esquema de los cromosomas del ser humano con toda su secuencia genética. Esto ha permitido a los científicos localizar los genes en los cromosomas que sinteticen las proteínas que desean.

Lo cierto es que la metafísica es totalmente actual porque avanza cuanto avance la ciencia, porque siempre los nuevos descubrimientos generan preguntas profundas sobre la ordenación de estos descubrimientos y sobre si es ético o no. En este caso, la biotecnología ha hecho surgir rápidamente reproches de la bioética, al ser aquella inmoral y una cierta ofensa al catolicismo.

La bioética no atañe solo a la moral religiosa sino a la fe: la existencia de Dios, Creador de las cosas y del alma.

La ciencia excluye la necesidad de reconocer a Dios como Creador de las cosas, y la tecnología suplanta la acción creadora.

La mayor parte de la ciencia actual tiene una finalidad ideológica ya que el proceso entero de la investigación actual, y la mayor parte de la investigación en otros campos (arqueología, astronomía, biotecnología…), está caracterizado por un fin opuesto a la cosmovisión seriamente religiosa y teísta. Hay una intención, cuyo presunto logro sería la comprobación del ateísmo y lo que es su complemento en el campo de la religión: la “tecnolatría”.

Que las tendencias en la investigación científico-tecnológica actuales son ideológicas, se manifiesta en una nueva caracterización de sus motivaciones teoréticas. El hecho de que la motivación por el que el desarrollo positivo científico se recomendó a si mismo sobre las masas no fue teorético, sino mas bien en el beneficio logrado en el campo de la aplicación práctica. Sin embargo la aplicación científica nunca se agotó en ella siendo lo primordial por naturaleza la motivación teorética. La distinción y limite entre ambas dimensiones del conocimiento (teorético y práctico) ha quedado desdibujada a instancias del positivismo agnóstico: ausente el reconocimiento de esencias objetivas a conocer, la ciencia positiva paso a ser valorada por sus resultados prácticos. Hay una  primacía conseguida por la provocación de la naturaleza (experimentación) sobre la pasiva observación de la misma. Entonces la diferencia entre el conocer y el hacer terminó de desdibujarse, lo cual aparece recogido en el lenguaje común, que normalmente identifica ciencia (saber/conocer) con tecnología (aplicación práctica).

La actividad científica no puede desmentir su esencia, y la motivación teórico-cognoscitiva se había de mantener mediante un afán teorético que es solo mera curiosidad. La experimentación científica prueba a la naturaleza, la provoca, para ver hasta dónde llega una inventiva humana que, por otra parte, ya ha asimilado inconscientemente “descubrimiento” con “invención”. La ciencia actual, penetrando en los resortes más íntimos de la naturaleza, los altera en actitud creadora.

Los creyentes tienen una actitud que siendo preventiva y condenatoria frente a las manipulaciones genéticas que afectan al hombre, se muestra tolerante para con esas mismas prácticas en cuanto el orden de la naturaleza infrahumana: “Ningún impedimento moral existe para que la moderna biotecnología se aplique a animales y vegetales… pero con el hombre no”. Con orientaciones tranquilizadoras (“no es para tanto”, “la ingeniería genética no puede crear”, “la clonación, mientras no toque a la persona humana, no es inmoral”…), lejos de contribuir con ello a la mantención de la fe de los cristiano, ha contribuido a debilitarla.
Hay muchas respuestas de católicas que son superficiales dispuestas a reconocer una total libertad de investigación mientras ello no toque al hombre. Estas posturas parecen derivar hacia un antropocentrismo, porque no es el hombre el único fruto de la creación de Dios (aunque sí el más importante).

Vulnerar el orden de la creación de Dios significa un soberbio desafío hacia su Omnipotencia y perturbando un orden mucho más profundo que el que rige extrínsecamente entre los seres naturales: es el orden intrínseco de cada uno de ellos: los sutilísimos mecanismos que comandan la auto-identidad y la preservación de las especies. Pretendiendo alterar el orden de la naturaleza y los atributos propios de cada ente mezclando artificialmente cualidades de una especie con otra.

El escándalo para la verdadera fe es que la ciencia se adjudique una capacidad creadora y una condición divina, y lo peor es que cree haberla adquirido, pero como crear implica que sea de la nada, es imposible que el hombre llegue a hacerlo, siempre lo hace a partir de algo ya existente (“invento-creación”).

Con esto pretendo advertir a los católicos para que no se queden con una respuesta superficial y propia de blandos, y dar una visión de la ciencia que a menudo se nos pasa por alto.

Por último no tengo más que reconocer que la biotecnología es un gran avance en la ciencia y que el problema ético de las células madre parece que va a ser solucionado por el japonés Yamanaka con las células IPS, pero no hay que perder de vista nunca los límites de la ciencia y los problemas éticos fundamentales, no solo los que nos quieren vender.

Fuente bibliográfica: "Sobre Clonación y Transgenia"

La fe supone y perfecciona la razón (1)


I.      El encuentro histórico entre fe y razón

            Citando a Santo Tomás de Aquino, sintetiza el beato Juan Pablo II la relación entre fe y razón con estas luminosas palabras: “Como la gracia supone la naturaleza y la perfecciona, así la fe supone y perfecciona la razón”.[1] Vamos a tratar de aproximarnos a esta cuestión fundamental a partir de la enseñanza de los últimos Pontífices; buscaremos asimismo el auxilio del Doctor Común de la Iglesia, a quien recientemente la Sagrada Congregación para la Educación Católica ha vuelto a establecer como maestro ejemplar para los estudios eclesiásticos, particularmente por su modo de mostrar la relación entre fe y razón.[2]
            Mas no podemos pretender aquí abordar los múltiples aspectos implicados en este asunto, pues desborda las posibilidades de nuestro escrito; basta ojear el índice de la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II para constatar la riqueza del mismo. Por consiguiente, miraremos de circunscribir nuestra atención a lo recogido en las palabras iniciales: la fe supone y perfecciona la razón, aspecto nuclear en la relación que se da entre ambos modos de conocimiento. Y lo haremos desde la concreción de lo que el nuevo beato denominó “el encuentro entre la fe y la razón”,[3] entendiendo por tal el acontecido en la historia entre la Revelación divina y el pensamiento filosófico.
Cierto es que dicho encuentro -o, en opinión de algunos, desencuentro-, ha suscitado reacciones diversas y enfrentadas, que identifica muy bien Fides et Ratio: el rechazo fideísta a la razón, sintetizado en el “creo porque es absurdo” atribuido a Tertuliano; la subordinación gnóstica de la fe a la razón; la negación de un estatuto científico para la Teología; la acusación de oscurantismo dirigida a un saber fundado en la fe; la afirmación de la complementariedad entre ambas, pudiendo entonces la razón servir a una fe que busca entender, etc. Pero en cualquier caso, sea cual sea el juicio que se haga de dicho encuentro, su importancia histórica es innegable. Baste como muestra el interés suscitado por el debate en torno a esta cuestión entre Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas: “Fe y saber –afirma el segundo desde su perspectiva agnóstica- pertenecen con sus tradiciones basadas en Jerusalén y Atenas a la historia de la génesis de la razón secular, en cuyo medio hoy los hijos e hijas de la modernidad se aclaran sobre sí mismos y su puesto en el mundo”.[4]
¡Jerusalén y Atenas! En efecto, un capítulo privilegiado de este encuentro es, sin duda alguna, el acontecido entre el pensamiento griego y la Revelación divina. Ciertamente, Dios se manifestó primero a Israel, el pueblo que Él mismo se escogió, y no a los griegos; pero la palabra revelada acabó alcanzando también a los gentiles. Y no por azar, como muestra Benedicto XVI en su lección magistral en la Universidad de Ratisbona:

El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de San Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que, en sueños, vio un macedonio y escuchó su súplica: ¡Ven a Macedonia y ayúdanos! (Cf. Hch 16, 6-10), puede ser interpretada como una “condensación” de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y la filosofía griega.[5]

Esta audaz intervención del actual Pontífice nos sugiere el camino a seguir en nuestra reflexión, al afirmar que el encuentro entre la fe bíblica y la filosofía griega se debió a una “necesidad intrínseca”. ¿Cómo entender esta necesidad? Hay que responder que tanto en un sentido –la razón necesita la fe- como en el otro –la fe necesita la razón-. Comencemos deteniéndonos en este segundo sentido.



[1] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.43. Véase Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.8 ad 2, y q.2, a.2 ad 2.
[2] Cf. Sagrada Congregación para la Educación Católica, Decreto de Reforma de los estudios eclesiásticos de Filosofía n.12.
[3] Juan Pablo II, Fides et Ratio cap.IV.
[4] J. Habermas, “Ein Bewusstsein von dem, was fehlt“, en Neue Zürcher Zeitung, 10 de febrero de 2007.
[5] Benedicto XVI, “Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones”, discurso en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre de 2006.

La Inquisición



Su función era la de juzgar delitos contra la fe, y su objetivo fundamental fue luchar contra las herejías, siendo delitos comparables con los que atentaban con la vida del rey por lo que eran castigados por el Emperador con la muerte en la hoguera.

En España la Inquisición tuvo una actuación moderada que posteriormente  tomó mayor protagonismo con la llegada de los Reyes Católicos, al considerar la unidad religiosa como un factor clave para la unidad territorial. Esto, unido a la intención de evitar matanzas populares, provocó la expulsión de los judíos y moriscos de la Península Ibérica.

Los delitos que juzgaba la Inquisición eran los relacionados con falsos conversos del judaísmo, mahometismo y luteranismo, la blasfemia, la brujería y la bigamia. El castigo físico a los herejes fue asignado a los laicos. En ningún caso se podía mutilar al reo ni poner en peligro su vida. Aunque hubo personas dentro de la Iglesia que se dejaron llevar por el exceso de celo y cometieron abusos.
Hasta aquí la historia, ahora la “leyenda negra” que hablará de millones de personas torturadas y quemadas por la Inquisición, y para más señas, la “Inquisición Católica”. Pero veamos algunos datos que pueden interesarnos.

En primer lugar no se hace referencia a que los procedimientos utilizados por la Inquisición eran los mismos que utilizaban los tribunales civiles. Y, por supuesto, no se dice nada de que la tortura y la muerte eran prácticas habituales en aquellos tiempos; es decir, la Iglesia no aportó, negativamente, nada nuevo a lo que ya existía. Po el contrario, sí aportó muchas cosas positivas de las que nadie habla y vamos a sacar aquí a la luz.

La Inquisición no admitía todos os tormentos que eran usuales en la época. La tortura solo se podía aplicar una vez y en presencia de un notario, un juez y un médico que podían suspenderlo si el reo recibía daños en la salud. Prohibieron las mutilaciones, los quebramientos de huesos, el derramamiento de sangre y las lesiones irreparables, algo que no ocurría en la justicia civil; pero además no podían encarcelar a nadie sin pruebas evidentes, se necesitaban por lo menos siete testigos juramentados ante notario y no se admitían denuncias anónimas. El reo tenía derecho a presentar cuantos testigos quisiese, y si se arrepentía, se le perdonaba la vida.

Muchos investigados preferían ir a los tribunales de la Iglesia que a los civiles, dándose casos de personas que blasfemaban para ser juzgados en la Inquisición donde eran mejor tratados. La pena de muerte en la hoguera se aplicaba solo a herejes no arrepentidos, el restos de los delitos se pagaban con excomunión, confiscación de bienes, multas, cárcel, oraciones y limosnas penitenciales. De los juzgados por el Santo Oficios solo el 12% fue condenado a muerte y el tormento únicamente se utilizó en el 1% o 2% de los casos. Según los especialistas las personas ajusticiadas por motivos religiosos no llegaron a 5.000 en tres siglos y medio.

Poco o nada se dice también sobre las Inquisiciones musulmanas o protestantes, que aplicarían la tortura o la pena de muerte a todo el que representaba un peligro para su religión y estado. Legendariamente en la persecución de brujas se coloca a la Iglesia como la más sanguinaria y persistente, pero no es así. A la Inquisición le corresponde el 20% de los juicios conocidos a brujas, el resto fueron obra de tribunales civiles. Los especialistas citan la cifra de 30.000 brujas quemadas en cuatro siglos, pero el 90% fueron víctimas de la Inquisición Protestante. Evidentemente la Historia y la “leyenda negra” no coinciden.
Para concluir podemos decir que lo que hoy nos parece un horror hace siglos eran prácticas comunes. Igual que ahora la democracia y la tolerancia son valores ampliamente compartidos, para los siglos XIII al XVIII la religión, el honor de Dios y la defensa de la fe eran considerados bienes comunes. No pretendo justificar a la Iglesia, sino acabar con todo lo que no se corresponde con la realidad.

Fuente bibliográfica: “Católicos sin complejos” 

Uno solo es vuestro Maestro: El Corazón de Cristo


(Publicado en Cristiandad LXVIII, febrero 2011, n.955)


  

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón” (Mt 11, 29). En estas palabras nos reveló el mismo Jesucristo que su Corazón es la escuela en donde aprender a vivir aquella vida que Él mismo nos vino a comunicar: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Y por eso, cuando un poco más adelante nos encontramos con aquellas otras palabras en las que nos dice que “uno solo es vuestro Maestro, Cristo” (Mt 23, 10), nos resulta fácil entenderlas a la luz de las primeras y afirmar en consecuencia: “Uno solo es vuestro Maestro, el Corazón de Cristo”.
Podemos preguntarnos, no obstante, cuál es el fundamento de este Magisterio. Y no se trata de una curiosidad vana, sino de una pregunta que nos conduce desde el Corazón de Cristo hasta el Padre del que procede, según aquello del Evangelio: “Felipe le dijo: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta. Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y aún no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 8-9).
El fundamento de este Magisterio del Corazón de Cristo lo hallamos en el undécimo anatematismo de San Cirilo de Alejandría contra Nestorio, en donde sentencia que “si alguno no confiesa que la carne del Señor es vivificante y propia del mismo Verbo de Dios Padre, sino de otro fuera de Él, aunque unido a Él por dignidad, o que sólo tiene la inhabitación divina; y no, más bien, vivificante, como hemos dicho, porque se hizo propia del Verbo, que tiene poder de vivificarlo todo, sea anatema” (DZ 123). En efecto, la carne de Cristo es vivificante, y por eso el Corazón del Verbo encarnado es fuente de vida y santidad, como se reza en las letanías del Sagrado Corazón.
Debemos dirigirnos, por tanto, a la misma generación del Verbo divino –fundamento trinitario- y luego a su encarnación –fundamento cristológico-, para poder comprender en dónde se halla el principio del Magisterio del Corazón de Cristo. Y nos dejaremos guiar por las enseñanzas del Doctor Común de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino. Comencemos por el fundamento trinitario.
Sabemos por la Revelación que el Ser divino se comunica eternamente -“Puede decirse que [el Padre] es principio de toda deidad, no porque la engendre o espire, sino porque, generando o espirando, la comunica” (S.Th. I, q.39, a.5, ad 6)-. Pero tal comunicación se realiza de manera que lo que procede de ella no es algo distinto de Dios según la esencia, “sino que le comunica toda la naturaleza, permaneciendo sólo la distinción según el origen” (S.Th. I, q.41, a.3, in c). Es el misterio de la Santa Trinidad, en donde el Padre comunica el Ser divino al Hijo, al engendrar la perfecta semejanza de sí mismo, y en donde el Padre y el Hijo comunican el Ser divino al Espíritu Santo, en cuanto la semejanza del Hijo es principio de amor (cf. S.Th. I, q.27, a.4, ad 2).
Mas esta comunicación divina va más allá de la vida trinitaria cuando crea de la nada. En este caso, lo que procede de Dios sí es de diferente naturaleza, pues se trata de una creatura, que participa en mayor o menor grado las perfecciones comunicadas por Dios (cf. S.Th. I, q.32, a.1, ad 2). Esta comunicación realizada en la Creación no se da, claro está, de forma caótica, como si resultara de la casualidad –tal es la manera en que el mecanicismo evolucionista pretende explicar el Universo-, sino en un admirable orden, para que así se manifieste mejor la Bondad divina comunicada (cf. S.Th. I, q.47, a.1, in c).
La comunicación de bien realizada en la Creación proporciona a las creaturas la capacidad de ser también comunicativas de sus respectivas perfecciones, según ese orden mencionado; esto es, cuanto más perfecto es un ente más aspira a comunicar su ser, y más semejante a sí es lo que difunde. El grado más perfecto de esto en el Universo creado lo hallamos en los ángeles, que a su vez pueden ser diferenciados jerárquicamente “según sus diversos oficios y funciones”; esta jerarquía angélica la ejemplifica el Aquinate en la mayor o menor capacidad que tienen de enseñar una ciencia a otros ángeles; de este modo, podemos decir que hay ángeles que son maestros de otros, y que este magisterio se da en diversos grados según que sea más perfecta la capacidad de comunicar la ciencia (cf. S.Th. I, q.108, a.2, ad 2).
Por debajo de los ángeles nos encontramos con la comunicación de bien que se da en el hombre. Éste tiene una naturaleza al mismo tiempo corpórea e intelectual; mas es por la segunda que reconocemos en todo hombre la mayor participación de la Bondad divina que se da entre las creaturas corpóreas, pues sólo él es capaz de conocer y amar esa misma Bondad (cf. S.Th. I, q.93, a.2, ad 3). Por la naturaleza corpórea el hombre tiende a comunicar el bien engendrando a otro hombre; pero por la naturaleza intelectual tiende a una comunicación racional de vida por el conocimiento y el amor. De ahí que la generación humana no se reduzca a la mera generación corpórea de los demás vivientes, sino que se ordena a la comunicación de vida que denominamos “educación”, y que define el Aquinate de este modo: “No tiende la naturaleza sólo a su generación, sino también a su conducción y promoción hasta el estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud” (In IV Sent. d.26, q.1, a.1, in c). Por eso se ha podido afirmar que la educación es como una segunda generación.
Así, si la generación humana es según lo corpóreo, siendo lo específico del hombre su naturaleza intelectual es ésta la que lleva a prolongar la generación en una educación o comunicación de vida intelectual. Y en esto reconocemos al hombre como imagen de Dios, pues precisamente en la vida trinitaria la generación divina consiste en una comunicación según una concepción intelectual (cf. SCG IV, c.11, n.8). Por eso el mismo Santo Tomás puede afirmar que en el seno de la Trinidad se da, en cierto modo, un Magisterio: “En la enseñanza del Padre y en la escucha del Hijo no se debe entender sino que el Padre comunica la ciencia al Hijo, como la esencia” (S.Th. I, q.42, a.6, ad 2); aunque ello deba entenderse, claro está, en la eternidad e identidad de naturaleza, sin por ello subordinar el Hijo al Padre como si aquél tuviera un saber menor al de éste, al modo del arrianismo antiguo y moderno.
Hasta aquí, lo que podríamos denominar el fundamento trinitario de la educación humana; pero nos falta reconocer el fundamento cristológico para poder alcanzar al Corazón de Cristo. Enseña nuevamente el Aquinate que la más perfecta comunicación de bien realizada por Dios a la creatura es la que se dio en la encarnación del Verbo, al asumir éste íntegramente la naturaleza humana en el seno de la Virgen María: “Pertenece a la naturaleza del sumo bien comunicarse a la creatura de modo eminente. Lo cual se realiza máximamente cuando [Dios] de tal manera une a sí la naturaleza creada que de tres –Verbo, alma y carne- hace una persona, como dice Agustín en el libro XIII De Trin.” (S.Th. III, q.1, a.1, in c). Y esto fue lo que hizo vivificante a la carne de Cristo, según hemos leído en el anatematismo de San Cirilo. Este poder de vivificar que corresponde a la carne de Cristo por la encarnación del Verbo no es otra cosa que engendrar y educar al hombre en la misma vida divina.
Esta educación fue preparada en la Antigua Alianza, en donde la Ley fue el pedagogo de Israel; “mas, una vez llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo” (Gal 3, 25), pues podemos dirigirnos directamente al Maestro, que es Cristo. Éste se manifestó plenamente al ser su Corazón traspasado en la cruz, fluyendo de su herida abierta con el agua y la sangre toda gracia. Este Corazón del Verbo divino, resucitado y sentado a la derecha del Padre, sigue siendo desde el cielo “principio de amor” (S.Th. I, q.27, a.4, ad 2), y por eso es Él, fuente de vida y santidad, quien envió el Espíritu Santo para consumar la obra de la salvación, engendrando y educando a los hombres en la vida divina.
Es, por tanto, la misma carne vivificante de Cristo -esto es, su Corazón- la que sigue realmente presente y operante en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, y en sus sacramentos: principalmente en el Bautismo para engendrar a la vida divina, y en la Eucaristía para nutrirla hasta alcanzar la plenitud de vida. En efecto, puesto que “todas las cosas tienden naturalmente a llevar sus efectos a la perfección”, no basta engendrar a la prole, sino que hay que “promoverla al estado perfecto” (In IV Sent. d.39, q.1, a.2, in c). Por eso dice San Pablo, refiriéndose a esta educación en la vida divina: “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gal 4, 19). La finalidad de la comunicación de vida divina obrada en nosotros tras la encarnación del Verbo de Dios no es otra, por consiguiente, que llegar a estar plenamente configurado con Cristo: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Fil 2, 5), esto es, de su Corazón.
Mas no es esto posible individualmente, sino que el hombre necesita de otros hombres tanto para la vida natural como para la vida de gracia, que no destruye la naturaleza sino que la perfecciona (cf. S.Th I, q.1, a.8, ad 2). Y necesita principalmente del lugar natural en el que se da toda generación y educación, que es la familia, tanto natural como sobrenatural. El mismo Jesucristo quiso iniciar la obra de la salvación en el seno de una familia, naciendo de María Virgen y manteniéndose obediente a San José. Es evidente, pues, que la educación cristiana tiene en la Sagrada Familia de Nazaret a los más eficaces intercesores.
Y no sólo es social la educación cristiana en lo que se refiere a los maestros, sino también en lo que se refiere al fin, que es la configuración con Cristo. Por eso San Pablo habla de esta plenitud del bautizado “en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4, 12-13).
Esta edificación del Cuerpo de Cristo no es otra cosa que el Reino del Corazón de Jesús, que pedimos en la oración del Señor: “Venga a nosotros tu Reino” (Mt 6, 10). Es para la plenitud del mismo que se ha manifestado más visiblemente en estos últimos tiempos el Corazón de Cristo, comenzando por las revelaciones a Santa Margarita María. Y como la educación en la fe se ordena a este Reino, como hemos visto en el texto paulino, también debe venir de manos de la Sagrada Familia; de ahí que San José fuera declarado por León XIII en 1889 patrón universal de la Iglesia, y Santa María fuera declarada por Pablo VI en 1964 madre de la Iglesia. Son María y José quienes nos muestran en estos tiempos el Corazón de Jesús, en cuya escuela nos invita a aprender de Él.

Las tres escaleras del Capitolio (1)


En Roma, también llamada “la ciudad de las siete colinas”, hay una de ellas que ha sido testigo directo de muchos siglos de civilización y que está coronada por una de las plazas más perfectas realizadas en la historia de la arquitectura: la plaza del Capitolio, realizada por uno de los artistas más grandes de todos los tiempos; arquitecto, escultor y pintor: Miguel Ángel Buonarrotti. Allí está situado el ayuntamiento de Roma: il Comune. A pocos metros de distancia –en un nivel un poco superior– se encuentra también la iglesia de Santa María in ara coeli. Tanto a la plaza como a la iglesia se accede por medio de sendas y majestuosas escalinatas que han servido de inspiración a algunos ilustres autores para ver en ellas reflejado el mejor símbolo de esas dos realidades que han venido a llamarse “matrimonio civil” y “matrimonio canónico”.
Desde el punto de vista jurídico, los ritos en uno y en otro son muy parecidos. Lo único que cambia es que en el matrimonio civil, el consentimiento es pronunciado en presencia y a petición de un funcionario público, que declarará casados a los esposos, ante la presencia de un número discrecional de testigos. En el matrimonio canónico, en cambio, el consentimiento es manifestado ante un sacerdote y dos testigos comunes. En un caso, el funcionario leerá los artículos del Código civil donde se pasa lista a los derechos y deberes fundamentales de la vida conyugal. En el otro, en cambio, será el sacerdote que procurará iluminar la inteligencia y mover los corazones de los esposos, mediante una homilía, para que éstos puedan comprender en profundidad la significación teológica y espiritual de lo que están celebrando.
Pero en el Capitolio hay una tercera escalinata de menores proporciones y cuyo acceso permanece actualmente cerrado. Se ve enseguida que en algún momento no muy lejano de la historia dicha escalera ha gozado de un cierto esplendor. En la actualidad, en cambio produce un poco de tristeza debido al estado de abandono en que se encuentra. La pérgola que recubre todo el recorrido de la escalinata y que en otros tiempos habría estado adornada de rosas, hoy ha quedado reducida a una estructura metálica enmohecida y oxidada. Los guías turísticos –apelando a la imaginación y fantasía de los visitantes– suelen explicar que esa es la escalera de los enamorados. Para otros, dicha escalera constituye el símbolo de las uniones de hecho. Una característica fundamental de estas uniones es que son “no festivas” o asociales.
La diferencia entre esta escalera y las otras dos es que, en ésta, sobran los acompañantes, los fotógrafos, los aplausos, los testigos, los rituales y las rociadas de arroz. Es una escalinata que solo pueden recorrer los propios enamorados porque toda ella está como dirigida a crear el entorno romántico que el amor afectivo y sentimental necesita. Cualquier presencia de un tercero sería interpretada como una intromisión insoportable.

[1] Recomendamos vivamente la lectura íntegra del libro de Joan Carreras, Las bodas: sexo, fiesta y derecho (Rialp, 1998), de donde está tomada esta sugerente idea para explicar la distinción entre matrimonio canónico, matrimonio civil y uniones de hecho, en relación a la esencia del matrimonio mismo

Para un feminismo femenino (1)

Hace unos días nos encontramos en mi casa un grupo de matrimonios amigos. De manera puramente casual acabamos sentados juntos por un lado los varones y por otro las mujeres. De estos amigos, tres son profesores universitarios o de secundaria, y dos son ejecutivos de empresas. El caso es que, en un momento del encuentro, uno de ellos comentó que le sorprendía el hecho de que en los tribunales de justicia administrativa de la ciudad en la que trabaja, todos los jueces son mujeres. En seguida los académicos añadimos, unánimemente, que en los últimos quince o veinte años las mejores calificaciones en exámenes las obtienen casi siempre alumnas, y que las chicas casi acaparan los premios y distinciones en universidades, escuelas y colegios. Haré constar que en aquellos comentarios no había, por parte de nadie, el más leve tono negativo o de queja. Se trataba de la mera constatación de hechos, y seguimos charlando, intercambiando opiniones sobre las razones de esta situación. Por mi parte, esos hechos evidentes, aunque quizás científicamente poco rigurosos, me llevan a pensar en qué estado se encuentran los otros, los chicos. Mi impresión –y se trata tan sólo de una impresión– es que los chicos se encuentran en un estado de decaimiento. Mi impresión es que, en términos muy generales, los chicos andan como extraviados, algo perdidos, confusos, y a la vez como faltos de energía y apáticos. Con ello no pretendo insinuar que el éxito de las chicas ha comportado el fracaso de los chicos y que, por lo tanto, la recuperación de los chicos habrá de hacerse a costa de un retroceder de las chicas. No se trata de la llamada «guerra de los sexos», demasiado simplona, y que piense yo que varones y mujeres estamos en posiciones antagónicas. Por el contrario, entiendo que es caricaturesco y erróneo pensar que el beneficio de unos supone necesariamente el perjuicio de los otros. Es un hecho que las chicas son hoy académicamente más solventes, y que los chicos se han instalado en la mediocridad. Esta imprecisa convicción mía, apoyada tan sólo en mi experiencia y en la de algunos colegas, me lleva a pensar no que la promoción de la mujer correlaciona con el descenso del varón, sino más bien que en medio de una justificada y necesaria promoción emancipadora de la mujer, van quedando los varones, y en especial los jóvenes en un cierto desamparo y desubicación. El movimiento de liberación de la mujer, que tan necesario es, ha circulado en ocasiones en un sentido dialéctico, y por ello con un agresivo desprecio y rechazo hacia lo masculino. El varón ha sido odiado, porque en él se ha visto la fuerza opresora que ha mantenido atada a la mujer. Es seguramente esta constatación la que ha llevado a Esther Vilar, autora de El varón domado, a sostener que el hombre ha sido víctima de la mujer en este proceso de emancipación femenina. No sé si Vilar tiene razón, pero si constato que hoy en varón se encuentra en un estado deprimido. Pues bien, esto que tan fácilmente cabe observar entre chicos y chicas estudiantes se puede encontrar asimismo, en términos semejantes, entre mujeres y varones adultos. Es idea corriente que, mientras la mujer ha sufrido y sufre situaciones de explotación o de dificultad, los varones controlamos el mundo, realizamos nuestros deseos y tenemos el mando. Yo discrepo de esta perspectiva, que quizá pueda ser cierta respecto de otros momentos históricos u otros lugares y culturas, pero que no lo es seguramente respecto del mundo desarrollado medio que experimento. Hay varones que viven según ese esquema, sin duda, pero cada vez abundan más los varones que se encuentran desfondados y desubicados, como extraviados en su propia vida y desorientados. Los hay que ocultan esto mismo bajo una fachada de seguridad impostada, postiza o forzada, de modo que con ella encubren su vacío real. Este es el punto de partida de las reflexiones que me propongo ofrecerles a ustedes en mi intervención. A este respecto he de comenzar por decir que, si la mujer ha de encontrar su verdadera esencia a fuerza de oponerse al varón, entonces en el futuro no nos cabe esperar más que conflictos, bien porque la mujer haya alcanzado el poder y tenga sometido al varón, bien porque el varón haya triunfado y vencido a la mujer. Siempre en tensión, siempre en alternativa, siempre en guerra. Siempre con vencedores y vencidos. Lo seguro es que, en cualquier caso, se habrá perdido algo del hombre. ¿Es que no es posible en este asunto una limpia superación del enfrentamiento? ¿Tanta es la desgraciada maldición que pesa sobre la humanidad, que varones y mujeres hemos de vivir enfrentados? Me gustaría distinguir, a este respecto, entre feminismo y feminidad, como distingo correlativamente, entre machismo y masculinidad. En cierto modo, estas ideas constituyen el eje de lo que diré a continuación.