(Publicado en Cristiandad LXVIII, febrero 2011, n.955)
“Aprended de mí, que soy manso y
humilde de Corazón” (Mt 11, 29). En estas palabras nos reveló el mismo
Jesucristo que su Corazón es la escuela en donde aprender a vivir aquella vida
que Él mismo nos vino a comunicar: “Yo he venido para que tengan vida y la
tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Y por eso, cuando un poco más adelante nos
encontramos con aquellas otras palabras en las que nos dice que “uno solo es
vuestro Maestro, Cristo” (Mt 23, 10), nos resulta fácil entenderlas a la luz de
las primeras y afirmar en consecuencia: “Uno solo es vuestro Maestro, el
Corazón de Cristo”.
Podemos preguntarnos, no obstante, cuál
es el fundamento de este Magisterio. Y no se trata de una curiosidad vana, sino
de una pregunta que nos conduce desde el Corazón de Cristo hasta el Padre del
que procede, según aquello del Evangelio: “Felipe le dijo: Señor, muéstranos al
Padre, y nos basta. Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con
vosotros, y aún no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto
al Padre” (Jn 14, 8-9).
El fundamento de este Magisterio del
Corazón de Cristo lo hallamos en el undécimo anatematismo de San Cirilo de
Alejandría contra Nestorio, en donde sentencia que “si alguno no
confiesa que la carne del Señor es vivificante y propia del mismo Verbo de Dios
Padre, sino de otro fuera de Él, aunque unido a Él por dignidad, o que sólo
tiene la inhabitación divina; y no, más bien, vivificante, como hemos dicho,
porque se hizo propia del Verbo, que tiene poder de vivificarlo todo, sea
anatema” (DZ 123). En efecto, la carne de Cristo es vivificante, y por eso
el Corazón del Verbo encarnado es fuente de vida y santidad, como se reza en
las letanías del Sagrado Corazón.
Debemos dirigirnos, por tanto, a la
misma generación del Verbo divino –fundamento trinitario- y luego a su
encarnación –fundamento cristológico-, para poder comprender en dónde se halla
el principio del Magisterio del Corazón de Cristo. Y nos dejaremos guiar por
las enseñanzas del Doctor Común de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino.
Comencemos por el fundamento trinitario.
Sabemos por la Revelación que el Ser
divino se comunica eternamente -“Puede decirse que [el Padre] es principio de
toda deidad, no porque la engendre o espire, sino porque, generando o
espirando, la comunica” (S.Th. I,
q.39, a.5, ad 6)-. Pero tal comunicación se realiza de manera que lo que
procede de ella no es algo distinto de Dios según la esencia, “sino que le
comunica toda la naturaleza, permaneciendo sólo la distinción según el origen”
(S.Th. I, q.41, a.3, in c). Es el
misterio de la Santa Trinidad,
en donde el Padre comunica el Ser divino al Hijo, al engendrar la perfecta
semejanza de sí mismo, y en donde el Padre y el Hijo comunican el Ser divino al
Espíritu Santo, en cuanto la semejanza del Hijo es principio de amor (cf. S.Th. I, q.27, a.4, ad 2).
Mas esta comunicación divina va más
allá de la vida trinitaria cuando crea de la nada. En este caso, lo que procede
de Dios sí es de diferente naturaleza, pues se trata de una creatura, que
participa en mayor o menor grado las perfecciones comunicadas por Dios (cf. S.Th. I, q.32, a.1, ad 2). Esta
comunicación realizada en la Creación no se da, claro está, de forma caótica,
como si resultara de la casualidad –tal es la manera en que el mecanicismo
evolucionista pretende explicar el Universo-, sino en un admirable orden, para
que así se manifieste mejor la
Bondad divina comunicada (cf. S.Th. I, q.47, a.1, in c).
La comunicación de bien realizada en la Creación proporciona a
las creaturas la capacidad de ser también comunicativas de sus respectivas
perfecciones, según ese orden mencionado; esto es, cuanto más perfecto es un
ente más aspira a comunicar su ser, y más semejante a sí es lo que difunde. El
grado más perfecto de esto en el Universo creado lo hallamos en los ángeles,
que a su vez pueden ser diferenciados jerárquicamente “según sus diversos
oficios y funciones”; esta jerarquía angélica la ejemplifica el Aquinate en la
mayor o menor capacidad que tienen de enseñar una ciencia a otros ángeles; de
este modo, podemos decir que hay ángeles que son maestros de otros, y que este
magisterio se da en diversos grados según que sea más perfecta la capacidad de comunicar
la ciencia (cf. S.Th. I, q.108, a.2,
ad 2).
Por debajo de los ángeles nos
encontramos con la comunicación de bien que se da en el hombre. Éste tiene una
naturaleza al mismo tiempo corpórea e intelectual; mas es por la segunda que
reconocemos en todo hombre la mayor participación de la Bondad divina que se da
entre las creaturas corpóreas, pues sólo él es capaz de conocer y amar esa
misma Bondad (cf. S.Th. I, q.93, a.2,
ad 3). Por la naturaleza corpórea el hombre tiende a comunicar el bien
engendrando a otro hombre; pero por la naturaleza intelectual tiende a una
comunicación racional de vida por el conocimiento y el amor. De ahí que la
generación humana no se reduzca a la mera generación corpórea de los demás
vivientes, sino que se ordena a la comunicación de vida que denominamos
“educación”, y que define el Aquinate de este modo: “No tiende la naturaleza sólo a su generación, sino también a su
conducción y promoción hasta el estado perfecto del hombre en cuanto hombre,
que es el estado de virtud” (In IV Sent. d.26, q.1, a.1, in c). Por eso se ha podido afirmar que la educación es como una segunda generación.
Así, si la generación humana es según lo corpóreo, siendo lo específico
del hombre su naturaleza intelectual es ésta la que lleva a prolongar la generación
en una educación o comunicación de vida intelectual. Y en esto reconocemos al
hombre como imagen de Dios, pues precisamente en la vida trinitaria la
generación divina consiste en una comunicación según una concepción intelectual
(cf. SCG IV, c.11, n.8). Por eso el
mismo Santo Tomás puede afirmar que en el seno de la Trinidad se da, en cierto
modo, un Magisterio: “En la enseñanza del
Padre y en la escucha del Hijo no se debe entender sino que el Padre comunica
la ciencia al Hijo, como la esencia” (S.Th. I, q.42,
a.6, ad 2); aunque ello deba entenderse, claro está, en la
eternidad e identidad de naturaleza, sin por ello subordinar el Hijo al Padre
como si aquél tuviera un saber menor al de éste, al modo del arrianismo antiguo
y moderno.
Hasta aquí,
lo que podríamos denominar el fundamento trinitario de la educación humana;
pero nos falta reconocer el fundamento cristológico para poder alcanzar al
Corazón de Cristo. Enseña nuevamente el Aquinate que la más perfecta
comunicación de bien realizada por Dios a la creatura es la que se dio en la
encarnación del Verbo, al asumir éste íntegramente la naturaleza humana en el
seno de la Virgen María: “Pertenece a la naturaleza del sumo bien comunicarse a
la creatura de modo eminente. Lo cual se realiza máximamente cuando [Dios] de
tal manera une a sí la naturaleza creada que de tres –Verbo, alma y carne- hace
una persona, como dice Agustín en el libro XIII De Trin.” (S.Th. III,
q.1, a.1, in c). Y esto fue lo que hizo vivificante a la carne de Cristo, según
hemos leído en el anatematismo de San Cirilo. Este poder de vivificar que
corresponde a la carne de Cristo por la encarnación del Verbo no es otra cosa
que engendrar y educar al hombre en la misma vida divina.
Esta
educación fue preparada en la Antigua Alianza, en donde la Ley fue el pedagogo
de Israel; “mas, una vez llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo” (Gal 3,
25), pues podemos dirigirnos directamente al Maestro, que es Cristo. Éste se
manifestó plenamente al ser su Corazón traspasado en la cruz, fluyendo de su
herida abierta con el agua y la sangre toda gracia. Este Corazón del Verbo
divino, resucitado y sentado a la derecha del Padre, sigue siendo desde el
cielo “principio de amor” (S.Th.
I, q.27, a.4, ad 2), y por eso es Él, fuente de vida y
santidad, quien envió el Espíritu Santo para consumar la obra de la salvación,
engendrando y educando a los hombres en la vida divina.
Es, por
tanto, la misma carne vivificante de Cristo -esto es, su Corazón- la que sigue realmente
presente y operante en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, y en sus
sacramentos: principalmente en el Bautismo para engendrar a la vida divina, y
en la Eucaristía para nutrirla hasta alcanzar la plenitud de vida. En efecto,
puesto que “todas las cosas tienden naturalmente a llevar sus efectos a la
perfección”, no basta engendrar a la prole, sino que hay que “promoverla al
estado perfecto” (In IV Sent. d.39,
q.1, a.2, in c). Por eso dice San Pablo, refiriéndose a esta educación en la
vida divina: “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta
ver a Cristo formado en vosotros” (Gal 4, 19). La finalidad de la comunicación
de vida divina obrada en nosotros tras la encarnación del Verbo de Dios no es
otra, por consiguiente, que llegar a estar plenamente configurado con Cristo: “Tened
entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Fil 2, 5), esto es, de su
Corazón.
Mas no es
esto posible individualmente, sino que el hombre necesita de
otros hombres tanto para la vida natural como para la vida de gracia, que no
destruye la naturaleza sino que la perfecciona (cf. S.Th I, q.1, a.8, ad 2). Y necesita principalmente del lugar
natural en el que se da toda generación y educación, que es la familia, tanto
natural como sobrenatural. El mismo Jesucristo quiso iniciar la obra de la
salvación en el seno de una familia, naciendo de María Virgen y manteniéndose
obediente a San José. Es evidente, pues, que la educación cristiana tiene en la
Sagrada Familia de Nazaret a los más eficaces intercesores.
Y no sólo es social la educación cristiana
en lo que se refiere a los maestros, sino también en lo que se refiere al fin,
que es la configuración con Cristo. Por eso San Pablo habla de esta plenitud del
bautizado “en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos
lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado
de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef
4, 12-13).
Esta edificación del Cuerpo de Cristo
no es otra cosa que el Reino del Corazón de Jesús, que pedimos en la oración
del Señor: “Venga a nosotros tu Reino” (Mt 6, 10). Es para la plenitud del
mismo que se ha manifestado más visiblemente en estos últimos tiempos el
Corazón de Cristo, comenzando por las revelaciones a Santa Margarita María. Y
como la educación en la fe se ordena a este Reino, como hemos visto en el texto
paulino, también debe venir de manos de la Sagrada Familia; de ahí que San José
fuera declarado por León XIII en 1889 patrón universal de la Iglesia, y Santa
María fuera declarada por Pablo VI en 1964 madre de la Iglesia. Son María y
José quienes nos muestran en estos tiempos el Corazón de Jesús, en cuya escuela
nos invita a aprender de Él.