Para un feminismo femenino (4)



3.- Mujer y naturaleza humana

El hecho de la distinción entre varones y mujeres dentro de la especie humana es algo que, en principio, habría de ser asunto pacífico y seguro. Sin embargo, la historia reciente del feminismo y de la sexualidad ha oscurecido a veces esta idea, bien por una insistencia mayor en la igualdad, bien por un más intenso subrayado de la diferencia.

Así, por ejemplo, en el concepto, muy manido ya, del «sexismo» se envuelve en el fondo, a veces, la pretensión de una igualdad completa o indiferenciada de los sexos, de manera que, no solamente varones y mujeres tengan los mismos derechos y deberes políticos, sino que también vivan en todo, absolutamente en todo, como completos iguales. En esta dirección se mueven, sin duda, las propuestas de supresión de las diferencias sexuales en los juguetes, en el sentido de que, tanto niños como niñas, jueguen a lo mismo: tanto a policías y ladrones, como a muñecas y cocinas.

En el extremo opuesto se encuentra el intento, presente asimismo en ciertas feministas, de hacer de la mujer y del varón dos especies separadas de seres. Es el ideal que cabe reconocer en las antiguas amazonas, y que en alguna medida también ha podido contagiar a quienes distinguen entre personas «masculinas» y personas «femeninas». Esa distinción supone a veces otorgar un alcance desmesurado al dimorfismo sexual humano.

Con todo, el movimiento de emancipación de la mujer, iniciado a finales del siglo XVIII, tiene mucho de acertado en su reivindicación de igualdad. Una reivindicación justa y verdadera entendida en sus términos adecuados, pues como dijo Millán-Puelles:
Si lo que se trata de expresar con esta igualación de la mujer con el varón es la necesidad por razones éticas, no sólo psicológicas, culturales, históricas, etc., de que la mujer tenga reconocida, en todos los aspectos de su existencia, la íntegra dignidad de la persona humana que comparte con el varón, totalmente de acuerdo. Si de lo que se trata es de dar una versión masculinizante del modo femenino de ser, totalmente en desacuerdo4.

Porque, en su sentido positivo y merecedor de toda aprobación,
El acierto esencial del movimiento de emancipación de la mujer es la clara conciencia de que la mujer comparte, con el varón la íntegra dignidad de la persona humana y que, por consiguiente, tiene derecho al pleno reconocimiento de la totalidad de una igualdad jurídica esencial con el hombre. La mujer es tan persona como el hombre; y las consecuencias que de ello inmediatamente se siguen han de tener una plasmación, una protocolización jurídica, que no se quede en simples declaraciones solemnes, sino que efectivamente llegue, con la letra y… con la música, a la totalidad de las manifestaciones de la vida humana5.

Así pues, esta radical igualdad de todos los seres humanos, ha de plasmarse en un adecuado reconocimiento jurídico. Además ha de incluirse asimismo en el conjunto de exigencias que se derivan de esta igualdad, la apertura de todos los campos de acción pública y social a la participación de la mujer. Esto es, por otra parte, algo generalmente reconocido hoy por todos en Occidente. Pero aun así hay que añadir, en mi concepto, otras exigencias que suelen pasar inadvertidas.

La apertura de la mujer a todos los ámbitos de la vida humana suele entenderse sobre todo en referencia a la vida política, económica, profesional y educativa. Siendo todo ello cierto, creo conveniente dejar dicho aquí, en particular, que la radical igualdad de mujeres y varones según la común naturaleza humana, implica asimismo que la vida de la mujer, lo mismo que la del varón, esté abierta a la finalidad propia y última del hombre. Si el sentido último de la vida humana está, como reconoce la ética realista clásica, en el bien infinito, hay que reconocer que ello ha de decirse, asimismo, y en plenitud de sentido, de la mujer. La meta de la vida de la mujer, como la del varón, está en realizar el bien humano universal, o lo que es lo mismo, en ser virtuosa.

Por la misma razón, la aptitud general que, en cuanto dotada de naturaleza humana, tiene la mujer hacia toda clase de actividades, en particular incluye las de carácter intelectual. Como animal racional que es, la mujer es perfectamente capaz del conocimiento más amplio y profundo, sin más limitaciones que las derivadas accidentalmente de sus circunstancias vitales. Ningún campo de las artes, de las letras o de las ciencias les es ajeno.

Pasemos a hablar de las diferencias. Como agudamente señala
José Luis Gutiérrez García,
A la mujer se le debe reconocer sin reticencias todos sus derechos como persona humana y como fémina. Pero al mismo tiempo, su dignidad exige que no se deformen ni se ignoren las exigencias que la naturaleza impone. Hay pretensiones y hay reivindicaciones que, por muy clamorosas que parezcan, determinan causalmente lamentables deformaciones en la dignidad natural y sobrenatural de la mujer6.

Por lo que respecta a la simultánea peculiaridad y diferencia de la mujer respecto del varón, conviene hacer también algunas observaciones.
Tiene toda la razón el feminismo cuando combate estereotipos, prejuicios y costumbres que comportan la degradación o la esclavitud de la mujer. Sin embargo, no todas las convenciones que suponen una diferenciación entre varones y mujeres son de suyo, por ser convención, una discriminación inaceptable.
Conviene recordar que el ser humano es un animal desnudo de instintos.

Ello significa que el comportamiento humano ni se pone en marcha por sí mismo, ni se dirige a metas prefijadas determinadas.

En el hombre, por así decir, está casi todo por hacer y los impulsos que él siente nunca son irresistibles, salvo por enfermedad. Es consecuencia de ello que el ser humano, aun teniendo por naturaleza una inclinación a la felicidad, no obstante tiene que determinar fines y elegir medios. Como apenas nada le viene dado por la naturaleza, casi todo ha de inventarlo. Y eso es, en general, la cultura.

Esto permite entender que lo cultural, aun teniendo siempre un aspecto convencional y, si se quiere, arbitrario, no obstante es convención que pretende habitualmente responder a esa orientación natural hacia la felicidad que hay en el hombre y colmar el vacío que encuentra en su naturaleza. Por consiguiente, las convenciones sociales, siendo así que son fruto de la libertad humana, tienen para el hombre en general un carácter afirmativo y positivo, aunque también suceda, sin duda, que hay costumbres culturales negativas y rechazables. Lo que quiero decir, en el fondo, es que el hecho de que una idea, una tendencia o un comportamiento sean culturales y convencionales, no implica de suyo que deban ser eliminadas por inhumanas. Hay que juzgar cada caso en particular.

Lo cual sucede muy especialmente en el caso de los estereotipos femeninos. El profesor Yela ofrece un breve resumen de ellos:
¿En qué consiste más peculiarmente la realidad misteriosa de la mujer?
Otro mito nos lo dice: en el eterno femenino. La mujer es el eterno femenino: gracia, encanto, ternura, amparo, delicadeza, elegancia, belleza… Una especie de viento ideal que sopla por doquier, que atrae y sostiene a los hombres y que se encarna más típicamente en la mujer7.

¿Hay ese eterno femenino? Yela dice que es un «mito». Yo no me atrevo a afirmar que haya un modelo cerrado, invariable y universal de mujer. Quizás el reto del movimiento emancipatorio de la mujer debiera avanzar en esta dirección para determinar con rigor y seriedad qué es lo propio y distintivo de la mujer en cuanto mujer. Ciertamente, el propio emanciparse impulsa más bien a que cada mujer encuentre su personal e irrepetible manera de ser mujer. No nos gusta nada vivir por imitación y sentirnos dentro de un modelo. Un recto feminismo debía esforzarse en detectar el núcleo de la feminidad que, luego, en cada mujer, habrá de realizarse de manera creativa y única.

De este modo, cuando la mujer se encuentre con el varón, se tratará siempre de que, según el caso, tanto la una como el otro puedan realizarse en su respectiva y singular manera de ser mujer y de ser hombre. Ello con plena y particular intensidad cuando varón y mujer se han entregado por completo en el matrimonio: porque entonces, como cada uno es enteramente del otro, el ser mujer de la esposa concreta es la tarea del marido, y el ser varón concreto del esposo es la tarea y finalidad de la mujer.

Análogamente debería suceder en las otras situaciones de encuentro, más o menos continuado e intenso, de varones y mujeres. En el trabajo, las relaciones entre varones y mujeres han de contribuir igualmente a este mutuo enriquecimiento. Es un error, porque se pierde sentido humano, abstraer en el trabajo de la condición de varones y mujeres de quienes allí se encuentran. Si el trabajo ha de ser lugar de crecimiento humano, y no de alienación, ha de tenerse en cuenta tanto la igualdad fundamental como la diferencia evidente entre varones y mujeres. Una vez más resulta muy claro el resumen que ofrece José Luis Gutiérrez, de la Doctrina Social de la Iglesia relativa a la mujer y que vale para cristianos y no cristianos.
… la Doctrina Social de la Iglesia establece, de acuerdo con los datos de la antropología natural, que toda pretensión igualitaria total de cuanto es diferente, resulta equivocada, es dañosa y actúa como coeficiente perturbador del orden natural. Y toda pretensión diferenciadora, discriminante, de cuanto es radicalmente igual en el varón y la mujer, es vejatoria, injusta y degradante8.

Lo que Dios no ha unido... (2)


Siguiendo con el tema de la nulidad matrimonial, hemos de decir que cualquier matrimonio canónicamente celebrado se presume válido hasta que no se demuestre lo contrario[1]. Y es lógico que sea así, porque normalmente la gente dice la verdad cuando va a casarse y se casa porque así lo desea libremente. Además, la vocación al matrimonio es la que corresponde a la gran mayoría de los cristianos y, por tanto, sería absurdo pensar que para casarse se requieren unas cualidades extraordinarias o fuera de lo común.  Por eso no debemos confundir el matrimonio “ideal” (el modelo perfecto de matrimonio) con el matrimonio “válido” (aquél que reúne los requisitos mínimos indispensables de libertad, responsabilidad y capacidad).

Por otra parte, el derecho a casarse es un derecho fundamental de la persona. De ahí que sea tan importante, en el caso de aquéllos que se han casado por la Iglesia y desean hacerlo nuevamente, verificar si se dieron –en el momento de la boda– las condiciones necesarias para la validez de su matrimonio. Si no fue así, quiere decirse que su presunto matrimonio nunca existió y que se encuentra en condiciones de ejercer su derecho a casarse. Por eso, según lo que acabamos de exponer, es totalmente erróneo decir que el matrimonio “se anula”, porque supondría hacer algo imposible o absurdo: cancelar el vínculo matrimonial que, una vez consumado, “no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte” (c. 1141). Lo que la Iglesia hace es “declarar” –en base a las pruebas existentes– que ese matrimonio “nunca existió”. De lo contrario, significaría decir que la Iglesia admite el divorcio o que el matrimonio no es indisoluble, lo cual se opone frontalmente a la verdad que nos ha sido revelada por la Palabra de Dios (Gén 2, 24; Mt 19, 1-12).

         Por último, creo que es interesante fijar nuestra atención sobre otro aspecto. Los datos estadísticos nos dicen que nunca como hasta hoy había existido tal cantidad de matrimonios rotos, pero también es verdad que nunca como hasta hoy había existido una indiferencia religiosa tan aguda: ¿será casualidad o habrá una relación de causa-efecto entre estos hechos? La experiencia pastoral nos demuestra la veracidad de la segunda hipótesis, sin perder de vista otras causas o factores psíquicos producidos por nuestro ambiente y nuestro estilo de vida.

Después de contemplar el panorama actual sobre el matrimonio y la familia, a partir de los casos que se nos presentan en el Tribunal, nos damos cuenta hasta qué punto es importante una buena preparación al matrimonio ya que, como dice el refrán, “más vale prevenir que curar”.



[1] Cfr. CIC 83, c. 1060.

La fe supone y perfecciona la razón (3)


III.      La fe perfecciona la razón

Que la razón tenga necesidad de la fe para su perfeccionamiento conlleva afirmar lógicamente su condición perfectible. Ello se enuncia con toda claridad en el texto del Aquinate al que remite Fides et Ratio: “La fe presupone el conocimiento natural como la gracia presupone la naturaleza y como la perfección presupone lo perfectible”.[1] La naturaleza humana y la razón son, por consiguiente, perfectibles, es decir, tienden a un fin en el que encontrar su acabamiento, su perfección. No obstante, hay que diferenciar nuevamente entre el fin natural y el sobrenatural. Para el primero no se requiere de suyo la gracia ni la fe, pues basta la misma naturaleza para alcanzar el fin; tal era la situación del hombre en estado íntegro, antes del pecado original, que no necesitaba de la gracia para su perfeccionamiento natural. Para el segundo fin sí se requiere la gracia y la fe, pues el hombre no puede alcanzar por sus solas fuerzas naturales aquello que excede a su naturaleza; así, el hombre en estado íntegro sí requería de la gracia para su perfeccionamiento sobrenatural. Mas en el estado actual de pecado, el hombre requiere de la gracia tanto para alcanzar el fin sobrenatural, como también el natural, pues su naturaleza quedó dañada –que no del todo corrompida- por el pecado original. ¿Está entonces la razón necesitada de la fe? Sí. Pero no porque lo exija la naturaleza, sino por la elevación del hombre por la gracia a un orden superior, sobrenatural, y por el pecado de Adán que debilitó la misma naturaleza respecto de la consecución de sus fines propios.[2]
De ahí aquella explicación, profundamente realista, de Santo Tomás al argumentar en favor de la necesidad de la Revelación divina, no sólo en lo referente a las verdades que exceden las capacidades de la razón humana, sino incluso en aquellas que puede adquirir por sí misma; pues de no darse la Revelación “la verdad acerca Dios, investigada por la razón, se mostraría a pocos hombres, después de mucho tiempo, y con mezcla de muchos errores”.[3]
Esta necesidad que la razón tiene de la fe para su perfeccionamiento tanto natural como sobrenatural, debe extenderse a la que tiene la filosofía de la teología, como sigue diciendo el texto citado: “Luego fue necesario que más allá de las disciplinas filosóficas, que se estudian por la razón, hubiera una doctrina sagrada dada por revelación”. [4] Pero no se trata de establecer un saber independiente de la filosofía; sino que en su distinción la teología se ayuda de la filosofía, como ya hemos visto, y renueva por otra parte la misma filosofía.
En ocasiones se comparó el saber fundado en la fe con el vino, y el derivado del ejercicio de la razón con el agua, advirtiéndose del peligro de que la virtud del vino se corrompa al mezclarse con el agua. A esto respondió Santo Tomás usando la misma imagen, pero desde otra perspectiva: “Aquellos que usan fuentes filosóficas en la sagrada doctrina como obsequio de la fe, no mezclan agua con vino, sino que convierten el agua en vino.”[5]
Partiendo de esta premisa es posible afirmar que muchos conceptos del pensamiento griego asumieron en su encuentro con la fe cristiana señalado por Benedicto XVI un significado nuevo; no perdiendo, ciertamente, su anterior significación, mas ampliando notablemente su horizonte. Así sucedió, por ejemplo, cuando el evangelista San Juan usó el término “logos” para designar al Hijo de Dios que se hace carne. Algunas otras verdades de razón renovadas a la luz de la Escritura son las que enumera Francisco Canals: “Dios, Ser subsistente; Dios viviente; la perfección y bondad en las criaturas, participación del bien divino; el hombre, imagen de Dios; la revelación del Señor como el Dios Uno; la persona, único ente amado por sí mismo en el universo”.[6]
Fijémonos en el último mencionado por Canals: el concepto de persona, del que ya hemos hablado. Los griegos habían alcanzado una cierta comprensión del ser personal, designado con el término “prósopon”, que significaba el rostro por el que se distingue cada hombre en particular. Mas la revelación bíblica ayudó a desvelar cuanto se escondía tras el término “prósopon” del griego profano; este hombre de rostro distinto era amado singularmente por Dios en su Hijo -“me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20)-, e introducido en presencia del rostro de Dios manifestado en Cristo (cf. 2 Co 4, 6). De este modo, el concepto griego de rostro se transformaba de agua en el vino del concepto cristiano de persona.[7]
Por eso, en Fides et Ratio explica el Papa Juan Pablo II el camino del hombre que busca la verdad con su razón, concluyendo que sólo puede quedar saciado ante la Revelación de Dios en el rostro del Verbo encarnado:

El hombre se encuentra en un camino de búsqueda, humanamente interminable: búsqueda de verdad y búsqueda de una persona de quien fiarse. La fe cristiana le ayuda ofreciéndole la posibilidad concreta de ver realizado el objetivo de esta búsqueda. En efecto, superando el estadio de la simple creencia la fe cristiana coloca al hombre en ese orden de gracia que le permite participar en el misterio de Cristo, en el cual se le ofrece el conocimiento verdadero y coherente de Dios Uno y Trino. Así, en Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia.[8]


[1] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.2, a.2 ad 1.
[2] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.109, a.1-2. En la última sesión plenaria de la Pontificia Academia de Santo Tomás el cardenal Georges Cottier calificó de “absurda” la afirmación de una exigencia natural de lo sobrenatural, propia de ciertas posiciones teológicas contemporáneas.
[3] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.1 in c.
[4] Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.1 in c.
[5] Tomás de Aquino, Super Boetium de Trinitate q.2, a. 3, ad 5.
[6] F. Canals, Tomás de Aquino, un pensamiento siempre actual, Barcelona, Scire, 2004, p. 103.
[7] Cf. E. Martínez, “El término 'prosopon' en el encuentro entre fe y razón”, Espíritu LIX (2010), pp.173-193.
[8] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.55.

La fe supone y perfecciona la razón (2)


II.      La fe presupone la razón

Podemos reconocer en primer lugar la necesidad intrínseca que la fe tiene de la razón en tanto que ésta se presupone a aquélla. Se trata de una necesidad análoga a la que tiene la forma respecto de la materia en las sustancias compuestas; así, hay formas que “no pueden subsistir perfectamente por sí y requieren el fundamento de la materia”,[1] enseña el Aquinate. Pues de modo semejante puede decirse que “para el acto de fe se requiere el acto de la voluntad y el acto del entendimiento”[2] –esto es, la razón-.
Mas hay que salvar la distancia en la comparación realizada, pues la fe presupone una razón ya previamente constituida y con un orden propio, que es el de la naturaleza, mientras que la fe pertenece al orden de la gracia y tiene una finalidad sobrenatural, que es la comunicación de la vida divina. Ello corresponde a una decisión libérrima de Dios, que por amor y no por necesidad ha querido elevar al hombre e introducirlo en su intimidad,[3] lo que se realiza mediante la gracia.[4] De este modo, si decimos que la gracia necesita de la naturaleza humana es sólo en el sentido de que, supuesta dicha decisión por parte de Dios, la naturaleza humana -y la razón que la caracteriza específicamente- pasan a ser presupuestos necesarios para la ejecución de la misma, pues sin ellas la gracia y la fe no tendrían sujeto alguno al que elevar: “como la gracia supone la naturaleza, así la fe supone la razón”, leíamos al principio-.
Mas la razón propia de la naturaleza humana no es requerida pasivamente en la elevación sobrenatural, sino que debe predisponerse a la gracia,[5] y asentir con el acto de la voluntad y el acto del entendimiento, como decíamos antes. Son muy significativas al respecto estas palabras de Juan Pablo II en Fides et Ratio:

El acto con el que uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad personal se vive de modo pleno.[6]

Un claro ejemplo de esta necesidad de la razón como presupuesto que predispone al don gratuito de la fe es lo que se conoce como preambula fidei, esto es, aquellas verdades cognoscibles naturalmente cuyo “conocimiento constituye un presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios”,[7] como enseña Fides et Ratio remitiendo al Concilio Vaticano I. Así, ¿cómo podría aceptarse una Revelación divina sin antes conocer que Dios existe y es capaz de revelarse? Recuerdo al respecto una conversación con Francisco Canals en la que protestaba por un titular de un semanario de información católica en el que se leía: “El Dios personal, elemento fundamental de la revelación”. Que Dios es personal –me decía Canals- es algo que conoce la razón antes de asentir en un acto de fe a las palabras reveladas, ¿cómo, si no, podríamos aceptar o rechazar que tales palabras pertenezcan a la Revelación de Dios?
Mas esta necesidad que la fe tiene de la razón no se reduce a un presupuesto previo, sino que sigue acompañando en todo momento el dinamismo de la gracia en la vida del hombre. De ahí la necesidad del intellectus fidei, de una inteligencia de la fe dado que “la razón busca la comprensión del misterio”.[8] Es el “creo para entender” de San Anselmo, que recuerda Benedicto XVI:

No intento, Señor, penetrar en tu profundidad, porque de ninguna manera puedo comparar con ella mi intelecto; pero deseo comprender, aunque sea imperfectamente, tu verdad, que mi corazón cree y ama. Porque no busco comprender para creer, sino que creo para comprender –Non quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam-.[9]

En Fides et Ratio se dice en varias ocasiones que este intellectus fidei se realiza por medio de la teología, la cual está necesitada de la filosofía, principalmente de la metafísica del ser: “la teología ha tenido siempre y continúa teniendo necesidad de la aportación filosófica”,[10] “el intellectus fidei necesita la aportación de una filosofía del ser”,[11] etc. Un ejemplo de esta metafísica o filosofía del ser al servicio de la teología es la profundización en el concepto de persona; éste, que pertenece a los preambula fidei al referirlo a Dios, como vimos antes, pasó después al intellectus fidei en aquel fecundo proceso de definición del dogma trinitario y cristológico de los primeros concilios, y de aproximación a la comprensión racional del mismo en las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia; la culminación de esta inteligencia de la fe en el Dios trino, cuya Palabra se encarnó para nuestra salvación, la encontramos en la teología de Santo Tomás de Aquino, sustentada en la metafísica del ser como acto, que permite dar razón del subsistir propio del ser personal. No es de extrañar, entonces, que el Magisterio de la Iglesia reclame insistentemente seguir esta “filosofía del ser, y no del simple parecer”[12]de Santo Tomás: “El apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas - leemos en la encíclica Pascendi de San Pío X-, nunca dejará de ser de gran perjuicio”.[13]
Mas este desarrollo histórico del intellectus fidei no se hizo con una filosofía elaborada ex novo, sino en concreto con la filosofía griega, en aquel encuentro mencionado al inicio de este escrito. Así, fueron sus mismos términos los que pasaron a nutrir las formulaciones dogmáticas: “ousía”, “physis”, “hypóstasis”, “prósopon”, etc. Vayamos nuevamente a Fides et Ratio para ver de qué modo apela Juan Pablo II a no alejarse de la filosofía clásica, ni siquiera de los términos acuñados en esta tradición:

Otras formas latentes de fideísmo se pueden reconocer en la escasa consideración que se da a la teología especulativa, como también al desprecio de la filosofía clásica, de cuyas nociones han extraído sus términos tanto la inteligencia de la fe como las mismas formulaciones dogmáticas. El Papa Pío XII, de venerada memoria, llamó la atención sobre este olvido de la tradición filosófica y sobre el abandono de las terminologías tradicionales.[14]

            Podemos ahora entender mejor qué significa aquella necesidad intrínseca que la fe tiene de la razón, expresada por Benedicto XVI en Ratisbona. Se trata de la necesidad de la razón natural como presupuesto para el acto de fe, y de la filosofía griega como presupuesto para la inteligencia de la fe; todo ello congruente con el principio expuesto al inicio: “la fe presupone la razón”. Mas éste iba completado de este modo: “la fe perfecciona la razón”. Pasemos ahora a analizar este segundo principio, que nos lleva a reconocer el otro sentido de la necesidad intrínseca entre fe y razón; en este caso, la necesidad que la razón tiene de la fe para su perfeccionamiento.



[1] Tomás de Aquino, Summa contra gentiles III, c.97, n.6.
[2] Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q.4, a.5 in c.
[3] Y conviene recordar que la misma creación de la naturaleza humana –así como de toda otra naturaleza finita- es efecto de una decisión libre de Dios, y no de una necesidad (Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles II, c.23).
[4] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.109, a.5; q.110.
[5] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q.112, a.2.
[6] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.13.
[7] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.67.
[8] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.13.
[9] Anselmo de Canterbury, Proslogion 1; Benedicto XVI, Carta con ocasión del IX Centenario de la muerte de San Anselmo.
[10] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.77.
[11] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.97.
[12] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.44.
[13] Pío X, Pascendi n.46.
[14] Juan Pablo II, Fides et Ratio n.55.

Orígenes de los ataques a la Iglesia


Creo ne­cesario hacer una breve reflexión sobre cuál es el origen u orígenes del odio y, por consiguiente, de los ataques a la Iglesia. Es inevitable mencionar al principal enemigo de Dios y, por tanto, de su Iglesia me refiero, claro está, al demonio. Ya en el libro del Génesis nos lo encontramos intentando enfrentar a las personas con su Creador utili­zando todo tipo de argumentos y artimañas. El príncipe de la mentira continuará con esta labor a lo largo de toda la Historia, cambiando de contexto, herramientas y falsedades, pero con el mismo objetivo Él siempre estará detrás de los ataques a la Iglesia, vengan éstos de donde vengan, aunque a veces tan sutilmente que será prácticamente inapreciable para nuestro limitado entendimiento. No obstante, lo; ataques llevados a cabo abiertamente contra la Iglesia los podemos encontrar ya desde los tiempos de su fundador, y las razones que lo originaron siguen siendo las mismas o muy parecidas.

A Jesús se le persiguió y condenó por decir únicamente la verdad que era el Hijo de Dios y el Rey de los judíos. Se le odiaba por poner 
el amor por encima de las leyes, de lo políticamente correcto, de la mera apariencia. Y a los ojos de muchas personas acabó sus días como un pobre fracasado; sólo los que creían en Él supieron la única y auténtica verdad. Sus primeros seguidores no corrieron mejor suer­te. Los apóstoles acabaron sus días en el martirio, al igual que incon­tables cristianos que fueron perseguidos, en ocasiones torturados y finalmente ejecutados por no querer negar a Jesucristo.

Los que sufrieron persecución siempre fueron los mismos, los 
cristianos; pero los perseguidores han ido cambiando a lo largo de la Historia. Los primeros en perseguirlos fueron algunos grupos judíos, entre los que se encontraba Pablo de Tarso; posteriormente, la perse­cución se agravó aún más, bajo el Imperio Romano y a continuación por los llamados pueblos bárbaros, algunos de los cuales habían abra­zado las herejías contrarias a las verdades proclamadas por la Igle­sia. Cruenta fue también la persecución sufrida bajo la dominación islámica, aunque muchos medios de comunicación actuales se hayan esforzado en mostrarnos solo un único lado de la misma moneda, en la que los únicos perseguidos son los musulmanes. Y no podemos olvidar los ataques sufridos por los católicos a manos de algunos de los llamados, con todo respeto y cariño, "hermanos separados", al referirnos a protestantes, calvinistas, anglicanos, etc.

Pero si hay un momento en la Historia, clave para los enemigos de la Iglesia, éste es el de la Revolución Francesa. Nos situamos en el siglo XVIII, en el que predomina un movimiento filosófico y lite­rario denominado "Ilustración", cuya característica principal era la extrema confianza en la razón natural para resolver, sin ayuda de Dios, todos los problemas de la vida humana. El hombre ilustrado, deslumbrado por los avances de la ciencia, pensó que no había otra realidad que la material; y dejándose impregnar por el materialismo, decidió que debía acabar con la religión, considerándola causante de todos los males de la Humanidad. Uno de los máximos representantes de esta nueva mentalidad fue Voltaire, en cuyos escritos podemos encontrar feroces ataques a la Iglesia y ridiculizaciones de los aspec­tos sagrados de nuestra religión, denominándola "la infame".

En 1789 estalló la Revolución Francesa, donde la persecución 
desencadenada contra la religión ha sido la más cruel hasta ahora conocida desde el Imperio Romano. Entre los abanderados de esta persecución, cuya intención última era el exterminio de todo lo cris­tiano y su sustitución por la diosa Razón, estaban los llamados "sans culottes", los jacobinos, responsables directos de los asesinatos ma­sivos de católicos, de las numerosas destrucciones de iglesias y todo tipo de objetos religiosos. "Libertad, Igualdad, Fraternidad" fue el lema de esta revolución que terminó en dictadura y fue el origen de los totalitarismos que iban a asolar el mundo en el siglo XX. Debo señalar que algunos historiadores acreditados han visto la mano de la Masonería detrás de la Ilustración y de la Revolución Francesa.

Sería bueno darnos cuenta de que el pecado de la soberbia, el 
querer ser como Dios o el deseo de suplantarle, ya estaba presente en el principio de la Humanidad (Génesis) y se repite a lo largo de toda la Historia. Posiblemente, ésta sea la verdadera razón de los ataques a Dios y a la Iglesia.

A pesar del fracaso que supuso la Revolución Francesa, algunas 
de sus ideas más características perduraron a lo largo de los siglos siguientes e influyeron en los contextos más diversos, desde los mo­vimientos independentistas del continente americano hasta algunos de los filósofos más leídos e influyentes en el pensamiento moderno. Entre dichos pensadores nombraremos sólo a los que se han caracte­rizado por su especial aversión a la religión:

- Feuerbach (1872) pensaba que la conciencia humana es auto-
conciencia y Dios no es más que la proyección de la especie humana, es decir, Dios no existe.

- Marx (1883) estaba convencido de que Dios no era más que una invención de las clases poderosas para dominar a los débiles. Dios es una alienación que hay que eliminar; de ahí su famosa frase: "Dios es e
1 opio del pueblo". La filosofía marxista inspiró las revoluciones comunistas que, comenzando por Rusia, han producido regímenes de terror en diversas partes el mundo, en algunas de las cuales todavía hoy en día continúan con sus atrocidades.

- Nietzsche (1900), al contrario que Marx, pensaba que Dios era 
la invención de los débiles para evitar ser dominados y destruidos por los poderosos. Según este autor, Dios es el problema que debemos eliminar para que surja el Super-Hombre, cuya realidad central es la ambición del poder. Su expresión más conocida es "Dios ha muerto, viva el Super-Hombre". Desgraciadamente, este pensador, que acabó sus días en un psiquiátrico, es uno de los filósofos más influyentes en mentalidad actual.

- Freud (1939) también pensaba en Dios como una proyección de debilidad humana que busca la figura del Padre protector y amenazante. Se consideraba agnóstico y rechazaba todo lo que no se pudiera comprobar en un laboratorio. Sus ideas han tenido gran influencia 
en las ciencias sociales del siglo XX.

Actualmente, todas estas ideas, de una u otra forma, se encuentran en la base de los ataques a la religión y en concreto a la Iglesia C
atólica, pero hay otra fuente que no debemos olvidar y que también está muy presente en el problema que estamos tratando: me refiero a la amalgama de ciencias misteriosas, tan de moda en la actualidad, y que podrían remontarse a los primero siglos del Cristianismo.


No sería el momento de profundizar más en estos temas, pero 
sí de señalar que la Masonería, principal heredera de la Gnosis, ha sido una de las organizaciones o sectas que más encarnizadamente ha atacado a la Iglesia Católica a lo largo de la Historia y también en nuestros días, ya que una de sus adeptas, Helena P. Blavatsky, fue la fundadora de la Sociedad Teosófica, de la cual han surgi­do gran cantidad de sectas cuyo denominador común es el odio a la Iglesia Católica. Además, todas estas ideas y creencias están siendo puestas de moda hoy a través de movimientos y sectas más recientes como, por ejemplo la New Age.

Desgraciadamente, la lista de los enemigos de la Iglesia Católi­
ca no se acaba aquí. Muchos otros se han apuntado al carro de los ataques, como por ejemplo sectas procedentes del protestantismo anticatólico fundamentalista (Testigos de Jehová, Mormones, etc.), ramas radicales de otras religiones, con diversas industrias a las que no les interesan las creencias católicas, (con respecto al aborto, la pornografía, la armamentística, la manipulación genética, la anticon­cepción, etc.)

Por lo tanto, queridos hermanos, no debemos extrañarnos de que la Iglesia sea el objetivo de tantos y tan diversos ataques, pero sí de­
bemos prepararnos para repelerlos de la mejor manera posible, eso sí, sin olvidar que nuestros perseguidores y agresores no son sino nuestros propios hermanos, que como decía nuestro Señor Jesucris­to: "... No saben lo que hacen".

Fuente bibliográfica: Católicos sin complejos

Lo que Dios no ha unido... (1)


Por desgracia, existe hoy día una notable cantidad de matrimonios fracasados. Es un hecho constatado. Después del drama de la separación y del divorcio, son muchos los que desean reconstruir su vida con otra pareja e iniciar así una nueva etapa. ¿Y qué nos dice la Iglesia ante esta situación? Entre otras cosas[1], nuestra Madre la Iglesia nos recuerda en cada celebración del matrimonio las palabras pronunciadas por el mismo Jesús: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6) ya que el matrimonio es, desde siempre, algo indisoluble, para toda la vida. Pero lo que muchos pasan por alto es que esa frase de Jesús significa también que lo que Dios no ha unido, el hombre no se empeñe en mantenerlo unido.

¿Qué significa entonces “casarse”? Casarse significa comprometerse a un amor mutuo, exclusivo, para toda la vida y abierto a los hijos. El objetivo es, como nos dice el Concilio Vaticano II, crear esa “íntima comunidad conyugal de vida y amor” (GS 48) entre el hombre y la mujer, fundada sobre el consentimiento personal e irrevocable de los cónyuges. Se trata de un compromiso muy importante que influye decisivamente en la vida de cada persona y, por eso, ha de hacerse con plena libertad y responsabilidad.

Cuando los novios manifiestan –según lo establecido por la Iglesia[2]– su “sí, quiero” o consentimiento matrimonial, Dios une para toda la vida a esa pareja de manera que “ya no son dos sino una sola carne” (Gén 2, 24; Mt 19, 5), hasta que la muerte les separe. Pero pueden darse determinadas circunstancias que provoquen la inexistencia o invalidez de un matrimonio aparentemente válido: por engaño, coacción, falta de voluntad matrimonial, de madurez, de capacidad para asumir el compromiso matrimonial, etc. Dios no puede unir en matrimonio a dos personas que, en realidad, no desean casarse o no aceptan el matrimonio tal cual es, así como ha sido instituido por Dios, con sus características y sus fines. Por eso, cuando –además de la ruptura matrimonial– existen algunos de estos indicios referentes a una posible nulidad, cabe preguntarse si Dios ha unido o no a los novios que han acudido a la Iglesia para casarse, es decir, cabe preguntarse si realmente ese matrimonio fue válido o no. Para averiguarlo, debe realizarse un proceso en el Tribunal Eclesiástico que corresponda[3]. De ello dependerá el que esas personas puedan contraer un nuevo matrimonio. No podemos olvidar que, para los católicos, el matrimonio ha de ser contraído según las normas de la Iglesia para que ese matrimonio exista realmente. De este modo, la Iglesia cuida del sacramento del matrimonio para que sea celebrado adecuadamente, con las máximas garantías de que se dan los requisitos necesarios de libertad, responsabilidad y capacidad por parte de los contrayentes.

         En algunos casos, cuando existen serias dificultades para observar la forma canónica, los contrayentes pueden solicitar la dispensa de este requisito (c. 1127 §2) para poder contraer matrimonio válidamente ante la autoridad civil competente. Incluso es posible solicitar la “sanación en raíz” (c. 1161 §1) para aquellos matrimonios celebrados sólo civilmente y que realmente desean estar casados no solo ante el Estado sino también ante Dios y ante la Iglesia. Este es un tema que deberá ser tratado más ampliamente en otra ocasión.



[1] Respecto a las personas divorciadas y vueltas a casar civilmente, el Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que, aunque no puedan acercarse a recibir los sacramentos, han de ser ayudadas por toda la comunidad cristiana a participar en la vida de la Iglesia mediante la escucha de la Palabra, la oración y las obras de caridad, implorando así la gracia de Dios (vid. CCE 1650 y 1651).
[2] Tal y como afirma el actual Código de Derecho Canónico (CIC 83) en el canon (c.) 1108, para que el consentimiento sea válido ha de ser manifestado por los contrayentes según la forma canónica, es decir, ante el Obispo o el párroco (o un delegado de ellos) y al menos ante dos testigos.
[3] Normalmente será el Tribunal de la Diócesis donde se celebró el matrimonio o donde vive el cónyuge demandado (cfr. CIC 83, c. 1673).